D. Luis Zarraluqui Sánchez-Eznarriaga
A la vista de la profusión de menciones que se vienen haciendo en nuestro ordenamiento jurídico –leyes generales, especiales o autonómicas, reglamentos, resoluciones judiciales y doctrina– de esta forma de convivencia -“vivir maritalmente” con una persona, o, dicho de otra manera, de las uniones de hecho, parece obligado concretar, qué tipo de unión o, mejor dicho, qué clases de uniones distintas son las comprendidas en la mención del art. 101 CC (EDL 1889/1).
En todas las uniones de hecho coinciden tres connotaciones diferentes: el personal de quienes la forman; el sociológico de su aceptación, lleno de connotaciones ideológicas y políticas; y el jurídico.
La dificultad de este propósito tiene su origen en que, unas veces por razones de índole política, moral o religiosa y otras por cuestión de divergencias doctrinales, capacidades legislativas o simplemente de léxico, existen discrepancias fundamentales en su concreción.
También hay una importante diferencia entre la contemplación de las parejas únicamente partiendo de la formalidad en su constitución o haciéndolo sobre el hecho de la vida en común. Atendiendo a esta divergencia, para el Derecho se consideran parejas o uniones de hecho legalizadas, cuando han sido creadas por un acto positivo de la voluntad de los miembros de la pareja, bien sea a través del otorgamiento de un documento, de la realización de un acto o de la inscripción conjunta en un Registro, pero en ningún caso mediante el matrimonio. En estos casos, hay una doble expresión de voluntad: de una parte de rechazo a las nupcias -unión formal regulada legalmente-, y de otra, la positiva de convivir en pareja con derechos y deberes recíprocos semejantes al matrimonio.
En las parejas de hecho por antonomasia, la unión se genera por los hechos, en el estricto significado de éstos, sin necesidad de formalidad constituyente alguna, ni concurrencia de consentimiento inicial específico. En estos casos, puede darse una alternativa fundamental: o bien existe una voluntad de los miembros de la pareja de rechazo a toda consecuencia de su unión y a cualesquiera derechos o deberes derivados de la misma con el resultado negativo deseado o, por el contrario, la pareja de hecho produce unas consecuencias legales y unos efectos, aunque no sean deseados, porque la legislación que les es de aplicación, se los impone. En estos casos, puede ocurrir -y ocurre- que aquellos que rechazan el matrimonio –y no sólo el matrimonio, sino toda unión formal con consecuencias jurídicas– que no quieren adquirir, ni generar derechos u obligaciones recíprocas como consecuencia de su convivencia, ven cómo se transgrede su afán de libertad y se les somete a un entramado de efectos parecidos a los del matrimonio.
Con independencia de lo que pueda ocurrir posteriormente, en la auténtica unión de hecho, no existe un acto constitutivo, sino que el estatus se va formando por la suma de los actos realizados a lo largo de una vida en común.
Algunas legislaciones describen la pareja de hecho contemplada en su normativa, como aquella que, reuniendo ciertas características, más o menos complejas y difíciles de definir y, todavía más, de acreditar, perdura en el tiempo, sin perjuicio de exceptuar de esta condición de duración a aquellas que tengan hijos comunes. El interrogante es especialmente complejo cuando consta la voluntad expresa de la pareja de no someterse a normativa alguna, por sus particulares razones, que deben ser objeto de respeto en un país libre.
Por otra parte, existe otra unión, también contemplada en la legislación actual, que rechaza el matrimonio, pero que voluntariamente quiere constituirse en una unidad social, parecida a la conyugal, pero no igual, y que está dispuesta a formalizar un acto constitutivo, sea a través de un convenio ad hoc, o sea a través de una inscripción más o menos solemne en un Registro.
Aquéllas son parejas de hecho, a las que debería respetarse su libertad y no imponerles ninguna normativa, mientras que éstas –las formadas mediante un acto consensual– son uniones legalizadas o paramatrimoniales, como las ha denominado el jurista francés Cornu.
MARITAL.
En todo caso, la utilización del adverbio “maritalmente” para calificar las uniones que causan la pérdida del derecho a la pensión compensatoria, obliga a adentrarnos en el significado de esta palabra: “marital”, que las define. Según el Diccionario de la Real Academia, “marital” es un adjetivo que quiere decir “perteneciente al marido o a la vida conyugal”, que nos conduce inexorablemente al matrimonio. Pero para definir éste, la evanescencia de la institución y los profundos cambios en su normativa esencial, de acuerdo con los tiempos, lugares, culturas y aspectos sociológicos de los tiempos que vivimos, nos llevan a una necesaria redefinición, si queremos que abarque las que tienen presencia en el mundo formal de hoy.
Tiempo atrás queda, por ejemplo, la definición antigua de unión estable, celebrada en la forma prescrita, de un hombre y una mujer, dirigida y ordenada al establecimiento de una plena comunidad de vida y amor.
Por su parte, a las uniones formales, no matrimoniales -a los paramatrimonios-, se les puede crear un marco legal de pactos recomendados y de medios de prueba de su existencia, pero, en definitiva, se está regulando una situación pactada, consensual, con un amplio margen de convención y libertad de acción, que la convierte en una especie de matrimonio de segunda clase.
Otra cuestión es la que nos ocupa en el día de hoy que es la posible incompatibilidad con otras relaciones o efectos legales. ¿Puede ser compatible en el orden social o en el ético -en lo que quede de ética , la pertenencia a dos o más uniones de la misma naturaleza? ¿Debe prohibirse -o no permitirse la poligamia, la poliandrea o el “poli-emparejamiento de hecho”? ¿Puede ser lícita no sólo la permanencia de la simultaneidad de efectos de la pareja, como la pensión compensatoria o la de viudedad, sino la propia convivencia “marital” plural?
UNIÓN LIBRE.
La verdadera unión libre pura de facto debería carecer de toda norma positiva, aunque no sus consecuencias de restricción o negaciones. Dada su proliferación, debe producirse una reglamentación de ciertas formas de unión, distintas de la matrimonial, constituidas mediante el consentimiento libre de las partes, a las que se deban aplicar ciertos límites por razón de moral u orden público –poligamias, incestos, minorías de edad, perturbaciones o enfermedades mentales, igualdad de las partes, etc.–, al tiempo que se confiere un marco jurídico para la efectividad de sus convenciones y la obtención de ciertos beneficios administrativos, laborales, fiscales y de Seguridad Social. Precisamente las cuestiones que fundamentalmente se plantean durante la convivencia de estas parejas, se centran en los beneficios derivados bien de normas laborales –extensión de beneficios derivados de la Seguridad Social o derechos de traslados o permisos en que se tenga en cuenta a la pareja para su consecución–, bien derivadas de la función pública, o bien de orden fiscal: IRPF conjunta, beneficios sanitarios de su pareja, accesos a viviendas u obtención de descuentos o similares. Y no digamos nada de las consecuencias de la consideración de cónyuge del conviviente en el impuesto de sucesiones, en la pensión de viudedad o en la normativa en materia de nacionalidad, inmigración, residencia o permisos de trabajo. La complejidad de estas situaciones, se traduce en lo dispar y hasta contradictorio de la normativa, especialmente en el orden autonómico, en que la imagen política ha provocado un alud de normas diferentes por todas partes.
Por otra parte, es preciso hacer mención de otras relaciones de convivencia, que no participan de la semejanza con el matrimonio, como las contempladas por el Partido Popular, en su Proposición de Ley de Contrato de Unión Civil, coincidente con la corriente francesa, contenida en la Ley nº 99-944 de 15 de noviembre de 1999, relativa al pacto civil de solidaridad. En este marco hay que encuadrar a la Ley del Parlamento de Cataluña 19/1998, de 28 de diciembre, de situaciones convivenciales de ayuda mutua (EDL 1998/46711), hoy arts. 240-1 a 240-7 del Libro II del Código catalán (EDL 2010/149454), que no deben integrarse entra las parejas de hecho.
ANALOGÍA CON EL MATRIMONIO.
En las parejas de hecho, ha venido flotando sobre las desiguales reflexiones jurisprudenciales, o incluso legales, su analogía –mayor o menor– con el instituto del matrimonio, para unas veces proclamar su semejanza o casi su identidad, y en otras, su divergencia y elementos contrarios. En los textos legales, en que se ha ido introduciendo de forma singular la mención de estas uniones, para extender a ellas consecuencias especiales, generalmente reservadas para los matrimonios, ha sido necesario que se fuera dibujando el contorno de las parejas a que hacían referencia, lleno de divergencias.
Para designar a estas uniones en los proyectos legislativos, tanto del Estado como de las Comunidades Autónomas, se ha recurrido a varias denominaciones diferentes:
Las llaman parejas de hecho las últimas Proposiciones de Ley socialistas, de Izquierda Unida y del Grupo Parlamentario Mixto y de la Comunidad de Extremadura.
Uniones estables de pareja la del Grupo catalán y la Ley de Cataluña (EDL 1998/45032).
Parejas estables no casadas la Ley aragonesa (EDL 1999/61043).
Parejas estables las Leyes navarra (EDL 2000/85217) y asturiana (EDL 2002/16602).
Uniones de hecho las Leyes valenciana (EDL 2012/217657), madrileña (EDL 2001/56663) y balear (EDL 2001/54191).
Y finalmente, por el momento, parejas de hecho, la Ley andaluza (EDL 2002/55121) y la canaria (EDL 2003/4530).
Pero también pululan por diferentes disposiciones legales referencias a las mismas, entre las que as debemos destacar las siguientes:
a) Hombre y mujer integrantes de una pareja unida de forma permanente por relación de afectividad análoga a la conyugal en la Disp. Adic. 3ª de la Ley 21/1987, de 11 de noviembre, en materia de adopción (EDL 1987/12847).
b) La persona que hubiera venido conviviendo de forma permanente en análoga relación de afectividad a la de cónyuge, con independencia de su orientación sexual (art. 16.1.B) LAU; EDL 1994/18384).
c) Personas que hubiesen convivido maritalmente (arts. 101 y 320.1 CC; EDL 1889/1), sin contraer matrimonio por impedimento legal (Disp. Adic. 10ª de la Ley 30/1981, de 7 julio; EDL 1981/2897).
d) Ligados de forma estable por análoga relación de afectividad a la del cónyuge (arts. 23, 454 y 617 CP; EDL 1995/16398).
e) Persona unida por análoga relación de afectividad (art. 3.a) LO 6/1984, de 24 mayo; EDL 1984/8553).
f) Situación de hecho asimilable al vínculo matrimonial (art. 219.1º LOPJ; EDL 1985/8754).
g) equivalente al vínculo matrimonial (art. 391 LOPJ).
No cualquier unión de dos personas integra doctrinalmente el concepto que estamos examinando, sino que aquella viene delimitada por la concurrencia de ciertos componentes como son en el orden subjetivo la madurez física y psicológica, la relación sexual y la affectio maritalis, y en el objetivo la convivencia more uxorio; conjuntándose con estos requisitos positivos el negativo de la ausencia de formalidades del matrimonio como dice la Sentencia de AP Barcelona Sec. 4ª de 27 de mayo de 1991.
Se puede llegar a la conclusión de que existe una cierta coincidencia de algunas exigencias concretas, que aparecen de forma mayoritaria en todas estas uniones:
1ª. Ha de tratarse, efectivamente, de una pareja, o sea, de una dualidad de personas físicas, excluyendo de esta consideración a cualquier tipo de uniones formadas por más de dos personas, aunque se provoca la reflexión de si esta limitación de personas es verdaderamente esencial. Recientemente ha irrumpido en los noticiarios la celebración en algún lugar de Brasil de una ceremonia matrimonial entre tres mujeres, marcando la reflexión de que si en el matrimonio o unión more uxorio no era esencial el protagonismo de hombre y mujer, ligado con la vocación (que no la finalidad o la voluntad) reproductiva. ¿Por qué ha de mantenerse la dualidad de miembros frente al poligámico, que, por cierto, coexiste con el monogámico en gran parte del mundo y desde siempre?
2ª. Con capacidad intelectual y física, que comprendía la función sexual, aunque no procreativa, ya desaparecida en España.
3ª. Inicialmente, debían las dos personas ser de distinto sexo y se incluían únicamente las uniones heterosexuales, lo cual parecía ir inmerso en el término more uxorio, aunque la tendencia actual extiende la normativa a las parejas del mismo sexo máxime desde el reconocimiento de esta clase de matrimonio o la doble maternidad del nacido. Recordemos la STS de 27 de marzo de 2001 (EDJ 2001/5525), que expresaba que “Las uniones de hecho o matrimonios de hecho, carecen de regulación legal, con carácter general, aunque como tal realidad ajurídica, no prohibida por el Derecho, produce determinados efectos jurídicos. En sentido estricto, la convivencia more uxorio se basa en la heterosexualidad de la pareja y en la estabilidad de la situación, que suele tener duración indefinida”. En algunos textos se utiliza para comprender las dos clases de uniones el eufemismo “con independencia de su orientación sexual”. ¿Y por qué, una vez rotas algunas barreras que parecían inamovibles, no se reconoce el matrimonio o la pareja incestuosa a lo Cleopatra?
4ª. Se pone con frecuencia el acento como agente del ligamen, en el afecto matrimonial. Aunque evidentemente falte para la similitud un elemento esencial de la unión heterosexual, especialmente la matrimonial, que es la vocación o tendencia (que no la finalidad o la voluntad) procreadora.
5ª. La convivencia he de ser pública y estable, o de duración indefinida. En algunas definiciones, como ocurre en la LAU, este requisito se concreta en el transcurso de un periodo de tiempo concreto, de muy difícil (a veces imposible) prueba.
6ª. La constitución de una comunidad completa y amplia de vida, interés y fines en el núcleo del mismo hogar (SAP Madrid, Sec. 13ª, de 9 de diciembre de 1993), con características varias y factores de importancias diversas, tales como las económicas y patrimoniales.
Por otra parte, es evidente que la existencia de hijos comunes dota a la pareja de un mayor grado de legitimidad para su protección. No es un requisito esencial para la existencia de una unión paramatrimonial protegible, ya que ni siquiera lo es para el matrimonio. Sin embargo, la existencia de hijos comunes fortalece la protectibilidad y, en algunos textos, se considera como sinónima o sustitutiva del requisito de estabilidad, relevándola del cumplimiento de plazos de convivencia. No obstante, las consecuencias negativas de la existencia de una unión marital no se deducen, ni traen causa de la existencia de hijos, lo que reduce su eficacia calificadora de la pareja de hecho.
Para la determinación de efectos positivos o beneficios de la unión, han de estar ausentes de la pareja ciertos elementos que, de existir, le privarían, no ya de su condición de unión de hecho, como tal situación fáctica, sino de todo reconocimiento y protección legal y jurídica e incluso le privarían de beneficios adquiridos, como en el caso de la pensión de la separación y el divorcio.
De acuerdo con ello:
1º. No puede tratarse de una unión incestuosa, pero de existir produce, sin duda, las consecuencias negativas y, por tanto, acarrearía la pérdida del derecho a la pensión.
2º. No puede formar parte de ella un menor de edad o un incapacitado. Se nos planea la duda, con respecto a la incapacidad, partiendo de la necesidad de determinar la extensión de la incapacidad en la sentencia que la declare, de si es preciso que se especifique la de no formar parejas de hecho o si la relativa a la unión matrimonial comprendería la incapacidad para formar pareja de hecho, al menos, prestar su consentimiento para su inscripción en un registro o para otorgar un documento constitutivo de tal unión o fijando consecuencias de ella.
3º. Tampoco puede integrar una unión de hecho legalmente considerada quien está unido en matrimonio, o, al menos, el casado no separado, legalmente o, por lo menos, de hecho. Esta condición es discutible. En unas disposiciones legales de las que, como veremos, se contemplan estas parejas, se excluyen las formadas por alguna persona unida por matrimonio, pero en otras se hace caso omiso. En todo caso, los efectos de carácter positivo, los que otorgan derecho como consecuencia de la unión pueden ser inexistentes en este caso, pero no los de contenido negativo, como la pérdida del derecho a la pensión compensatoria que han de producirse inexorablemente.
AFECTO CONYUGAL.
Dentro de la definición de estas parejas, hay que empezar por analizar la que constituye su elemento más distintivo: el calificativo de more uxorio o su semejanza al matrimonio, así como su afectividad similar a la conyugal, ya que ello distingue estas uniones de cualesquiera otras que tengan finalidades diferentes: mercantiles, deportivas, artísticas, etc. Pero para concretar el alcance y elementos de esta condición, habría que empezar por determinar cuáles son las características esenciales del matrimonio, que califiquen de forma diferencial el afecto para integrar una unión de hecho, en el sentido que estudiamos.
Por de pronto, sorprende que se hable de afectividades y no de afectos. El afecto es una pasión de ánimo, normalmente sinónima de amor o cariño, mientras que la afectividad es la calidad de afectivo. Una persona está unida –o puede estarlo– por el afecto o el amor, no por la afectividad. Pero aunque nos refiramos al afecto, la dificultad de la prueba de su existencia y de su condición es ingente por pertenecer al dominio íntimo de los sentimientos.
Es de destacar que siempre se habla en estos textos –legales, doctrinales o jurisprudenciales– de afecto y no de amor. Parece como si se tratase de una expresión condicionada por el pudor, que deliberadamente evitara la utilización de la palabra amor, de mayor enjundia y relieve, que es el que se usa normalmente para hablar del conyugal, al igual que del paterno-filial. En el Diccionario de María Moliner se dice de la palabra afecto es “en sentido restringido y en lenguaje corriente, sentimiento intermedio entre la simpatía y el cariño”, y añade que existe “sin apasionamiento o inquietud”. Sin embargo, el amor es pasión y constituye un sentimiento más fuerte y decidido que ese punto a mitad de camino entre la simpatía y el cariño. Se considera un estado de ánimo, compuesto de atracción y devoción, que es el que precisamente brota en el seno de la pareja marital y les impulsa a su unión. Afecto es un cariño o un amor devaluado. Es evidente que cuando desaparece este afecto, que es casi un mínimo residual en la pareja, no queda absolutamente nada que les una. Pero eso no quiere decir que sea el simple afecto lo que ligue y cimente a la pareja. Lo que caracteriza el nacimiento de la unión, no la extinción de sus rescoldos, es el amor y así debería expresarse, sin falsos eufemismos pudibundos.
En todo caso, las dificultades no terminan ahí, porque la afectividad –el afecto– ha de ser –se dice– análogo, asimilable, similar o semejante al existente en el matrimonio. Y la realidad es que, en la actualidad, de acuerdo con las modernas tendencias sociales y de conformidad con las reformas de la regulación del matrimonio en nuestra legislación positiva, que han tenido lugar a partir de 1981 y especialmente en el 2005, los rasgos diferenciales de esta institución, cuyo trasvase a otra pareja calificaría esta unión, son de ardua determinación legal. La singularidad del amor entre los consortes naturalmente no está definida. Siendo el matrimonio un negocio jurídico formal, tampoco es preciso.
En los llamados matrimonios de conveniencia, cuya nulidad deviene de la falta de validez del consentimiento prestado, la Instrucción de la DGRN de 9 de enero de 1995 -y en sentido similar la de 31 de enero de 2006; EDD 2006/274948 prevenía contra los supuestos en que “existen índices serios que puedan presumir que el matrimonio es únicamente celebrado con el fin de conseguir un resultado extraño a la unión matrimonial”, ya que en tales supuestos el matrimonio sería nulo. Pero de nuevo tropezamos con evidentes obstáculos para definir los resultados extraños a la unión matrimonial.
Evidentemente, la unión de hecho puede asumir todos los derechos y deberes que son inherentes al matrimonio, porque, en algún caso, la elección de esta opción formal de pareja no es debida a un rechazo de los mismos, aunque esto sea frecuente. Cabe, claro está, que su elección alternativa esté determinada simplemente por una repulsión de la forma, del concepto en sí, por afán de rebeldía, por criterio antireligioso o por puro capricho. Pero la posibilidad de asumirlos o no y, en cualquier caso y sin depender de tal asunción, merecer la calificación de unión con afecto marital, revela la falta de necesidad de que el afecto esté calificado por los citados deberes y derechos. Ni siquiera la aceptación de los derechos y obligaciones relacionados en los arts. 66, 67 y 68 CC por quienes constituyen una unión de hecho serviría para calificar sus sentimientos como conyugales, porque se trata de efectos y no de causas.
Téngase en cuenta que, aunque se hable de la ausencia de affectio maritalis como proveía esta derogada causa de separación conyugal, está más claro que la falta de afecto es marital cuando los interesados están unidos en matrimonio, ya que el afecto perdido, sin duda era conyugal como su unión. Además es más sencillo constatar la inexistencia, equivalente a una mala relación de convivencia, que la existencia, con carácter distintivo de su condición.
Hay que pensar también que no hay que confundir la esencia del matrimonio con las motivaciones que llevan a él. Hay quien se casa por amor –afecto–, pero los hay que lo hacen por razones de orden social, por motivos económicos, por cubrir un embarazo o por simple atracción sexual. O la mezcla de más de uno de estos sentimientos. Pero ¿cuál es la esencia del matrimonio, que califique el afecto que una a los cónyuges? ¿Qué condición, característica o circunstancia individualiza este afecto para que lo califiquemos de matrimonial? Y de lograr nuestro propósito sintetizador, ¿la ausencia del mismo sería causa de nulidad? Porque sólo después de concretarlo será posible proyectarlo sobre las uniones análogas o semejantes.
EL MATRIMONIO.
Es evidente que el matrimonio es un negocio jurídico familiar de carácter formal y solemne, siendo la forma elemento esencial para su constitución. Si prescindimos de la forma y de la convención del negocio jurídico, y queremos centrar nuestra atención en su contenido y finalidad, para delimitar aquello que se considera esencial para merecer el calificativo de conyugal –al margen de la heterosexualidad, hoy por hoy, desligada de su significado–, observaremos que existen dos elementos que tradicionalmente han figurado, implícitos o explícitos, en su definición: la finalidad procreativa y la relación sexual (a éstos debe añadirse la vida en común. Pero este elemento no puede estar en el calificador y en el calificado, porque precisamente de lo que se trata es de averiguar qué vida en común está investida de afecto marital o semejante a éste). No obstante, la realidad es que ninguno de los dos expresados elementos es ya fundamental dentro del matrimonio y a ninguno de ellos hace ya referencia nuestro ordenamiento.
La procreación ha dejado de ser un fin del matrimonio civil, aunque continúe siéndolo del canónico. En cuanto a la sexualidad legalmente ha desaparecido. Quizá no en el pensamiento social, pero sí en la ley. Hasta el punto de que:
a) Se ha suprimido el impedimento de impotencia para poder contraerlo, que existía en la redacción originaria del Código Civil. Impotencia y no esterilidad. Los que no pueden hacer vida sexual –los que, al menos, no pueden copular normalmente–, pueden no obstante casarse. Luego, la cópula –el acto sexual completo– no es esencial en el matrimonio, ni es necesaria, pues, la capacidad para ella. Téngase en cuenta la especial significación, que tiene la supresión para interpretar la intención del legislador. No se trata de no incluirlo. Lo que se hace en la reforma de 1981 es rechazarlo: excluirlo. Porque, previamente, estaba allí.
b) La negativa a la vida sexual por parte de un cónyuge, aunque sea absoluta e injustificada, no constituía ni tan siquiera causa de separación. La vida sexual no existe, no está incluida, pues, como ocurre en el matrimonio canónico, ni como un derecho ni como un deber. No pertenece al conjunto, pues, de elementos fundamentales del matrimonio.
c) En la misma línea, la inconsumación del matrimonio carece de todo efecto, como no sea el peculiar que se produce a través de la dispensa del matrimonio canónico, donde constituye una de las escasas excepciones para disolver una unión católica válida. En el orden civil, ni constituye, ni constituía una causa de separación, ni de divorcio, ni su exclusión a priori integra una de nulidad.
Y es que la vida sexual pertenece a la esfera de la intimidad y al ámbito de los derechos personalísimos, sobre los que no es posible otorgar derechos y obligaciones de ninguna clase. Además, no es dado entrar a investigar o a comprobar la existencia o carencia de tales relaciones sexuales, ni las causas de su ausencia, sin invadir dicha intimidad.
Es también cierto que, independientemente de los textos legales, el elemento sexual está inherente en la diferenciación de unas uniones y otras, al menos en el ánimo de todos, aunque sólo la Ley del País Vasco 2/2003, de 7 de mayo (EDL 2003/10569), incluye la relación afectivo sexual en la definición de pareja de hecho, considerando como tal “a la resultante de la unión libre, que se inscriba en el Registro de Parejas de hecho, de dos personas, mayores de edad o menores emancipadas, con plena capacidad, que no sean parientes por consanguinidad o adopción en línea recta o por consanguinidad en segundo grado colateral y que se encuentren ligadas por una relación afectivo sexual, sean del mismo o distinto sexo”. Así, por ejemplo, en la actual LAU no se trata de proteger la posibilidad de subrogarse en un arrendamiento, al fallecimiento de una titular, viuda anciana, a su compañera de piso, que unió su propia soledad y su destino a la primera, para compartir economías. Se pretende otorgar privilegios a otro tipo de parejas. Pero ¿a cuáles? ¿Sólo la unión sexual es motivo de protección? ¿O hay otras características? ¿Y en este caso, qué elementos son éstos?
Por otra parte, ¿constituye la relación sexual un nexo de más razón de protección que el amor platónico, carente de sexualidad, o que la amistad, el compañerismo o la solidaridad?
Una vez que se ha prescindido de las características mencionadas, sólo quedan, para una definición ajustada del matrimonio en el CC, aspectos espirituales o morales, tales como solidaridad y responsabilidad recíprocos, proyecto de vida en común, etc., de determinación diabólica y de prueba imposible. Es evidente que estas condiciones pueden concurrir en otras uniones no matrimoniales y a través de ellas alcanzar la semejanza buscada, pero con las dificultades probatorias citadas.
En cualquier caso, es claro que, cuando se califica a la pareja con las expresiones de “marital”, “more uxorio” o similar o semejante al matrimonio, indudablemente se quiere distinguir a una clase parejas de cualesquiera otras, cuyo vínculo de unión sea la amistad, el compañerismo, la agrupación o el compartimiento de unos intereses, que les lleven a ocupar juntos una vivienda o a desarrollar juntos determinadas actividades, experiencias o responsabilidades.
Hay otra condición que preocupa de la verdadera unión de hecho, en sentido estricto, esto es, de la no constituida de modo formal, sino la deducida por alguna ley de la concurrencia de determinadas circunstancias de la convivencia de la pareja: la inseguridad jurídica que produce su toma de razón. Porque en las definiciones en que es elemento básico el hecho de la vida en común, se tiene en cuenta el elemento temporal como calificador esencial de la convivencia. Cuando se trata de una relación de hecho, no constituida por un acto formal que determine su nacimiento, su protección legal, sea la que fuere, su fundamento está en la realidad del hecho de la unión y en su estabilidad, puesta de manifiesto por su permanencia durante un tiempo, salvo en los supuestos legales en que hay descendencia común. Pero ¿cómo se produce el cómputo de este plazo?
PLAZO DE CONVIVENCIA.
Para ello, lo primero que hay que hacer es partir de un dies a quo: de determinar un momento en que la convivencia se inicia. Sin embargo, por decirlo de alguna forma, ese primer día, en muchos casos, ni los interesados saben o son conscientes de que han iniciado una vida en común, con vocación de permanencia y con alguna proyección de futuro. Recordemos que hay que diferenciar la unión esporádica u ocasional, sin proyección alguna y sin estabilidad, al menos por el momento, a la que ni el legislador de más amplio talante se plantea conceder las protecciones o efectos que estudiamos, de las que merecen para el mismo una consideración, próxima, similar o semejante al matrimonio. Ésta es la razón de ser de la exigencia, que se incluye en todos los textos al hablar de la pareja de hecho en sentido estricto, de un componente de duración o permanencia de la convivencia. Este requisito se traduce formalmente, bien únicamente en calificativos de la unión –permanente o estable–, o bien mediante la exigencia de un tiempo mínimo de duración, que, por ejemplo, es la opción elegida en la LAU o en las leyes autonómicas de parejas de hecho de Cataluña, Aragón, Navarra o Canarias. En el caso de estas leyes, la LAU y la Ley catalana requieren, para acceder a la protección legal, un mínimo de dos años de convivencia (debe entenderse que continuada) y la Ley navarra de un año, del que están exentas las parejas con hijos comunes (art. 16.1.b). Aragón exige el mismo plazo, aunque existan hijos comunes y Canarias doce meses, recogiendo también la excepción de que exista descendencia común, en que no se precisa plazo alguno de convivencia. Pero es que en los casos en que no hay una exigencia de un tiempo concreto, como ocurre en los textos legales en que se menciona sólo la estabilidad o permanencia, también habrá de contemplarse un periodo temporal, sin tanto rigor de exactitud, para poder calificar la unión de permanente o estable.
Si prescindimos del caso de la existencia de hijos, en que el propósito del legislador parece ser la protección de éstos, a cuyo derecho se pospone el de aquéllos–, en los demás supuestos, se barajan condiciones de difícil conocimiento para los terceros y de prueba diabólica.
En cuanto a los calificativos temporales ya mencionados, debemos considerar (Diccionario de Lengua Española. Real Academia Española, 21ª edic., 1992) que permanente es sinónimo de firme, constante, perseverante, estable o inmutable. Estable, a su vez, es constante, firme, permanente
Todas estas condiciones son inherentes a la duración de la convivencia pasada, pero quizá también permiten contemplar como posible, o hasta probable, la expectativa de futuro. La continuidad en el porvenir es, de alguna forma, absolutamente imprevisible en una situación carente de compromiso, que en realidad rechaza dicha atadura, porque ésa es su razón de ser, y que se quiebra por la simple voluntad de una parte, sin requisito o formalidad alguna. Ni siquiera, en algunas ocasiones, es necesaria la mera notificación. Aunque, a este efecto, el matrimonio se ha acercado a la unión de hecho en la levedad del compromiso.
La alternativa a la calificación del tiempo de duración de la pareja con adjetivos como los citados, es la exigencia de un periodo de tiempo concreto. La realidad es que la elección de la extensión de éste es caprichosa y cualquier otra mayor o menor sería igualmente válida –o inválida–.
Pero ¿qué decir de un periodo de tiempo cuya medida afronta las dificultades de la incertidumbre en su inicio y en su final y de la inseguridad en su continuidad o en sus interrupciones? Los miembros de la pareja, como ya decíamos antes, no saben ellos mismos cuándo inician una vida en común, con estabilidad y continuidad, porque, frecuentemente, rechazan asumir esta unión o convenir estas condiciones, que son las del matrimonio, al que no quieren acceder. Quizá tampoco saben cuándo termina o se interrumpe, aunque este hecho suele saberse mejor. Pero ¿una ausencia es temporal o transitoria o, por el contrario, se trata de la definitiva ruptura? ¿Se computa el tiempo (todo es cuestión de hecho, recordemos) en que están separados los convivientes? ¿Es necesaria una causa de separación para que no siga el cómputo? En cualquier supuesto, ¿cómo se prueba esta convivencia y su naturaleza semiconyugal?
¿No tendremos que concluir que la única condición que identifica hoy al matrimonio es el acto formal de su celebración?
Ésta es la opinión del Letrado que suscribe, salvando su respeto a toda otra mejor fundada.