Entrevista

«La existencia de un control penal intenso de las manifestaciones públicas siempre refleja la inseguridad de un colectivo social»

Entrevista
Manuel_Cancio_EDEIMA20170215_0003_1.jpg

Entrevistamos a Manuel Cancio Meliá, catedrático de Derecho penal de la Universidad Autónoma de Madrid y firmante del manifiesto en defensa de la libertad de expresión, bajo el lema «Carrero como síntoma».

P: ¿Por qué ha firmado este Manifiesto?

R: Comparto la preocupación de un colectivo de juristas dedicados al Derecho penal por la evolución expansiva de la praxis judicial en materia de delitos de expresión, muy particularmente, del delito de enaltecimiento del terrorismo del art. 578 CP.

Como es natural, que un número importante de profesionales del Derecho dé un paso tan poco común como pronunciarse colectiva y públicamente en contra de determinadas resoluciones judiciales revela que no se trata ni de una mera discrepancia técnica ni de una cuestión menor: al margen de los casos concretos de uso indebido del sistema penal, esta tendencia expansiva pone en peligro al sistema jurídico-político establecido en la Constitución.

P: ¿Cree que los jueces están haciendo una interpretación demasiado estricta de los actuales arts. 578 y 579 (así como el 510)? O, por el contrario, esta interpretación está justificada por la redacción actual de estos delitos en el CP fruto de la reforma llevada a cabo por la denominada "Ley mordaza"? ¿Cree que el Gobierno debería derogar esta Ley?

R: No es posible hablar de una única posición interpretativa en los tribunales españoles a la hora de aplicar los delitos de enaltecimiento de delitos o autores terroristas o humillación de víctimas del terrorismo (art. 578 CP), de difusión de consignas o mensajes favorables al terrorismo (art. 5791.I CP) y de los delitos de incitación al odio (art. 510 CP). Hay distintas líneas a la hora de entender la redacción de estos delitos, y varias de las infracciones relevantes han sufrido profundas reformas el año 2015, de modo que aún no está claro cómo va a ser la interpretación de los tribunales.

En todo caso, cabe constatar que la regulación del Derecho penal español es muy amplia y muy difusa en materia de delitos de expresión. En particular, en el ámbito del Derecho penal antiterrorista, cabe constatar en España una versión particularmente intensa de una verdadera banalización legal del terrorismo. Precisamente en estos casos es especialmente importante la interpretación que haga la jurisprudencia. Sin embargo, no podemos seguir confiando –como muchos hemos hecho– en que determinadas normas legales vagas o sobredimensionadas siempre vayan a ser corregidas por un poder judicial que tenga el sentido común del que el legislador muchas veces carece. Lo que entra en la Ley, tarde o temprano produce una actuación del sistema penal.

Lo cierto es que ha habido y está habiendo en España procesos penales, y también condenas, que suponen una grave quiebra del ordenamiento jurídico y constitucional, puesto que se refieren a hechos que carecen de relevancia penal de modo evidente, y lo hacen en un contexto en el que estos procesos se integran en una determinada estrategia política. En algunas ocasiones, en estos procesos los tribunales que han dictado sentencia –el caso más claro es la reciente sentencia del Tribunal Supremo en el caso de César Strawberry– han hecho una interpretación a mi juicio delirante del delito de enaltecimiento.

Se piense lo que se piense sobre esta infracción –que no existe en los países de nuestro entorno–, lo cierto es que sólo tiene sentido en una situación de una organización terrorista en activo. El especial contexto de presión difusa y amenaza colectiva que supone una organización terrorista en activo, dispuesta a atentar, es lo que es la base de un delito como el de enaltecimiento. Que hoy se condene a alguien por hacer chistes –aunque sean de mal gusto, eso es irrelevante– mil veces oídos sobre la muerte del almirante Carrero Blanco, es decir, que el Tribunal Supremo de la España de 2017 condene a un ciudadano por denigrar, como víctima del terrorismo, al presidente del gobierno de una dictadura militar (torturadora y asesina, no se olvide), muerto en un atentado de una organización terrorista que ya no existe como tal, cometido hace más de cuarenta años, parece un mal sueño, una alucinación. O recuérdese el caso de los titiriteros, en el que un juez central de instrucción que no sabía nada de nada de la obrilla que se representaba, sí confiaba lo suficiente en un atestado policial como para mandar a prisión provisional sin fianza, bajo aplicación de la Ley antiterrorista, a los dos sujetos que manejaban las muñecas… un vodevil, un esperpento. En este sentido, no hay nueva redacción legal que “obligue” a los tribunales a hacer lecturas tan extremadas de las normas del Código Penal. No se trata sólo, entonces, de que esté en juego la libertad de expresión (en el sentido de que pudiera ser una conducta delictiva, pero permitida excepcionalmente por preservar la libertad de expresión)–que también–, es que ya antes de esa consideración, esta clase de condenas parten de una comprensión muy deficiente de la Ley tal y como está en vigor, o sea, que a mi juicio implican mala técnica jurídica.

Desde mi punto de vista –centrado en el Derecho penal–, el endurecimiento de la Ley de seguridad ciudadana, como norma de Derecho administrativo, forma parte de una estrategia conjunta con la reforma penal de 2015, en particular, la reforma de los delitos contra el orden público (especialmente, las infracciones relativas a manifestaciones y reuniones públicas). La idea, creo, es poder dramatizar con medios policiales y penales cualquier protesta ciudadana, usando los procedimientos administrativos y los penales según le convenga en cada momento al poder ejecutivo, dándole un instrumento muy poderoso en la fijación de la agenda informativa (por ejemplo: en el telediario se informa de la detención de x “violentos”; que sean absueltos meses más tarde no tendrá ya repercusión informativa). Comparto la opinión de que la reforma de la Ley de seguridad ciudadana es muy inadecuada. Y en el Parlamento hay una mayoría de fuerzas que votaron en contra de la reforma: la derogación debería haberse producido ya.

P: ¿Podría hacer una comparativa con otros países europeos? ¿Cómo se castigan este tipo de delitos en países de nuestro entorno?

R: Es cierto que en los últimos años se puede apreciar una tendencia europea occidental de “huida al Derecho penal” en el ámbito de la difusión de ideas. Esta tendencia existe desde hace mucho tiempo, y deriva de la idea de que una “democracia militante” no puede permitir (e incluso debe castigar con penas criminales) determinados discursos públicos –como en Alemania es delictivo exhibir los símbolos nazis–, partiendo de la idea de que no se puede ser “tolerante con los intolerantes”. Como es obvio, el acceso masivo a la difusión potencialmente amplísima de toda clase de contenidos que suponen internet y las redes sociales ha echado mucha leña a este fuego.

Sin embargo, aunque puede hablarse de una tendencia europea común, el caso de España es único en Europa occidental: aquí se penaliza la mera manifestación de determinadas ideas, mientras que el denominador común en las regulaciones de los países vecinos (y de las normas de armonización de la UE en esta materia) es la idea de que el comportamiento sólo puede castigarse penalmente si implica graves consecuencias más allá de la mera comunicación, es decir, si lo dicho implica llamar a la violencia, fomentar expresamente la realización de delitos en el futuro. Para encontrar una regulación como la española, en Europa hay que mirar más al Este: Turquía, o la Federación Rusa…

P: En su opinión, en España, ¿por qué son tan reprimidos este tipo de delitos y por qué se acota la libertad de expresión? Dada la actual legislación, ¿cree que podría existir en nuestro país un journal como el «Charlie Hebdo»?

R: Es una pregunta muy difícil. Por un lado, llama la atención el hecho de que esta política represiva comienza en España a partir del año 2000, cuando se introduce el delito de enaltecimiento del terrorismo, y ha ido incrementándose su aplicación de un modo notable últimamente. O sea, que se expande su aplicación en el momento en el que el terrorismo de ETA primero entra en declive operativo, y se agudiza cuando ya no hay terrorismo originado en el separatismo vasco. Por otra parte, seguro que cuarenta años sin libertad de expresión –una experiencia única en los países de nuestro entorno– algo tienen que ver: cuando uno ve los delitos de injurias al Rey (infracción que llevó a la condena de España en el caso Otegi por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos), o el de “ultrajes” a España, a sus comunidades autónomas o sus símbolos, es imposible dejar de ver en ello un relicto autoritario.

Por otra parte, debemos tener en cuenta que la existencia de un control penal intenso de las manifestaciones públicas siempre refleja la inseguridad de un colectivo social. Como es sabido, en los EE.UU. –un país con una identidad nacional fuerte– los tribunales interpretan que actos de rechazo a la nación, como quemar una bandera, deben estar cubiertos por la libertad de expresión. Aquí, en cambio, seguimos con el delito de ultrajes a España o el de injurias al Rey, ofreciendo un campo de juego divertido a quienes queman banderas o fotos del monarca…

En cuanto a la prensa política satírica: nosotros no tenemos nada similar a Charlie Hebdo (y habría que examinar también la situación de la propiedad y dependencias de todos los medios de comunicación en España). Por algo será.