A propósito del foro abierto por Gemma Gallego Sánchez, siempre con extraordinario acierto en los temas que trata, he querido retomar algunas reflexiones sobre la institución del indulto, aunque hay que reconocer que todos cuantos han participado en el foro han expresado ya, muy inteligentemente, el significado de esta figura, que podríamos muy bien calificar de arcaica y retrógrada, perteneciente a tiempos pasados, pero que aún sigue utilizándose, quizá en exceso, en la actualidad.
En febrero de 2013 la Sala de lo contencioso-administrativo del Tribunal Supremo estimó por unanimidad el recurso formulado por dos empresarios, a los que se había acusado falsamente de estafa y alzamiento de bienes, contra el indulto concedido por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero al consejero delegado del Banco Santander, condenado por el Tribunal Supremo en Sentencia 1193/2010, de 24 de febrero de 2011, por delito de acusación falsa, a las penas de tres meses de arresto mayor, suspensión para la profesión bancaria y multa. El Tribunal Supremo estimó el recurso por haberse excedido el Gobierno anterior en la aplicación del indulto, algo que fue en su momento muy contestado en la judicatura y, en general, en la opinión pública, pues el indulto no contó con el informe favorable ni del Ministerio fiscal ni del propio Tribunal Supremo. Además, el indulto no se limitó a las penas impuestas sino que se extendió a cualesquiera otras consecuencias jurídicas, incluido cualquier impedimento para ejercer la actividad bancaria, como los antecedentes penales.
Independientemente de la impecable conclusión alcanzada por el alto Tribunal, en el sentido de que el indulto conmuta penas, no sus consecuencias en el ámbito administrativo, pues la vigente ley de indulto de 18 de junio de 1870 establece unas reglas claras sobre el alcance del indulto, que no se puede extender a aquellas consecuencias, como tampoco a la indemnización civil ni a las costas procesales, lo cierto es que hoy, en pleno siglo XXI, la vieja figura del indulto no tiene explicación alguna, apareciendo a los ojos de todos como una manifiesta injerencia del Gobierno en el Poder judicial.
El ejercicio del derecho de gracia es una prerrogativa real, es decir, corresponde a la Corona, aunque hoy, a diferencia de lo que ocurría antiguamente, los indultos los aprueba el Consejo de Ministros, a propuesta del Ministro de Justicia, firmando los reales decretos de indulto el Rey, pero siempre con el refrendo del Ministro de Justicia, coherentemente con el carácter inviolable del Rey, no sujeto a responsabilidad, que exige que sus actos estén siempre refrendados por el Presidente del Gobierno o Ministros competentes, que sí son responsables de lo que firman. Y el ejercicio del «derecho de la gracia de indulto» está regulado en la vigente Ley de 18 de junio de 1870. Es decir, no es absoluto, sino que sólo puede tener lugar en los casos previstos en dicha ley, y en ningún caso puede ejercerse, por establecerlo así la propia Constitución, respecto de los miembros del Gobierno que hayan sido condenados por delitos de traición y contra la seguridad del Estado.
No cabe duda que el ejercicio del derecho de gracia, acordando indultos a favor de los condenados por los órganos jurisdiccionales, choca frontalmente con la función que sólo a éstos corresponde de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. ¿Cuál puede ser, pues, el fundamento de esta institución retrógrada que perdura en el tiempo? La respuesta no es fácil, porque el Rey ha pasado a tener un carácter simbólico, en el marco, no ya de un Estado de poderes concentrado, como en tiempos de la Monarquía absoluta, en el que era la cabeza de todos los poderes, sino de un Estado moderno estructurado sobre la base de la división de poderes, y en el que el ejercicio del ius puniendi (derecho a penar o sancionar) a través de la elaboración de las pertinentes leyes penales corresponde al Poder legislativo, y su aplicación al Poder judicial. Y la Constitución vigente no ayuda a despejar las dudas, pues si, por un lado, afirma que «la justicia emana del pueblo», reconociendo así su fundamento democrático, por otro dice que la justicia «se administra en nombre del Rey». ¿Cómo se explica, pues, un derecho de gracia al Rey, que en realidad ejerce el Gobierno, cuando el Rey ya no tiene la titularidad del Poder judicial, sino que la Constitución lo atribuye al pueblo?
La respuesta no es fácil, pero de lo que no cabe ninguna duda es que el derecho de gracia no puede ser entendido hoy como expresión de un poder de discrecionalidad plena del Poder ejecutivo, como antaño, sino que su uso debe ser racional. Podría pensarse su aplicación, por ejemplo, para evitar una pena injusta, por ser cruel o desproporcionada, o por derivar de un error judicial, aunque estas penas, actualmente, están prohibidas en la Constitución, y los códigos penales modernos cuentan actualmente con mecanismos suficientes para evitar penas injustas (a través de la aplicación de atenuantes, de la suspensión de la ejecución de penas, de la aplicación de alternativas a la prisión, de la libertad condicional, etc.), y los posibles errores judiciales tienen su remedio judicial a través de un amplio sistema de recursos. Probablemente uno de los pocos supuestos en los que está justificado el indulto es aquel en el que ha transcurrido un tiempo considerable entre la comisión del delito y el momento de la ejecución de la pena de prisión, pero no lo suficiente como para apreciar la extinción de la pena por prescripción, de manera que su ejecución conllevaría tantas consecuencias negativas (personales, familiares, laborales y sociales del condenado), que superaría con creces la gravedad del hecho cometido; la ejecución de la pena, pues, resultaría absolutamente innecesaria, luego injusta, pues la misma no cumpliría ya ninguna de sus funciones. En este caso estaría justificado, pues, racionalmente, el indulto, requisito – el de la racionalidad – imprescindible para su correcto ejercicio, siempre sobre la base de que su reconocimiento en la Constitución es una realidad indiscutible, por más que, a mi juicio, suponga una institución arcaica, que supone una clara injerencia del poder ejecutivo en el judicial, y que el Gobierno debe utilizar con moderación, por quedar extramuros de su función.
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