Que el urbanismo es una función pública me parece difícilmente discutible. Toda la actividad urbanística, independientemente del margen de participación privada que exista, descansa en la atribución y ejercicio de potestades administrativas en todas sus fases de planeamiento, gestión y disciplina urbanística. No es sorprendente que el Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Suelo y Rehabilitación Urbana -«TRLS 2015» en su Art.4 contemple «la ordenación territorial y la urbanística [como] funciones públicas no susceptibles de transacción».
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Se trata, además, de un campo de la actuación administrativa que se ha caracterizado tradicionalmente por ejercerse con un amplio grado de discrecionalidad. ¿Es esta la situación hoy? Supongo que no. Abundantes cuestiones, que pueden calificarse de transversales, inciden en la ordenación urbanística. Destaca el medioambiente, pero hay muchas otras regulaciones de materias, como las relativas, por ejemplo, a las telecomunicaciones, a las vías de comunicación -carreteras, líneas férreas, puertos o al dominio público hidráulico que interfieren. El campo es tan extenso que voy a centrar la atención, siguiendo lo que insinúa el coordinador, en la repercusión que puede tener en el urbanismo el ejercicio de la libertad de establecimiento de los prestadores de servicios.
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Desde esta perspectiva, algunas realidades que, tradicionalmente, no admitían discusión, como la intervención previa de la autoridad pública mediante la técnica autorizatoria, se ven ahora muy matizadas. En efecto, la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea fue estableciendo límites al interpretar que el concepto de restricción a la libertad de establecimiento «abarca las medidas adoptadas por un Estado miembro que, aunque sean indistintamente aplicables, afectan al acceso al mercado de las empresas de otros Estados miembros y obstaculizan así el comercio intracomunitario […]. Pertenece a esta categoría, en particular, una normativa nacional que supedita el establecimiento de una empresa de otro Estado miembro a la expedición de una autorización previa, ya que puede entorpecer el ejercicio, por tal empresa, de la libertad de establecimiento, impidiéndole desarrollar libremente sus actividades a través de un establecimiento permanente» [sentencia de 24 de marzo de 2011, Comisión/España, C-400/08, EU:C:2011:172, apartados 64 y 65].
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El Abogado General Szpunar en las conclusiones presentadas en los asuntos acumulados X y Visser -C‑360/15 y C‑31/16, EU:C:2017:397 enfatizó cómo «el legislador de la Unión consideró que ese enfoque jurisprudencial “caso por caso” no era suficiente para eliminar de forma efectiva los obstáculos que se oponen a la libertad de establecimiento de los prestadores en los Estados miembros». Se imponía, pues, una regulación que se ha materializado en la Directiva 2006/123, relativa a los servicios en el mercado interior -«Directiva de servicios»-, que pretende armonizar las legislaciones de los Estados miembros mediante la promulgación de las disposiciones generales necesarias para facilitar el ejercicio de la libertad de establecimiento de los prestadores de servicios.
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Ahora, independientemente de que exista o no una situación transnacional, los Estados miembros se ven constreñidos, de acuerdo con el artículo 9, apartado 1, de la Directiva de servicios, a supeditar el acceso a una actividad de servicios y su ejercicio a un régimen de autorización sólo cuando se reúnan las siguientes condiciones: a que el régimen de autorización no sea discriminatorio para el prestador de que se trata b que la necesidad de un régimen de autorización esté justificada por una razón imperiosa de interés general y c que el objetivo perseguido no se puede conseguir mediante una medida menos restrictiva, en concreto porque un control se produciría demasiado tarde para ser realmente eficaz -proporcionalidad-.
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La traducción práctica en nuestro derecho se encuentra, con carácter general, en el artículo 69 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, al regular la declaración responsable y la comunicación que se erigen en el medio residual para articular la supervisión administrativa sobre las actividades de los administrados [esta regulación deriva de la introducción del artículo 71 bis en la Ley 25/2009, de 22 de diciembre, de modificación de diversas leyes para su adaptación a la Ley sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio -Ley ómnibus-, dirigida a la transposición masiva de la Directiva de Servicios al derecho español, en relación con el artículo 5 de la Ley 17/2009, de 23 de noviembre, sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio -Ley paraguas-].
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Dejando aparte la cuestión de la no discriminación, el primer punto a considerar es el de la concurrencia de «razones imperiosas de interés general», que define el artículo 4, apartado 8, de la Directiva de servicios como «razón reconocida como tal en la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, incluida, entre otras, la protección del medio ambiente y del entorno urbano». En cambio, los objetivos de carácter meramente económico no pueden constituir una razón imperiosa de interés general.
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Desde la perspectiva de la proporcionalidad, que es la otra gran componente, el Tribunal de Justicia justifica, en el ámbito de la ordenación del territorio y del medio ambiente, la necesidad de una autorización previa cuando «la adopción de medidas a posteriori, si se pone de manifiesto que la implantación de una actividad ya construida tiene un impacto negativo sobre la ordenación del territorio, resulta una alternativa menos eficaz y más costosa que el sistema de autorización previa» [sentencia de 24 de marzo de 2011, Comisión/España -C-400/08, EU:C:2011:172-, apartado 92]. Es en el terreno de la proporcionalidad en el que se va a desarrollar el juego de la técnica autorizatoria y su articulación con la declaración responsable y la comunicación. Así se ve claramente en la redacción del artículo 5, letra c de la Ley paraguas.
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El problema de la aplicación práctica de estos criterios reside en la concreción en el caso particular de si la ordenación del territorio, como razón imperiosa de interés general, está realmente justificada, así como si se utilizan los medios idóneos para alcanzar la finalidad perseguida. Como cuestión casuística que es, habrá que encontrar la solución en cada caso concreto.
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Así, el Tribunal de Justicia en el recurso de incumplimiento C-400/08 -EU:C:2011:172- llegó a la conclusión de que, aunque formalmente se invocasen como razones imperiosas de interés general la ordenación del territorio y la protección del medio ambiente, la regulación del establecimiento de grandes superficies comerciales en Cataluña perseguía objetivos de carácter meramente económico, que no pueden, con arreglo a la jurisprudencia, constituir una razón imperiosa de interés general.
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En cambio, en el asunto C-724/18 -Cali Apartments, C-724/18 y C-727/18, EU:C:2020:743-, se consideró que una regulación que establece un mecanismo de lucha contra la escasez de viviendas destinadas al arrendamiento, con los objetivos de dar respuesta al deterioro de las condiciones de acceso a la vivienda y al aumento de las tensiones en los mercados inmobiliarios, constituye una razón imperiosa de interés general en el sentido del Derecho de la Unión y, en particular, de la Directiva 2006/123. En este caso, estima que es particularmente pertinente la consideración de la protección del entorno urbano como causa de justificación.
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En la misma línea, en el asunto C-360/15 -X y Visser, C-360/15 y C-31/16, EU:C:2018:44- consideró la buena ordenación del territorio como razón imperiosa de interés general respecto de un plan urbanístico municipal que prohibía la actividad de comercio minorista de productos no voluminosos en zonas geográficas situadas fuera del centro de la ciudad a fin de preservar la habitabilidad del área histórica del municipio y evitar la existencia de locales desocupados en esa zona urbana por la fuga de establecimientos minoristas. En todo caso, compete el juez nacional comprobar la evaluación hecha por Administración y que se reúnen, además, los requisitos de no discriminación y proporcionalidad.
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En fin, de lo expuesto creo que se puede llegar a la conclusión de que la función pública urbanística está cada vez más condicionada y que las autoridades administrativas dominan muy limitadamente la situación, al tiempo que son objeto de un control incrementado. Al tratarse de una materia armonizada, los márgenes de maniobra de cada Estado están acotados y la regulación de la Directiva de servicios abre espacios a una iniciativa privada más libre frente a la acción preventiva de la Administración. Al final, es un problema, sobre todo, de justificación de la acción pública en la definición y puesta en marcha de las políticas urbanísticas. La incorporación -voluntaria al club europeo tiene estas consecuencias que hay que aceptar con naturalidad. El sistema normativo de hoy es mucho más complejo que el de hace 35 años. Es una obviedad.
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