PENAL

¿Aborto no punible?

Tribuna

I

La discusión en torno a si el derecho penal debe intervenir ante la interrupción voluntaria de un embarazo, y en qué medida, siempre ha estado ligada en cierto modo a factores morales, religiosos, ideológicos y, en fin, políticos. No es fácil, en verdad, abordar la cuestión desde un punto de vista puramente técnico jurídico, con la necesaria neutralidad. Pero hay algunos aspectos que, a mi juicio, no plantean grandes dudas. En primer lugar, que el aborto siempre habrá de ser punible cuando se lleva a cabo sin el consentimiento de la madre o contra su voluntad, pues la decisión de aquélla de salvar la vida de su hijo, aun cuando ello implique su propia muerte, debe siempre respetarse. En segundo lugar, que no es posible desconocer el claro conflicto de derechos fundamentales que subyace en los casos de interrupción voluntaria de un embarazo. Y, en tercer lugar, que la Sentencia del Tribunal Constitucional 53/1985 (Pleno), al referirse al «sistema limitado de indicaciones» entonces vigente, marcó unas pautas muy importantes en esta materia, cuando declaró que los supuestos de aborto no punible contemplados en la ley, cuestionada como consecuencia del recurso previo de inconstitucionalidad interpuesto por D. José María Ruiz Gallardón, no eran inconstitucionales, afirmando que "la vida humana es un devenir, un proceso que comienza con la gestación, en el curso del cual una realidad biológica va tomando corpórea y sensitivamente configuración humana y que termina en la muerte".

A la vista de esta clara definición de la vida que dio el Tribunal Constitucional, no ofrece duda que el Estado tiene la obligación de garantizar la vida, incluida la del nasciturus, mediante una protección efectiva de la misma, aunque el alto Tribunal dejó abierta la cuestión del momento a partir del cual debe iniciarse la protección de la vida y, en consecuencia, podría hablarse ya, en su caso, de práctica abortiva, pues la «gestación», en realidad, se refiere a todo el embarazo, a las 40 semanas de desarrollo del embrión.

II

La reforma operada en el Código penal por la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, cuya constitucionalidad está pendiente de resolución por el Tribunal Constitucional, que ha de resolver el recurso de inconstitucionalidad presentado por el partido popular en marzo de 2010, no sólo derogó el art. 417 bis del Código penal, que contemplaba los supuestos de aborto no punible, concurriendo alguna de las tres circunstancias o indicaciones a las que se refería la Sentencia 53/1985 (terapéutica, eugenésica y ética), introduciendo un sistema de plazos (aborto libre, tras haber recabado información y un período de reflexión de 3 días, durante las primeras 14 semanas de gestación), sino que también introdujo algunas modificaciones en los tipos penales vigentes.

El vigente Código penal distingue entre el delito de aborto causado por tercero, con dos modalidades, según concurra o no el consentimiento de la mujer (arts. 144 y 145.1, este último con algunas modificaciones introducidas por la LO 2/2010), el autoaborto y el caso de la mujer que consiente que otra persona se lo cause (art. 145.2), y el aborto por imprudencia grave, sólo referido al tercero (art. 146), no a la mujer. La Ley Orgánica 2/2010 añadió además el art. 145 bis, que castiga a quienes practiquen un aborto "sin haber comprobado que la mujer haya recibido la información previa relativa a los derechos, prestaciones y ayudas públicas de apoyo a la maternidad", "sin haber transcurrido el período de espera contemplado en la legislación", "sin contar con los dictámenes previos preceptivos" y "fuera de un centro o establecimiento público o privado acreditado".

Las penas previstas en estos delitos varían desde la más grave de 4 a 8 años de prisión (art. 144) a las menos graves de multa e inhabilitación especial correspondiente a las últimas hipótesis mencionadas y el aborto por imprudencia.

Básicamente, como se dijo, hay tres tipos penales de aborto diferentes: el aborto causado por tercero, siendo la modalidad más grave la llevada a cabo sin consentimiento de la mujer y dolosamente (art. 144), el autoaborto y la hipótesis de la mujer que consiente que otra persona se lo cause (art. 145.2), supuestos estos dos últimos que son los únicos dirigidos a la mujer, castigados con pena pecuniaria (multa de 6 a 24 meses); ninguna de las otras modalidades típicas de aborto, esto es, el aborto con incumplimiento de requisitos formales (art. 145 bis), y el aborto culposo (art. 146), son aplicables a la mujer.

Se ha criticado que, siendo el mismo bien jurídico protegido en el homicidio y en el aborto, esto es, la vida, las penas sean diferentes entre uno y otro delito, algo que encuentra su fundamento en el hecho de que históricamente se venía entendiendo que sólo había vida después del nacimiento (así, para autores como Pacheco, que tuvo una gran influencia en el Código penal de 1848, se hablaba verdaderamente de vida cuando alguien había respirado, «vivir es respirar», se decía entonces), algo que es hoy inaceptable, ante los avances de la biología, que demuestran que hay vida mucho antes del nacimiento.

En la actualidad, aunque no hay ya justificación biológica para que la pena sea diferente, las leyes contemplan mayores penas para el homicidio que para el aborto, por cuanto que los legisladores, legítimamente, entienden que se deben castigar más aquellas conductas que afectan a la vida después del nacimiento (la pena del homicidio es de 10 a 15 años de prisión), por la mayor conmoción y reproche social que suponen, que aquellas conductas que afectan a la vida antes del nacimiento, que en el caso español se castigan con penas inferiores (la pena del aborto doloso sin consentimiento referido al tercero, que es la modalidad típica más grave, es de 4 a 8 años de prisión). La diferencia de pena, pues, no tiene por qué suponer ninguna contradicción con el hecho de defender que tanto antes como después del nacimiento el bien protegido es el mismo, la vida humana, aunque la intensidad de la protección sea diferente.

III

Durante veinticinco años estuvo vigente el art. 417 bis, incorporado al Código penal de 1973 por la Ley Orgánica 9/1985, vigente hasta su derogación por la mencionada Ley Orgánica 2/2010, cuestionada ante el Tribunal Constitucional, en el que se establecían tres supuestos de aborto no punible, siguiendo un sistema limitado de indicaciones: el aborto es punible por regla general, admitiéndose sólo excepcionalmente determinadas circunstancias en las que el aborto resulta no punible. Frente a este sistema se encuentra el sistema del plazo, que lo que hace es marcar una línea divisoria entre el aborto impune y el aborto punible en base a factores cronológicos exclusivamente, admitiéndose aquél, por lo general, en las primeras doce semanas de gestación. La Ley Orgánica 2/2010 introdujo este último sistema, con un plazo de hasta 14 semanas, con arreglo a una serie de condiciones: que se practique por médico especialista o bajo su dirección, en centro sanitario público o privado acreditado, con consentimiento expreso y por escrito de la mujer o, en su caso, de su representante legal, añadiendo que, en caso mujeres de 16 y 17 años, el consentimiento para la interrupción voluntaria del embarazo les corresponde exclusivamente a ellas. Otros requisitos que exige la Ley son los siguientes: que "se haya informado a la mujer embarazada sobre los derechos, prestaciones y ayudas públicas de apoyo a la maternidad" y que "haya transcurrido un plazo de al menos tres días, desde la información... y la realización de la intervención".

Cuando la Ley Orgánica 2/2010 afirma que "en el caso de las mujeres de 16 y 17 años, el consentimiento para la interrupción voluntaria del embarazo les corresponde exclusivamente a ellas (...)" (art. 13), parece dar a entender que la titularidad del bien jurídico protegido, la vida del no nacido, le corresponde a la madre, olvidando que el interés protegido por la norma (vida humana del no nacido) debe contemplarse de forma independiente de los intereses de la mujer embarazada, pues el feto no es sólo parte del cuerpo de la mujer embarazada sobre la que ésta u otra persona pueda disponer libremente. El propio Tribunal Constitucional dijo en su Sentencia 53/1985 que la titularidad corresponde al Estado, de la que deriva precisamente la obligación de protección. Aquí precisamente reside uno de los aspectos que debe potenciarse, esto es, el cumplimiento de la obligación moral que tiene el legislador de proteger la vida del no nacido a través de medidas de apoyo social a las mujeres embarazadas y a la maternidad, haciendo todo el esfuerzo posible para que aquéllas decidan seguir adelante con su embarazo, ofreciendo soluciones al conflicto que se les puede haber planteado, disuadiéndolas del aborto, a través de efectivas ayudas públicas y prestaciones a favor de las mismas y su hijo.

La propia Encíclica Evangelium Vitae de Juan Pablo II (25-3-1995), luego de referirse a la responsabilidad de los legisladores "que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto", habla también de una "responsabilidad general", tanto de quienes favorecen la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como de quienes "debieron haber asegurado – y no lo han hecho – políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las familias, especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas".

IV

Es incuestionable que la cifra negra en estos delitos de aborto siempre ha sido muy elevada, es decir, son delitos que se cometen mucho más que los que se llegan a descubrir; incluso, aun con la legislación anterior a la Ley Orgánica 2/2010, de aborto punible con carácter general, eran muy pocos los casos que se perseguían, es decir, siempre ha habido cierta permisibilidad. Además de la permisibilidad que siempre ha habido en esta materia, resulta que una interpretación amplia del término «salud», basado, por ejemplo, en el concepto de la Organización Mundial de la Salud, que entiende que se trata de un «estado de completo bienestar físico, mental y social y no meramente la ausencia de enfermedad o invalidez» y, en particular, de lo que deba entenderse por grave peligro para la «salud psíquica» de la embarazada, llevaba muchas veces a poder encauzar el aborto a través de la primera indicación (la terapéutica), convirtiendo en la práctica el sistema limitado de indicaciones en un sistema amplio de indicaciones, por los efectos de «ley coladero» que tenía aquel primer supuesto del art. 417 bis 1, 1ª, del Código penal.

Por lo general, los casos que tradicionalmente se descubrían eran como consecuencia de que la madre se hacía practicar un aborto por persona no cualificada - ante la situación de clandestinidad impuesta por la prohibición - o con medios inadecuados, sufriendo la madre graves lesiones, cuando no la muerte. Por ello, ante esta lamentable situación se fueron imponiendo poco a poco distintos modelos de supuestos de excepción a la punibilidad en el delito de aborto, que hoy aparecen en la legislación europea.

La Iglesia Católica siempre se ha mostrado contraria al aborto. Concretamente, Pío XII, en la Encíclica Casti Connubi, publicada en 1950, declaró terminantemente la ilicitud del aborto y de las prácticas anticonceptivas. Por su parte, la Conferencia permanente del Episcopado español, siguiendo la doctrina de la Iglesia, invariable en este aspecto, viene declarando, ante las ocasionales demandas de despenalización del aborto, que el hombre no es dueño de su propia vida, que la interrupción del embarazo en cualquier momento es un homicidio, que no son válidos los argumentos de las indicaciones, y que la mujer no tiene derecho a disponer de su propio hijo.

Por su parte, la mencionada Encíclica Evangelium Vitae de Juan Pablo II, aun reconociendo que en muchas ocasiones "la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quieren preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia", "estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás puede justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente".

V

Aunque en la doctrina se ha entendido que el bien jurídico protegido a través de la tipificación de las conductas previstas en los arts. 144 y ss. CP (delitos de aborto), es la «vida en formación» o la «vida dependiente», un criterio más coherente con los avances en materia de biología, que ha ido mostrando cómo es posible hablar de vida mucho antes del nacimiento, lleva actualmente a la conclusión de que el bien jurídico protegido es la vida humana en sí misma. Según la biología, hay vida desde el mismo momento de la fecundación del óvulo por el espermatozoide (gamitos), originando el cigoto, considerado desde un punto de vista puramente biológico como el inicio del ser humano.

No parece correcto, pues, hablar de la vida humana en formación durante el embarazo, pues lo que está en formación es el cuerpo, y no sólo durante aquel intervalo de tiempo del embarazo, sino hasta mucho después. En realidad, con aquella postura se incurre en el error de identificar el problema del objeto material de la acción (el feto en el aborto y la persona en el homicidio) con el bien jurídico protegido, que es el mismo en el delito de aborto y en el de homicidio: la vida humana en sí misma.

Mayoritariamente los autores coinciden en considerar que las «indicaciones» son causas de justificación específicas, cuyo fundamento se encuentra en la existencia de un conflicto de intereses entre la vida del nasciturus y la vida, la salud, la libertad o la dignidad de la mujer, presuponiendo que hay una diferencia esencial a favor del bien que se salva, esto es, los de la madre.

Otro punto de vista, en cambio, sostiene que, en realidad, ninguno de los bienes jurídicos que se salvan en los supuestos específicos del derogado art. 417 bis es esencialmente superior al que se sacrifica (la vida del nasciturus). Ni siquiera en la hipótesis más grave, esto es, aquella en la que se produce una colisión entre la vida de la madre y la del niño, pues se trata de vidas humanas sólo diferenciadas porque una es posterior al nacimiento y la otra es previa al nacimiento, siendo evidente que el nacimiento no modifica esencialmente el valor de la vida humana. Dicho en otros términos: el valor de la vida no se puede graduar, y da lo mismo que se trate de una vida después del nacimiento o antes del nacimiento, que se trate de la vida de una persona de veinte años o la de una persona de noventa años, o, en fin, que se trate de la vida de una persona llena de salud o la de una persona enferma. El bien jurídico «vida» no se gasta con el tiempo.

Puede concluirse, pues, que los supuestos de aborto no punible - lo mismo que la situación que se produce en el clásico estado de necesidad por colisión de intereses entre los que no hay una diferencia esencial (como en el caso, por ejemplo, «de los náufragos») - son supuestos en los que el Estado se abstiene de castigar porque, por ejemplo, en el caso del náufrago, se comprende que éste, para salvar su vida, haya decidido acabar con la vida del otro náufrago asido al salvavidas que no soporta el peso de los dos, y en el caso del aborto, porque comprende la situación por la que atraviesa la madre y comprende que quiera hacerse interrumpir el embarazo (para salvar su propia vida, salvaguardar su salud, porque el embarazo es producto de una violación, luego de un delito por ella sufrido, o bien porque tener un hijo con graves taras físicas o psíquicas constituye una excesiva carga que no se le puede exigir) y, por ello, el Estado renuncia a la pena, aunque no apruebe el aborto.

En resumen, no es posible justificar el exterminio de vida humana, luego el ordenamiento jurídico no puede aprobar el aborto, aunque puede comprender que, concurriendo determinadas circunstancias (indicaciones), sistema que cuenta con la aprobación del Tribunal Constitucional, no se pueda exigir otro comportamiento y, por ello, renuncie a la pena, aunque no a expresar la desaprobación del hecho realizado. Se produce así un mejor equilibrio en el conjunto de los intereses a proteger, ponderando los distintos factores concurrentes, y no sólo los de la mujer, aunque no cabe duda que deberían potenciarse las ayudas sociales para las mujeres embarazadas que las necesiten, no sólo en cuanto a la cobertura sanitaria necesaria durante el embarazo y el parto, sino también en cuanto a las posibilidades de poder afrontar dignamente la maternidad, asegurándose "políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las familias" (Encíclica Evangelium vitae), especialmente de las más necesitadas: es la responsabilidad moral de toda la colectividad.


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