1. Una cosa es que una norma penal sea posible en el marco constitucional y otra muy otra es que además sea buena: que sus previsiones y su aplicación vayan a tener más efectos positivos que negativos y que en ese sentido vayan a mejorar el mundo. Sin embargo, cuando se duda seriamente de la constitucionalidad de una ley, esta diferencia entre su tolerabilidad y su justicia tiende al olvido en la reflexión de quien la propone (el Ministerio de Justicia primero, y el Gobierno después) y de quien la debate y aprueba (el Parlamento).
Recuérdese la polémica en torno a la despenalización de ciertos supuestos de aborto consentido por la gestante o a los delitos de negación del genocidio o de rechazo del conductor a las pruebas de alcoholemia: cuando el Gobierno proyecta una reforma del Código Penal tan incisiva como para que se dude de su ajuste a nuestros valores sociales básicos, no sólo sucede que la discusión se centra en su constitucionalidad, sino que se identifica la respuesta positiva con la bondad de la ley. Si la ley es constitucional, es una buena ley. Y, en incongruente y pernicioso efecto para la racionalidad de la misma, ahí termina la reflexión; donde normalmente debería comenzar.
Lo anterior viene a cuento de la propuesta de reforma penal más agresiva de la etapa democrática, que es la imposición de la cadena perpetua para ciertos delitos muy graves, y del debate que está acompañando la misma, sesgado por sus dudas de constitucionalidad. Afortunadamente no tenemos pena de muerte, pues existe una prohibición constitucional expresa para tiempos de paz – y una prohibición legal y un compromiso internacional de prohibición para tiempos de guerra -, pero parece que vamos a tener prisión de por vida.
Lo que se proyecta es que ciertos asesinatos, el homicidio del Jefe de Estado, de su heredero o de Jefes de Estado extranjeros, y algunos supuestos de genocidio o de crímenes de lesa humanidad lleven aparejada una pena permanente de prisión, cuya continuidad a partir de un período mínimo de veinticinco, veintiocho, treinta o treinta y cinco años, según el supuesto, podrá ser suspendida si existe un pronóstico favorable de reinserción social.
2. "¿Por qué no?", se preguntará el lector conmovido por la sola mención de crímenes tan horrendos. ¿Por qué no reaccionar con tal contundencia si ello puede ayudar a prevenirlos?
A. En primer lugar porque falla la condición de la pregunta, que es la utilidad de la nueva pena. No existen datos empíricos que avalen que nuevos incrementos en penas ya muy elevadas tengan réditos adicionales en la contención del delito, lo que confirma nuestras intuiciones relativas a la dificultad psicológica de proyectarse a muy largo plazo y al pobre peso relativo de tales agravaciones: lo que impresiona al delincuente potencial es la amenaza de una pena muy larga de prisión, sin que frente a ello parezca añadir un efecto intimidatorio relevante el hacerla aún más extensa.
No está de más recordar que en nuestro Código Penal la pena máxima de prisión es, en general, de veinte años (art. 36.1 CP); que para determinados delitos se eleva a los treinta años (arts. 473.2, 485.3, 572.2 y 605.1 CP); que puede darse una condena de cuarenta años en casos de concurso real de delitos (art. 76 CP); y que su cumplimiento puede ser íntegro, sin los acortamientos o la dulcificación que pudieran suponer los beneficios penitenciarios, el tercer grado y la libertad condicional (art. 78 CP). Resulta sorprendente, por cierto, que el debate actual en torno a la constitucionalidad de la prisión permanente revisable no haya venido precedido por el cuestionamiento de esta previsión de 14.600 días de encierro efectivo.
Queda desde luego la amenaza de reincidencia. Pero ésta, muy excepcional tras largos años de prisión (el riguroso estudio realizado en 1977 por Günther Kaiser para el Tribunal Constitucional alemán situaba la tasa de reincidencia de los condenados a cadena perpetua en torno al uno por ciento), lo que cuestiona precisamente es la eficacia resocializadora de las instituciones penitenciarias, o la propia conveniencia de la pena (la amenaza de un mal hacia un sujeto que se autodetermina libremente) como estrategia de control frente a otras medidas alternativas.
B. Más allá de este razonamiento de eficiencia y por encima de él están los argumentos morales. Está la pregunta sobre el freno ético en el castigo. Por mucho que puedan ser útiles para la evitación de las conductas más graves no nos permitimos penas imprecisas, o penas sobre sujetos distintos al culpable (sobre sus familiares, por ejemplo), o penas inhumanas: no toleramos cortar la mano al ladrón reincidente, azotar al defraudador o matar al genocida. No es que seamos débiles o tontos. Es que somos humanos. Como sociedad profesamos ciertos valores básicos y actuamos conforme a los mismos, que es precisamente lo que no hace quien comete un delito, y por ello le calificamos de "delincuente", de abandonador de nuestras reglas fundamentales.
No es, claro, que la nueva prisión permanente revisable comporte la muerte o el castigo corporal del penado. Pero inquieta que, al igual que esas penas indecentes, socave aquellos valores fundantes que recoge la Constitución. Reparen si no en algunos de los límites constitucionales a la facultad del Estado de penar. Como he mencionado, están proscritas las penas imprecisas (art. 9.3 de la Constitución), tanto más cuanto más graves puedan serlo: una de las conquistas del Estado de Derecho fue suprimir el "ya veremos" cómo y cuánto te peno, cuando además el que veía era el juez y no el legislador.
Podemos permitirnos cierta incertidumbre jurídica cuando se trata del acceso a una subvención o de la imposición de una multa administrativa, pero no a la hora de prevenir cuándo podemos dar con nuestros huesos en la cárcel. No a la hora definir qué es un delito o cuánto se nos va a penar. Nos va en ello la seguridad más elemental; nos va en ello, insisto, que el Estado sea de Derecho.
Como colectivo desechamos también las penas inhumanas y las degradantes (art. 15 CE), y nos parece que lo será un encarcelamiento de por vida (Sentencia del Tribunal Constitucional 91/2000), tan cruel quizás como la propia pena de muerte. Así lo expresaban más de trescientos presos italianos cuando se dirigieron en el año 2007 al Presidente de la República: "Estamos cansados de morir un poco todos los días. Hemos decidido morir una sola vez, pedimos que nuestra pena a la cadena perpetua se convierta en pena de muerte".
Y exigimos asimismo que al penado, a todo penado, por bárbaro que haya sido su crimen, se le dé una oportunidad alcanzable de reinsertarse en la sociedad, para lo que a su vez exigimos que la organización de las prisiones depare dicha oportunidad (art. 25.2 CE). Son seguramente intuiciones profundas de justicia las que nos mueven a evitar las penas radicales: no estamos seguros de que nadie sea tan absolutamente culpable como para imponerle una pena absoluta.
¿Respeta la pena ahora proyectada esos límites? Es desde luego una pena indefinida, de "por de pronto" veinticinco o más años. Y luego "ya veremos". Dependerá de una circunstancia de apreciación tan discrecional como es la reinsertabilidad del preso. Tan discrecional y quizá tan difícil: se trata de la resocialización de una persona que ha pasado la mitad de su vida adulta al margen de la sociedad. Se replicará que la pena no es tan incierta; que el primer adjetivo que la califica es "permanente": que se trata de una pena tan precisa y previsible como la duración de la propia vida. De acuerdo. Salvamos la pega de inseguridad jurídica.
Pero entonces el reproche constitucional será mayor, porque en cuanto pena para siempre – lo siempre que pueda ser la vida – será una pena inhumana y excluyente de toda resocialización. Podríamos reiniciar el debate a la inversa: empezar por el inconveniente de la permanencia y, ante la réplica de la revisibilidad, terminar con la inseguridad que comporta una pena indefinida. La conclusión es la misma: si es permanente, es inhumana; si es revisable, es imprecisa.
Y es que se trata de una pena condicionada, y por ello imprecisa, que puede ser una cosa u otra dependiendo de que suceda una determinada circunstancia, que a su vez es vaga, y en el que una de las posibilidades es reconocidamente intolerable. Es una pena permanente salvo que a partir de un lejano momento dado el penado sea reinsertable. Se trata de una pena inhumana sometida a una condición cuyo cumplimiento eliminaría su inhumanidad. Pero lo propio de las condiciones es que podrían no cumplirse. ¿Qué diríamos de la constitucionalidad de una ley que incluyera la pena de muerte para el supuesto de que pasados ciertos años y cierto número de revisiones el condenado no diera síntomas de rehabilitación?
3. Cada vez que se comete un crimen salvaje nos repreguntamos qué hacer para impedir su futuro, si la disuasión del delito es toda la posible, si no habrá penas más duras que nos preserven de tan estúpida crueldad. Deseamos incluso borrarla del pasado. Si no su daño, ya irreversible, sí al menos su injusticia, castigando a su autor con una severidad paralela a la del delito.
Sin embargo, no somos dioses ni delincuentes. Ni podemos eliminar el delito con la pena, pues no hay alquimia que reste el injusto mal del pasado con la justa imposición de un mal, ni podemos prevenir el crimen de cualquier manera. Son morales las razones que conducen a los límites constitucionales a la pena.
Y me parece que la prisión permanente los desborda. Aunque sea revisable. Pero, volviendo al comienzo del artículo, creo que no acaba ahí el debate, que no es eso lo único que importa y que lo hasta ahora debatido es útil para la cuestión de la justicia de la nueva pena. Aunque determináramos que se ajusta a los parámetros constitucionales, que la ley que la incorpora es una ley tolerable, habría que afirmar que se trata de una mala ley: de una ley que lleva al límite el sacrificio de la seguridad jurídica y de la dignidad humana en pro de unos inciertos beneficios en la prevención de algunos delitos muy graves.
La nueva reforma no nos protege más, no nos hace más libres y sí nos convierte en bastante menos civilizados.
Lea la opinión de la magistrada Gemma Gallego.
ElDerecho.com no comparte necesariamente ni se responsabiliza de las opiniones expresadas por los autores o colaboradores de esta publicación