Poco después de cumplirse los dos años de vigencia de la prisión permanente revisable, en vigor desde el 1 de julio de 2015, se ha aplicado por primera vez en nuestro país esta pena, la más grave de las previstas en el Código Penal, en el conocido caso del “parricida de Moraña”, condenado por un tribunal popular de la Audiencia Provincial de Pontevedra por dos delitos de asesinato, castigados cada uno de ellos con prisión permanente revisable.
En este caso, el acusado confesó los hechos, el doble asesinato de sus dos hijas, de cuatro y nueve años de edad, utilizando para ello una sierra radical, luego de haberlas drogado con ciertos fármacos, hechos que sucedieron pocas semanas después de la entrada en vigor de la Ley Orgánica 1/2015[1], que incorporó a nuestro sistema penal aquella pena.
La condena tuvo lugar luego del veredicto unánime de culpabilidad emitido por el jurado, dado que el acusado había confesado y aceptado todos y cada uno de los hechos imputados. Se trata, además, de una sentencia firme, luego inmodificable, dado que las acusaciones y la defensa manifestaron su intención de no recurrirla, por lo que la Magistrada presidente del Tribunal del Jurado pudo decretar su firmeza.
Al haber sido condenado por dos delitos castigados con prisión permanente revisable, el tiempo mínimo de cumplimiento para poder acceder al tercer grado (semilibertad) será de 22 años (art. 78 bis 1 c) CP), progresión de grado que deberá ser autorizada en su día por el tribunal, previo pronóstico individualizado y favorable de reinserción social, oídos el Ministerio Fiscal e Instituciones Penitenciarias, y el tiempo de cumplimiento íntegro de la pena previo a la revisión será de 30 años (art. 78 bis 2 b) CP). Es decir, una vez clasificado el penado en tercer grado, en un tiempo mínimo de 22 años, habiendo disfrutado previamente de permisos de salida, cumplido el tiempo de extinción de 30 años, y concurriendo un pronóstico favorable de reinserción social, el tribunal podrá acordar la suspensión de la ejecución del resto de la pena, que se traduce en la libertad condicional, cuya duración es de 5 a 10 años, pudiendo quedar sometido el penado a una amplia variedad de prohibiciones, deberes, condiciones y medidas de control, durante ese período de tiempo, orientadas tanto a garantizar la seguridad de la sociedad, como a asistir al penado en esta fase final de su reinserción social, y cuyo incumplimiento podrá determinar la revocación de la libertad. Si, por el contrario, cumplido el tiempo mínimo de la pena, no concurrieran los presupuestos necesarios para recuperar la libertad, el tribunal fijará un plazo para llevar a cabo una nueva revisión de su situación (la revisión es posible cada 2 años la prisión, e incluso lo podrá hacer a solicitud del penado).
II
Esta pena ha sido objeto de numerosas críticas en nuestro país, aunque tampoco han faltado voces autorizadas a favor, estando pendiente de resolución un recurso de inconstitucionalidad por el Tribunal Constitucional, que habrá de pronunciarse sobre la pretendida vulneración de los arts. 15 y 25.2 CE.
En mi opinión, independientemente de la cuestión sobre la necesidad o no de haber incorporado a nuestro sistema penal la prisión permanente revisable, pues en la VI Legislatura[2] tuvo lugar la importante reforma operada por la ley Orgánica 7/2003, de 30 de junio, sobre cumplimiento íntegro y efectivo de las penas[3], que endureció el sistema de penas, y que acaso hubiera sido más conveniente que en la reforma que la introdujo se hubiera llevado a cabo una revisión profunda de las diferentes penas, pues ahora tenemos, por un lado, penas de muy larga duración y, por otro lado, la pena de prisión permanente revisable, lo cierto es que no hay que olvidar que esta última pena sólo está prevista para supuestos de excepcional gravedad, como es el caso de los asesinatos especialmente graves (asesinato de menor de 16 años o persona especialmente vulnerable, asesinato que tiene lugar después de cometer el autor un delito contra la libertad o indemnidad sexual sobre la víctima, y asesinato que se comete perteneciendo a una organización criminal)[4], y que se trata de una opción político-criminal plenamente legítima, que es además predominante en los países de nuestro entorno cultural y geográfico. Y aunque la revisión de esta pena no es posible hasta transcurridos, al menos, 25 años, no hay que olvidar que a partir de los quince años (22 en el caso del “parricida de Moraña”) el penado, si hay un pronóstico favorable de reinserción social, podrá acceder ya al tercer grado y, previamente, a permisos de salida, todo ello con la finalidad de preparar al penado para su adecuada vuelta a la vida en libertad.
La prisión permanente revisable no renuncia a la reinserción del penado, pues una vez cumplida una parte mínima de la condena, habrán de valorarse las circunstancias del penado y del delito cometido y se podrá revisar su situación personal, aunque, como parece razonable, ese tiempo mínimo de cumplimiento para poder acceder a la revisión de la pena depende de la cantidad de delitos cometidos y de su naturaleza y, concretamente, va desde los 25 a los 35 años; en dicha revisión, una vez acreditado un pronóstico favorable de reinserción social, una buena prognosis de comportamiento futuro, el penado puede obtener una libertad condicionada al cumplimiento de ciertas exigencias, en particular, la no comisión de nuevos hechos delictivos, alejando así toda duda de inhumanidad de esta pena, pues garantiza un horizonte de libertad para el condenado.
En este sentido, la exposición de motivos de la Ley Orgánica 1/2015 decía que la pena de prisión permanente revisable no constituye “una suerte de «pena definitiva» en la que el Estado se desentiende del penado”, sino que, “al contrario, se trata de una institución que compatibiliza la existencia de una respuesta penal ajustada a la gravedad de la culpabilidad, con la finalidad de reeducación a la que debe ser orientada la ejecución de las penas de prisión”.
III
No cabe duda que la referida Ley Orgánica 7/2003, de 30 de junio, de cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, en la línea de lo que posteriormente se plasmara en la «doctrina Parot», representó un evidente endurecimiento del tratamiento punitivo en supuestos de gravedad, como es el caso de los delitos de terrorismo, al incluir medidas de reforma para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas (acceso al tercer grado; límite máximo de cumplimiento de la pena de prisión; cómputo para los beneficios penitenciarios; libertad condicional). Así: en el art. 36, referido al tercer grado, introdujo el llamado «período de seguridad», de manera que respecto a delitos castigados con pena superior a cinco años de prisión la clasificación en el tercer grado sólo se podrá efectuar una vez cumplida la mitad de la pena impuesta; en el art. 76 se modificaron los máximos excepcionales de la pena de prisión, pudiendo llegar hasta los 40 años, cuando se cometan dos o más delitos, y al menos dos de ellos (uno en los casos de terrorismo) estuviese castigado con pena de prisión superior a 20 años; en el art. 78 se previó que los beneficios penitenciarios, permisos de salida, clasificación en tercer grado y cómputo de tiempo para la libertad condicional, en supuestos de gravedad (cuando a consecuencia de las limitaciones del art. 76.1 la pena a cumplir resultase inferior a la mitad de la suma total de las impuestas), “se refieran a la totalidad de las penas impuestas en las sentencias”, incorporándose también períodos mínimos de cumplimiento efectivo de las condenas para acceder al tercer grado (que quede por cumplir una 5ª parte) y a la libertad condicional (que quede por cumplir una 8ª parte) en el ámbito de los delitos de terrorismo y delitos cometidos en el seno de organizaciones criminales.
En fin, en aquella reforma legislativa se abordó la cuestión relacionada con las penas de larga duración, que es la otra solución legislativa que se da frente a delitos de extrema gravedad, y con la acumulación de condenas, elaborándose más tarde la llamada «doctrina Parot»[5], que permitió aplicar los preceptos del Código penal de 1973 vigente al momento de la comisión de los hechos por quien fue condenado, si bien con arreglo a una nueva interpretación sobre el cómputo de las redenciones de penas por el trabajo, sólidamente construida por el Tribunal Supremo.
En efecto, el Pleno de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (Sentencia 197/2006, de 28 de febrero) pudo racionalizar la aplicación de los criterios propios de la acumulación de condenas, haciendo efectivo el cumplimiento de la pena impuesta, en casos de tan extrema gravedad como aquellos a los que se refería dicha doctrina, al permitir computar los beneficios penitenciarios, no sobre el tope máximo de la pena aplicable (treinta años en el caso de Henri Parot, condenado a cerca de cinco mil años de prisión), sino sobre cada una de las condenas impuestas. Se trataba de una nueva interpretación del Pleno del alto Tribunal sobre la forma de calcular, en adelante, los beneficios penitenciarios, expresión de la razón y el sentido común, basada en sólidos argumentos, y que desde la reforma operada por la Ley Orgánica 7/2003, como dije, aparecía ya plasmada legislativamente en el art. 78 del Código Penal. Una doctrina que recibió el aval del Tribunal Constitucional, especialmente en su Sentencia 39/2012, negando que en el caso planteado nos encontráramos en el ámbito propio del derecho a la legalidad penal del art. 25.1, afirmando que de lo que se trataba más bien era de la ejecución de una pena privativa de libertad, cuestionándose el cómputo de la redención de penas por el trabajo, “sin que de la interpretación sometida a nuestro enjuiciamiento – añadía – se derive ni el cumplimiento de una pena mayor que la prevista en los tipos penales aplicados, ni la superación del máximo de cumplimiento legalmente previsto”.
En cambio, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en su Sentencia de 10 de julio de 2012, entendió que esta doctrina vulneraba la irretroactividad de las penas, previsto en el art. 7 de la Convención Europea de Derechos Humanos, que reconoce el principio de legalidad penal y el derecho a la libertad personal del art. 5 del mismo Convenio, argumentando en tal sentido que como existía, a su juicio, una jurisprudencia favorable al cómputo de las redenciones de penas por el trabajo sobre el máximo de cumplimiento de la pena fijado en treinta años, el nuevo criterio favorable a la aplicación de aquellas redenciones de penas sobre cada una de las condenas impuestas, no sobre el máximo, lo que supone en la práctica el cumplimiento de la pena máxima, implicaba la vulneración de los referidos preceptos de la Convención. Se apartaba así el Tribunal Europeo de lo que había venido sosteniendo hasta entonces, en el sentido de que las cuestiones relativas a la ejecución de la pena impuesta, no a la pena misma, no afectan al derecho a la legalidad penal, en la medida que no impliquen una ejecución de la pena más grave que la prevista en la ley.
La anterior sentencia fue recurrida ante la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que falló igualmente en contra de la «doctrina Parot». Este Tribunal no percibió que una cosa es la aplicación del límite máximo de cumplimiento de la pena privativa de libertad, que en ningún caso se había negado, pues una pena superior, sin duda, sí que hubiera supuesto una palmaria vulneración del principio de legalidad penal, y otra diferente cómo deba calcularse dicho límite, algo sobre lo que se pronunció con argumentos plausibles y muy razonables el Pleno de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo en la sentencia que plasmó la «doctrina Parot», acabando así con la excesiva generosidad que suponía la práctica imperante hasta entonces, que a nuestro juicio ni vulnera el principio de legalidad, pues no aplicaba retroactivamente ninguna norma penal desfavorable, ni su interpretación, pues si al sujeto se le había hecho ya la liquidación de la condena y se le había puesto fecha para su excarcelación en resolución firme, ésta era inmodificable, como reiteradamente lo venía afirmando el Tribunal Constitucional, ni vulnera el principio de igualdad en la aplicación de la ley, al estar razonado el cambio de orientación jurisprudencial, ni el derecho a la libertad del art. 17.1 de la Constitución, pues aunque es cierto que este derecho fundamental puede ser vulnerado como consecuencia de la forma de ejecución de la condena en relación con el cómputo del tiempo en prisión, por ejemplo en el caso de inaplicación de las disposiciones relativas a la refundición (art. 76 del Código Penal), que supondría una prolongación indebida de la privación de libertad, al permitir aquellas disposiciones que se inaplican una reducción del máximo de cumplimiento de la pena de prisión, lo cierto es que en los casos en los que se aplicaba la «doctrina Parot» en modo alguno se dejaba de aplicar norma alguna que pudiera tener aquel efecto ni, por supuesto, se privaba a nadie de libertad fuera de los casos previstos en la ley penal.
IV
En nuestro reciente panorama legislativo, e incluso jurisprudencial, ha habido, pues, dos momentos claves para el sistema de penas: el de la Ley Orgánica 7/2003, de cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, conjuntamente con la Sentencia del Tribunal Supremo 197/2006 (“doctrina Parot”), que reinterpretó la forma de computar la redención de penas por el trabajo, y el de la Ley Orgánica 1/2015, que introdujo la prisión permanente revisable, que ahora, en el caso del “parricida de Moraña” se ha aplicado por primera vez.
En el derecho penal moderno hay ciertos principios que todo legislador debe respetar[6], pues sólo así quedará legitimado ese poder sancionatorio que representa el derecho penal. Y entre esos principios se encuentra el de humanidad y el de la reinserción social, principios que no tiene por qué vulnerar la prisión permanente revisable ni cierto endurecimiento del sistema punitivo para casos de extrema gravedad, como es, sin duda, el caso aquí contemplado.
Una manifestación clara del principio de humanidad es que las penas privativas de libertad, independientemente de otras funciones que se le puedan asignar, estén orientadas a la reeducación y reinserción social. Una pena privativa de libertad que excluya la posibilidad de un tratamiento resocializador y, en consecuencia, la puesta en libertad del condenado, una vez cumplido un determinado período de años, sería una pena carente de legitimidad, por ser contraria al principio de humanidad que debe regir el derecho penal.
En España vivimos durante mucho tiempo una situación de permanente amenaza terrorista, que llevó incluso hace ya años a un replanteamiento de la duración máxima de la pena privativa de libertad y al debate social sobre la incorporación de la pena de prisión a perpetuidad, culminado con la Ley Orgánica 1/2015 que introdujo la prisión permanente revisable. Desde luego, no cabe duda que cuando la sociedad se rebela frente a la injusticia del terrorismo y de otros crímenes que tanto daño hacen a la normal convivencia, procediendo tal actitud no ya sólo de personas del entorno de las víctimas sino de un sentir generalizado de la colectividad, conmocionada por esos crímenes de tan extrema gravedad, es porque la confianza general en la vigencia de las normas quebrantadas por sus responsables se encuentra cuestionada, en entredicho, exigiendo aquélla una mayor reacción jurídico penal que permita ratificar contundentemente la vigencia de las mismas. Ello es perfectamente legítimo y está claro que los gobernantes no pueden desatender tales inquietudes, si éstas se manifiestan como serias, y no meramente coyunturales, producto de ciertos acontecimientos puntuales. Y deben hacerlo, claro está, dentro de los principios que rigen en el derecho penal, decisiones previas a la ley, que gozan de consenso científico, que no pueden desconocerse por los legisladores.
Tanto una pena privativa de libertad de por vida, sin mecanismo alguno de revisión, o con revisión tras un período excesivamente largo de cumplimiento, como una pena privativa de libertad de larga duración de cumplimiento efectivo, por más que pudiera demandarlas ocasionalmente la sociedad, ante determinados hechos, serían penas incompatibles con el principio de humanización de las penas y del derecho penal.
Hay que rechazar la tendencia oportunista de algunos legisladores hacia el populismo punitivo, empujados no pocas veces por los medios de comunicación, en la creencia de que un endurecimiento de las penas, y del sistema penal en general, permite una más eficaz protección y seguridad de la sociedad y sus intereses frente a la delincuencia, olvidando que la mejor manera de lograr estos deseables objetivos es a través de la recuperación social del delincuente, una pretensión básica en el marco de un derecho penal basado en el principio de humanidad[7], y que en nuestro país representa un mandato constitucional.
V
En efecto, el art. 25.2 de la Constitución deja claro que tanto las penas privativas de libertad como las medidas de seguridad “estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”. Ello significa que tanto una pena a perpetuidad, como una pena de prisión de larga duración con cumplimiento íntegro, chocarían frontalmente con la Constitución, desde el momento en que harían imposible la reinserción y reeducación del penado a la que se refiere aquel precepto constitucional, vulnerando además el art. 15 del texto constitucional, que prohíbe las penas inhumanas o degradantes, así como la propia dignidad de la persona, a la que se refiere el art. 10 de la Constitución como uno de los fundamentos del orden político y de la paz social, y de la que no están privados quienes sufren una condena, por muy grave que sea. Con arreglo a estos preceptos constitucionales, tanto la pena a perpetuidad, como las penas de prisión de larga duración de cumplimiento efectivo, serían inviables. Dicho con otras palabras: para que la pena privativa de libertad pueda contar con la necesaria legitimidad constitucional, a la vista de los mencionados preceptos de la Constitución, debe configurarse la pena privativa de libertad de manera tal que en sí misma no excluya la posibilidad de un tratamiento resocializador y, en consecuencia, la puesta en libertad del condenado, una vez cumplido un determinado período de años.
Pero no se trata de una cuestión que deba asociarse exclusivamente a la duración en abstracto de la pena prevista: una pena de prisión a perpetuidad, si resulta que es revisable, como ocurre con nuestra prisión permanente revisable, al cumplirse un número razonable de años de privación de libertad, permitiendo que el sujeto, ya en condiciones de ser reinsertado a la sociedad, pueda quedar en libertad, puede ser perfectamente constitucional; mientras que, por el contrario, una pena de privación de libertad, aun no siendo perpetua, puede ser inconstitucional si resulta que en un elevado número de años no permite en modo alguno la puesta en libertad del sujeto. Es decir, en el caso de la pena perpetua de privación de libertad, ésta sería inconstitucional si fuera contraria a los principios del derecho penal moderno (principios de humanidad y resocialización), no por el hecho en sí mismo de la duración prevista en abstracto. Lo mismo se puede decir respecto a penas con máximos exagerados, si frustran la resocialización, esto es, la reinserción del condenado en la vida social.
En definitiva, se trata de armonizar aquellos principios innegables, que deben orientar, sin duda, las penas privativas de libertad, con el interés de la propia sociedad en su conjunto que reclama una mayor seguridad y reacción del Estado frente a ataques intolerables y graves como los del terrorismo, asesinatos especialmente graves o supuestos de delitos de genocidio y de lesa humanidad.
Por lo general, la sociedad tiende a creer que la seguridad, que permanentemente reclama, depende de la severidad de las penas con que se deben amenazar determinadas conductas, algo que no es del todo cierto (empíricamente, al menos, no es demostrable), pues no hay mejor prevención y seguridad que la resocialización de los condenados, incluso para los casos de extrema gravedad. Hay que terminar con la creencia de que el derecho penal es un «arma» y que su función es «la lucha contra la delincuencia», como si los delincuentes fueran los enemigos de la sociedad. El fenómeno de la delincuencia es un fenómeno de política social, un fenómeno, pues, de mayor complejidad, y no cabe duda que si la sociedad logra recuperar a los delincuentes, logrará la mejor protección y seguridad posible.
Por eso, la tarea que siempre se debe llevar a cabo en toda reforma referida al sistema penológico, no sólo es una tarea técnica, sino también una tarea de transformación de la conciencia pública en torno al tratamiento que el Estado debe dar al delito y la pena.
En España, pues, la reinserción social constituye un mandato objetivo del constituyente al legislador referido a la configuración de la ejecución penal. Así, ya el Auto del Tribunal Constitucional 486/1985, de 10 de julio, dejó claro que “lo que dispone el art. 25.2 es que en la dimensión penitenciaria de la pena se siga una orientación encaminada a la reeducación y reinserción social, mas no que a los responsables de un delito, al que se anuda una privación de libertad, se les condone la pena en función de la conducta observada durante el período de libertad provisional”. En el mismo sentido, en su Sentencia 2/1987, de 21 de enero, el Tribunal Constitucional, en una línea jurisprudencial que viene siguiendo hasta la actualidad, reconoce la importancia de este principio constitucional, que debe orientar toda la política penitenciaria del Estado, aunque aclarando que “el art. 25.2 no confiere como tal un derecho amparable que condicione la posibilidad y la existencia misma de la pena a esa orientación”.
Es decir, la reeducación y la reinserción social no pueden constituir el único fin de la pena privativa de libertad, pues si así fuera el recurso a dicha pena debería quedar exclusivamente vinculado con la tendencia del autor del delito a reincidir, permaneciendo impunes muchos delitos en los que no se diera tal tendencia, por ejemplo en aquellos supuestos de delitos graves en los que es muy improbable que pudieran volver a repetirse las circunstancias que motivaron la actuación del delincuente y, por el contrario, otros muchos delitos referidos a hechos de menor gravedad deberían estar castigados con penas más graves, al concurrir un claro factor de multirreincidencia, existiendo reducidas posibilidades de resocialización. Naturalmente, lo anterior no sería admisible desde un punto de vista político criminal, pues si no hay peligro de reincidencia, la pena justa sería innecesaria, inútil, y si hay peligro de reincidencia, la pena justa sería igualmente inútil. Por tanto, no parece que sea constitucionalmente ilegítimo, a pesar de lo que establece el art. 25.2 de la Constitución, que se contemplen otros fines de la pena, como, por ejemplo, el de la expiación, retribución, o el de la prevención general, tanto negativa como positiva. Pérez del Valle, por ejemplo, en una novedosa obra, rechaza que la pena pueda concebirse como prevención, afirmando que “la pena es retribución (castigo para el culpable proporcionado a la gravedad de la culpabilidad del autor en el delito) mediante la expiación (sufrimiento que muestra la desaprobación social de la conducta)”[8], aclarando que expiación implica “ratificación de la vigencia de las normas como exigencia del bien común”[9], aunque ello no debe suponer en ningún caso que se elimine totalmente la finalidad resocializadora”[10].
[1] V., sobre esta reforma, Alcalá, R., Jaén Vallejo, M., Martínez Arrieta, C. y Perrino Pérez, A., “La reforma del Código Penal. Principales modificaciones introducidas por la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23-11, del Código Penal”, Revista electrónica El Derecho, abril 2015. Más ampliamente, Jaén Vallejo, M. y Perrino Pérez. A., La reforma penal de 2015 (Análisis de las principales reformas introducidas en el Código Penal por las Leyes Orgánicas 1 y 2/2015, de 30 de marzo), Madrid, 2015.
[2] En esta Legislatura se creó una comisión técnica para estudiar el sistema de penas del Código Penal, bajo el mandato del Ministro Ángel Acebes, y estaba integrada por juristas, jueces, fiscales y abogados, entre los que se encontraba el presidente de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, Luis Román Puerta y el teniente fiscal del alto tribunal José María Luzón, presidida por el entonces director general de política legislativa y profesor de derecho penal, Francisco Bueno Arús.
[3] A partir de entonces, aunque el máximo de cumplimiento de la pena no puede exceder del triple del tiempo por el que se le imponga al condenado la más grave de las penas, sin exceder los 20 años, excepcionalmente, en los casos previstos en el art. 76, la pena puede llegar, según la hipótesis concurrente, a los 25, 30 o incluso 40 años de privación de libertad.
[4] También se prevé esta pena en los casos de homicidio del Rey o del heredero de la Corona, terrorismo con resultado de muerte, homicidio de jefe de Estado extranjero u otra persona internacionalmente protegida por un Tratado que se halle en España, y en los casos graves de genocidio y delitos de lesa humanidad.
[5] V. al respecto, Jaén Vallejo, M., “La relación entre la ley y su interpretación a propósito del debate sobre la «doctrina Parot»”, Revista electrónica El Derecho, 5 de septiembre de 2012, y, del mismo autor, “El Tribunal Europeo de Derechos Humanos falla en contra de la «doctrina Parot»”, Revista electrónica El Derecho, 22 de octubre de 2013.
[6] Cfr., en este sentido, Bacigalupo, E., Principios de derecho penal, parte general, 2ª edición, Madrid, 1990, p. 16; cfr. también, Jaén Vallejo, M., Los principios superiores del derecho penal, Cuadernos “Luis Jiménez de Asúa”, Madrid, 1999, p. 4, y Mir Puig, S., ampliamente, en su importante obra El derecho penal en el Estado social y democrático de Derecho, Barcelona, 1994.
[7] V. Agudo Fernández, E., Jaén Vallejo, M. y Perrino Pérez, A., Penas, medidas y otras consecuencias jurídicas del delito, Madrid, 2017, p. 225.
[8] Pérez del Valle, C., Lecciones de Derecho Penal. Parte General, Madrid, 2006, p. 34.
[9] Ibídem.
[10] V., en este sentido, Bacigalupo, E., “Sobre la reclusión perpetua”, en su obra Teoría y práctica del derecho penal, tomo II, Fundación Instituto Universitario de Investigación José Ortega y Gasset, Madrid, 2009, p. 960.
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