Las aspiraciones que nuestros antepasados tenían en creer en un verdadero  funcionamiento de la administración de justicia, no eran muy distintas a los valores que añoramos hoy en día: cercana, autónoma, eficiente, rápida y eficaz.

Reformas transversales de la justicia en España: más allá de pactos fugaces, más allá de las utopías

Tribuna Madrid
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Hoy, siglo XXI, la sociedad española, el justiciable, pide exactamente lo mismo. Que el problema enmarañado de la Justicia, es un conflicto irresoluble, es un hecho a luz del día. Un problema endémico, que pervive a lo largo de la historia,  y que no refleja más que la pugna entre edad moderna y contemporánea, movido sobre dos elementos, uno de continuidad y otro, de ruptura. Una lucha cronológica entre dos cabezas de poder, con efectos en el presente de una sociedad que reclama ávidamente tutela judicial efectiva. Una lucha, entre Poder y Administración. Una lucha entre Poder Judicial y Poder Ejecutivo.

En el aparato de la vieja Francia, del siglo XVIII se reconocía, una lucha entre «justicia» y «administración», una lucha entre justice deleguée y justice retenue. Por una parte, se encontraban los detentadores ordinarios y permanentes de la jurisdicción; por la otra, los que la ejercitaban en alguna porción, directamente en nombre del soberano y que podían ser removidos por él en cualquier momento. Pero siempre se trataba de jurisdicción: el intendente derivaba su autoridad  en materia fiscal y de policía del propio derecho a conocer de los litigios correspondientes con exclusión de cualquier corte de justicia; el mismo Consejo del Rey era antes que nada la corte de justicia del soberano; y el choque entre el monarca y los Parlamentos se resolvía a golpes de avocaciones, es decir a través de instrumentos de tipo estrictamente procesal.

Como vislumbraba Tocqueville, poniéndole voz a un malestar difundido entre sus coetáneos, el nacimiento del poder judicial contemporáneo coincide con la pérdida de su capacidad para gobernar aquellos sectores de las relaciones sociales que poseen una más clara equivalencia política y que, por lo tanto, en cierto sentido, habrían debido gozar de una tutela más intensa.

Recordaba Carnelutti, que la actividad de que resulta  el ejercicio de la función judicial no proviene de un hombre sólo; junto al juez están otros hombres, otras personas, las cuales forman parte de la propia función, las exigencias de la Administración de justicia no podrían ser satisfechas si la función judicial fuese confiada a una sola persona. El órgano judicial u oficio judicial es pues un conjunto de o reunión de personas (universitas personarum) a quienes se encomienda el ejercicio de la “función judicial”.

El abandono del paradigma del juez-administrador, se conecta entonces estrechamente con el fin del antiguo pluralismo y el nacimiento de una sociedad civil moderna, compuesta por simples individuos. En este sentido, ello representa sin duda el desenlace de una tensión que es tan antigua como la monarquía absoluta, esta institución eternamente ocupada en ganarse una autonomía frente a los viejos cuerpos con los que también está aliada, intentando por todos los medios crearse aparatos más dóciles que aquellos que la tradición le ofrece.

Nuestro modelo organizativo de justicia, y también el modelo de juez, se haya enraizado en modelo de la justicia de Montesquieu, descrito para una sociedad rural del siglo XVIII. El juez, escribe, siempre ha sido una «figura inquietante», connotada «de una natural arrogancia»  a causa de su poder directo, «terrible» como lo denominó Montesquieu, sobre las personas. Una judicatura estratificada en “superiores” e “inferiores”, donde los de arriba someten a los de abajo, no es la mejor escuela para quienes deben dirimir conflictos en una sociedad democrática. Gobierno judicial democrático y eliminación de la “superintendencia” de los tribunales superiores son también pasos decisivos: una organización judicial moderna y flexible, en la que desaparezcan las pirámides de cuño monárquico y aristocrático y se rompan los “techos de cristal”.

A pesar de ciertos avances acontecidos, el Poder Judicial en España, no ha experimentado ese tránsito a la democratización. Los Pactos políticos de la Justicia atisbaron una loable intención de profundizar el establecimiento de un llamado “servicio público de la Justicia” pero han resultado inútiles. Desde hace años, constituye un tópico para muchos, atribuir al calamitoso estado de la Justicia gran parte de los problemas institucionales que asolan al país.  Y es así, la crisis de la Justicia es reflejo de la crisis del Estado. Y que la crisis de la justicia incide en el orden socioeconómico de un país. 4.500 millones de euros inmovilizados a la espera de una resolución judicial, según último informe del CGPJ[1].

Nadie podría predecir, la situación kafkiana que íbamos a sufrir en nuestras carnes a diario en los Juzgados, cuando el Tribunal Constitucional español, en los años 90, asentó en las SSTC 56/ y 62/1990, el difícil trabalenguas de “la administración de la Administración de justicia”,  para resolver los conflictos de competencia del Estado y de las CCAA en justicia. Nadie  preveía que esto lejos de ser la solución a la Justicia iba a constituir el verdadero problema de la misma. Los más realistas, abogaban por que el legislador pusiese orden, bien con una ley de armonización u otros instrumentos constitucionales disponibles en el momento, por ejemplo. Pero no fue así. Las diferencias entre cada una de las CCAA en materia de justicia, dependen de sus presupuestos, y otros factores exógenos y lo que es peor, la concepción de servicio público estatal, no está presente, está ausente. Se vislumbran diferencias importantes entre unas y otras, (en medios en respuestas, en infraestructuras etc.). Diferencias y desigualdades en la justicia del día  a día para los mismos ciudadanos de un mismo país.

Una doctrina de Tribunal Constitucional, para “salvar en el último minuto” el redactado del art. 149.1.5 CE, sin dar vestimenta,  ni andamiaje, al cómo, al por qué, al para qué y al qué.  Se trató de un juego político con acuerdos con 12 Comunidades autónomas con competencias transferidas. La justicia como servicio público no estaba en la negociación. Era la justicia como “servicio público”, la importante  “carta”, que se jugaba. Pero se complicó tanto el difícil entendimiento entre varias administraciones organizativas: Comunidades Autónomas y Estado Central que todavía estamos sufriendo los conflictos de este “matrimonio destinado a entenderse”, tanto, que hoy tras casi veinte años, los males de la administración de la Administración de justicia, los padecemos diariamente, y lo peor,  están sin resolver.

De aquellos polvos, estos lodos.

El modelo del sistema de la estructura judicial española, ha fracasado por agotamiento. Esto no es novedoso. Es tan palpable la afirmación como que la luz que nos alumbra cada día, y como la luna cuando anochece.

Las transformaciones sociales, los nuevos y viejos problemas de la sociedad tecnológica, las nuevas formas de criminalidad,  la complejidad en las relaciones comerciales de la sociedad de mercado europea, exigen abordar una reforma a fondo el modelo de justicia que queremos, como lo están afrontando otros países de nuestro entorno, por ejemplo Francia. Junto con la educación, son las asignaturas pendientes de la democracia constitucional de 1978, sobre la base de otorgar legitimidad democrática y convertir el poder judicial en un auténtico contrapeso de los demás poderes del estado.

Corren vientos propicios para la reforma judicial de España, pero eso no será factible si no se afronta de una vez por todas, una política de responsabilidad. Quienes se acerquen al tema de la manida necesidad de la reforma judicial, es prioritario que entiendan que reformar la justicia, no es sólo, ni tampoco, reformar el Consejo General del Poder Judicial. No lo es.  Un órgano de gobierno, no es la Justicia (en mayúsculas), de un país.

La degradación del modelo de justicia alumbrado en 1978, no permite el enésimo parche en las leyes procesales del XIX. No se aguantaría más otro remiendo más. Exige una reforma constitucional. Una reforma que comprenda el sistema de elección de Jueces, la naturaleza del Poder Judicial y el reconocimiento de Letrados de la Administración de Justicia como integrantes del Poder Judicial. Un nuevo acceso a una auténtica carrera judicial, en la que el nombramiento como juez no sea la línea de llegada sino el punto de partida, un nuevo Consejo General del Poder Judicial, un nuevo modelo de Administración de Justicia, a la altura de la modernización de un eficaz servicio público proporcionado al ciudadano, son necesarios. Y también abrir este debate, con responsabilidad, madurez o compromiso.

Creo que ahora es imperante recuperar ese debate sobre la cultura de la jurisdicción y de la humanización de la justicia.

Se decía hace unos diez años, la justicia hay que reinventarla. Y es verdad. Necesitamos grandes “arquitectos de la transformación de la justicia”, que empleen nuevos materiales, nuevas sinergias, que se valgan de imaginación y no sólo de inversión dineraria, lejos del negocio de las grandes multinacionales del sector tecnológico que atrapan sus garras en la justicia desconociendo la esencia de la misma.

El problema es más complicado de lo que nos cuentan. No se resuelve con un Pacto de Estado, ni con dos, ni con tres.  Recuerdo que una vez, en una Sala magnifica del Tribunal Supremo explicando a un grupo de recién ingresados de la Escuela de Judicatura de Croacia, el sistema de división de poderes y el  poder judicial, cuando uno de los alumnos, preguntó sin malicia que quien hacia el presupuesto de la Justicia.  Había que explicarles en un lenguaje sencillo, el complejo engranaje judicial español. Las respuestas y las miradas estupefactas de los oyentes lo decían absolutamente todo. No entendían el galimatías.

La judicatura en general es dedicada, vocacional, esforzad y entregada. Sin embargo, parecen un pequeñísimo grupo de grandes trabajadores a quienes el Estado entrega un cubo y una pala y les manda a construir la muralla china. Lo mismo, a los Letrados de la Administración de Justicia que desde el año 2009 asumen la Dirección de la Oficina judicial, se les ha encomendado multitud de funciones a coste cero, sin darles independencia, en todas sus funciones. El Letrado de la Administración de Justicia tiene la difícil tarea de nadar entre dos aguas, el lado del personal de justicia, y el lado del llamado “poder judicial” al que no pertenece, debiendo serlo, ni tampoco se le nombra en la CE.

 Volvemos al inicio. Tradición y cambio. Todo por hacer.

La cultura democrática de nuestro país, ha crecido cuarenta años de democracia pero un sistema judicial propio de un siglo XVIII. En un brillante debate político con ocasión de la reforma de la LOPJ de 1985,  el diputado Bandrés y Ruiz Gallardón, dos parlamentarios de gran altura, hicieron ver en su entorno que había otra forma de ser juez, fiscal o secretario judicial, que la dominante; que las cuestiones procesales estaban cargadas de implicaciones sustantivas; que los asuntos de la administración de justicia reclamaban intensamente un tratamiento constitucional.

Jueces, Letrados al Servicio de la Administración de Justicia, Fiscales y  funcionarios de la administración de justicia, con quienes trabajo a diario, son admirables en su vocación, en su esfuerzo, y en su tenacidad para que la “muralla de la justicia”, no se derrumbe. Es necesario encontrar un punto de consenso para llevar a cabo una reforma de la administración de justicia, una visión integral que comience por reconocer que el acceso a la justicia es el campo de partida para los demás temas.

Varios retos tenemos por delante, a saber:

- El primero, el sistema del acceso a la carrera judicial. Como señala, el Magistrado Perfecto Andrés Ibáñez, hay que formar a los jueces en serio. Porque lo que está en juego, es otro tipo de operador, que implica y demanda profundamente, un distinto modelo de cultura. Y, consecuentemente, un vehículo distinto del convencional de la tradicional preparación de oposiciones que sea apto para imprimir, ya inicialmente, otro carácter en quien lo sigue.  Formar a un juez, cuesta en España.  Cada juez, depositario de un poder del Estado, se forma en un ejercicio memorístico propio de los grandes cuerpos, que sin duda fortalece el conocimiento y la disciplina pero que quizá, en la era de las TIC, del Internet de las cosas, o en la era de la inteligencia artificial, se podría atemperar con otras capacidades. A estos retos se añade la creciente internacionalización del derecho, con la adopción del Plan Bolonia y el ius commune europeo.  La solución pasa por adoptar un nuevo modelo de acceso “cueste lo que cueste”, inspirados en  seguridad jurídica, transversalidad, transparencia, revolución tecnológica, formación integral en el acceso único a la carreras (Letrados, Jueces y Fiscales), y carrera horizontal para todos ellos.

Es muy criticable, como se decía por Pedraz Penalva, que en la actual normativa se mantenga al Letrado de la Administración (Secretario Judicial) como cooperador con la Administración de Justicia, en pro de su valoración como “personal al servicio” , sin que tal orientación se oriente al reconocimiento pleno y exclusivo de su jefatura en la Oficina judicial, reconociéndose que la realidad de los acontecimientos pasa por un trasvase de personal a la judicatura valorando su formación jurídica que es la misma de jueces y fiscales y las funciones tan amplias, y poco reconocidas, que desarrolla en los Juzgados y Tribunales de toda España.

Donde la reforma de la Administración de Justicia necesita ser más honda y radical es en el secretariado,- como decía el Ministro de Gracia y Justicia Álvaro de Albornoz en su discurso de apertura de los Tribunales “La revolución española y la justicia” (1932)-, los secretarios judiciales representan en nuestros días los últimos vestigios de los antiguos oficios enajenados de la Corona. El secretario judicial es un funcionarlo público, y, sin embargo, el Estado se desentiende casi en absoluto de su función. Urge poner mano firme—sin precipitaciones peligrosas, sin desconocer, y mucho menos atropellar, intereses legítimos— en todo esto  urge por el prestigio del secretariado mismo, en el que abundan los funcionarios extraordinariamente competentes en cosas tan importantes como la práctica judicial.

- Otro de los asuntos preocupantes, que merma la falta de eficacia y agilidad de nuestra administración de justicia es, según estos expertos, la escasez de jueces. Estamos muy por debajo de la media de la UE en el número de jueces por habitante. No sólo no nos acercamos al ratio medio europeo, según el informe de CEPEJ de 2018, –21 jueces por cada 100.000 personas, según la Comisión–, sino que nos faltan 10 jueces por cada 100.000 ciudadanos para alcanzar ese nivel. Necesitamos duplicar nuestra cifra de magistrados y pasar de los 5.155 actuales a unos 9.000 ó 10.000. La media de los jueces de 52 años y en un futuro de menos de diez años se jubilara el 60% de plantilla de la carrera judicial. Un 35% de magistrados del TS se jubilará en un año. Esto es el futuro inmediato y nuestro presente. Existen 5.551 Jueces en toda España, 2.473 Fiscales, y 4.209, Letrados de la Administración de Justicia, según el informe de Justicia Dato a dato del CGPJ. La pirámide poblacional de la justicia nos dice mucho, y en los próximos años, si no se incrementan las plantillas de jueces, experimentaremos una peligrosa huida hacia adelante.

- Una reforma integral de lo procesal, de los “procesos”. Los modelos de procesos son disfuncionales, barrocos, escritos y en la práctica desapegados de la oralidad, ajenos a una ciudadanía que cree firmemente en la idea de la justicia como valor esencial de convivencia y garantía del control de los demás poderes del estado, pero solo está colapsado: no se entiende.

La oralidad, vista desde este prisma democratiza el proceso, ya que impone a quien juzga el contacto directo con las partes y el diálogo entre los mismos. Además, agiliza la solución del conflicto, en la medida en que estimula la concentración de los actos procesales. Con eso estamos diciendo, que el sistema organizativo de nuestra justicia es  del siglo pasado y no se ajusta a las necesidades actuales y por eso, hay que llevar a cabo una reforma profunda y estratégica, para repartir la carga de trabajo de los tribunales más sobrecargados e ir por la senda de la oralidad. España tarda más de 200 días en resolver un litigio en primera instancia y menos de 200 días en segunda instancia. Es uno de los países de la Unión que más tarda en dictar sentencia, como refleja el gráfico correspondiente a los casos que ingresan en el orden Civil. En concreto, está en la quinta posición empezando por la cola.

-Ejecutar lo juzgado es otra vertiente de la función jurisdiccional, como dice el art. 117 de nuestra CE. Hacer cumplir lo juzgado, es otro insondable agujero negro del sistema. Desde el punto de vista de quienes somos Letrados de la Administración de Justicia y tenemos encomendada por ley la ejecución de las resoluciones judiciales y no judiciales, una vez dictada la Orden de ejecución, y con la colaboración de los equipos de trabajo que integran las oficinas judiciales, una mayor eficiencia en el ámbito de las ejecuciones pasaría por contar primero con la implantación total de la Oficina Judicial, segundo que esta Oficina Judicial fuera diseñada otorgando la debida importancia a los Servicios comunes de Ejecución, con la suficiente dotación de Letrados de la Administración de Justicia- y no la actual infradotación, convocando plazas de Directores con perfiles profesionales y económicos atractivos (muchos de los concursos quedan hoy desiertos puesto que la retribución económica asignada no responde a la responsabilidad y carga de trabajo de estos servicios básicos para la eficacia y eficiencia en la ejecución), y tercero, una mejora cualitativa y cuantitativa en los medios materiales con los mismos medios por ejemplo, que la Agencia Tributaria.

Según el último Boletín de 2018 del CGPJ, el número de ejecuciones civiles ingresadas, tanto de títulos judiciales como no judiciales, viene disminuyendo desde el año 2010, aunque ha presentado un importante repunte en 2018. En la jurisdicción penal, en la que las sentencias se ejecutan de oficio, existe el problema de las ejecutorias sin incoar, que al final de 2016 alcanzaba el 3 por cien en los juzgados de instrucción y mixtos, y el 2,4 por cien en los juzgados de lo penal. La pendencia muestra una tendencia decreciente en los juzgados de instrucción y de lo penal hasta 2017, con repunte en 2018. En la jurisdicción social se solicita la ejecución de más del 70 por ciento de las sentencias, aunque en 2017 y 2018 este porcentaje ha disminuido. Es muy criticable que se “critique” los problemas de la ejecución judicial, cuando se han dado ni siquiera las herramientas para soliviantar la carga de los órganos judiciales.

Cualquier análisis somero desde la disciplina de “los costes de la justicia”, se ignora.  La media de inversión de los Estados en Justicia es de 45 euros por habitante, estando España por encima de esa ratio con una inversión de 88 euros per cápita. Portugal, por ejemplo, destina 52 euros y Francia 64 euros. Países más ricos que España como Suecia, Alemania o Suiza invierten 103 euros, 122 euros y 219 euros respectivamente.

En esa situación de abandono permanece, desde hace diez años, el colectivo de los Letrados de la Administración de Justicia. El Letrado de la Administración de Justicia desde su papel de garante del proceso, y de los derechos fundamentales del justiciable,  no se olvide, debe permanecer en el Poder judicial, sin ser moneda de cambio para nada ni para nadie.

Necesitamos ahora más que nunca dar un enfoque integral a la reforma de la Justicia, estable, perdurable en el tiempo y adaptada a realidad de los tiempos que corren, abordarla como un problema de Estado con la adopción de medidas y ejes transversales en favor del acceso a la justicia, priorizando los enfoques de interculturalidad y género.  Europa manda.  La nueva sociedad del siglo XXI manda. Hay que avanzar en la perspectiva de género. Se trata de tomar en consideración, en cada una de las medidas reformadoras, el impacto diferenciado que tienen en varones y mujeres. Ha sido la sociedad, además (sin mecanismos de apoyo del Estado) la que ha transformado la sociología de los jueces (en recuerdo al memorable trabajo del profesor Toharia) en un elemento crucial: la igualdad de género. Un aparato de la justicia donde el papel de la mujer es quizá estadísticamente superior al de los hombres (al menos en número, pues aún es una lucha su representación en las cúpulas judiciales) y que por esa razón ha incrementado la sensibilidad y calidad de sus actuaciones. Algo impensable hace 40 años.

Sobradas razones existen para tomar en serio, una reforma estructural de la Justicia. Pero muy en serio. No sería suficiente un Pacto. No lo sería.

El justiciable es el administrado, es la víctima, es el agresor, es el contribuyente, es el votante, es el habitante, es el ciudadano. No estamos hablando de un extraterrestre en otra galaxia. Es el mismo que también puede ser justiciable como actor, o como demandado, y que, obviamente, necesita si no en término presente sí en términos potenciales, contar con la justicia apropiada. Porque no sabe cuándo le puede tocar, pero en cualquier momento le puede acontecer.

Y concluyo, con las palabras del Marqués de Vadillo, F. González de Castejón y Elio , Ministro de Gracia y Justicia que,  en su Discurso de apertura de los Tribunales allá por el año 1900, expresó: importa mucho y bueno es que insistamos en ello, en ocasión tan solemne, señalar las reformas como una necesidad de la vida jurídica a la manera que lo son y muy precisas en la vida individual; pero en aquellos como en éste, han de acusar su necesidad los hechos, porque el hacerlas puramente utópicas equivale a moverse en el vacío, donde sólo puede existir el caos y del que nada puede salir con vida .

La profunda trasformación que se está realizando en la sociedad española impone nuevos rumbos a la Justicia. Se abre un nuevo tiempo, actuemos y, confiemos en que la transformación transversal de la justicia española, se haga realidad y no caiga en una bella o triste utopía.

[1] “Justicia Dato a Dato”, 2018 CGPJ


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