PENAL

Claves del proceso penal

Tribuna

La «verdad» en el proceso penal

No cabe duda que la búsqueda de la «verdad material» debe ser la meta en todo proceso penal y a tal tarea debe dedicarse la fase de instrucción. Ahora bien, que ello sea posible es otra cosa. Y ello porque, por un lado, la verdad material pertenece al pasado, lo que hace que sea imposible reproducirla fielmente en el proceso; sólo un «viaje en el tiempo», a través del cual el juez pudiera ver y oír lo ocurrido, lo permitiría. Frecuentemente debemos conformarnos con obtener una verdad probable, muy aproximada a la realidad de los hechos, al menos en lo jurídico penalmente relevante, muy cercana, pues, a la «verdad material», lo que los teóricos llaman una «verdad forense o procesal».

Por otro lado, la verdad no puede perseguirse y obtenerse «a cualquier precio»; sólo es posible en el marco de un proceso con todas las garantías, es decir, de acuerdo con las normas que hacen posible la realización efectiva de un proceso con las garantías propias de un Estado de Derecho. Todas las diligencias de investigación que se llevan a cabo durante la instrucción tienen como único fin averiguar los hechos y los eventuales responsables, pero las únicas pruebas que permiten desvirtuar la presunción de inocencia, y sobre cuyo resultado habrán de construirse los hechos probados, son las que se practican en el juicio oral, bajo los principios de oralidad, inmediación, publicidad y contradicción; además, debe tratarse de pruebas válidamente obtenidas, esto es, lícitas.

Ello se traduce en la prohibición de valorar pruebas obtenidas con vulneración de derechos fundamentales. Si el fin del proceso pretendiera la búsqueda a toda costa de la «verdad material», como ocurría en el viejo modelo procesal inquisitivo, que recurría incluso en muchos casos a la tortura, no habría posibilidad alguna de aceptar restricciones a la práctica de las pruebas, algo hoy absolutamente inaceptable.

Lo anterior no significa ni mucho menos que el juez o tribunal enjuiciador, a la hora de dictar la sentencia, vaya a elaborar unos hechos probados basados en una verdad presumida o aparente, lo que podría chocar con el principio de la presunción de inocencia que rige en el proceso penal, aunque en realidad lo que se presume hasta el momento de la sentencia no es la inocencia, sino el delito; la inocencia es una realidad, en contraposición con la culpabilidad, inexistente hasta que la declare una sentencia condenatoria firme y, por eso, lo que debe probarse no es la inocencia, sino el delito y su comisión por el acusado.

Significa que el juez, sobre la base de lo acontecido en el juicio, debe alcanzar una convicción sobre unos hechos, que no tienen por qué ser la «verdad material» de lo acontecido, pero de los que sí se desprende la concurrencia de los elementos que el derecho penal material exige para poder apreciar tanto el delito en cuestión de que se trate como la participación del acusado en los mismos. Y si los jueces tienen dudas, deben absolver, o condenar por aquellas hipótesis delictivas más favorables al acusado que entren en consideración.

Estas son, en esencia, las «reglas del juego», que constituyen una auténtica garantía para todo acusado, entre ellas los límites de la búsqueda de la «verdad forense», porque por más que se habla mucho de la necesidad de protección de las víctimas, no hay mayor víctima, en verdad, que una persona acusada de un delito que no ha cometido, luego inocente, hipótesis esta que es, en realidad, la que debe tenerse siempre presente, porque incluso es más asumible el riesgo de que un culpable no sea penado, aunque ello no sea deseable, que el riesgo de condenar a un inocente.

«Sospechas» e «indicios» en el proceso penal

La presunción de inocencia, además de ser un derecho fundamental reconocido como tal en la Constitución, representa un criterio informador del proceso penal. Es más, es el proceso mismo, porque hoy no es concebible un proceso sin su reconocimiento. Por un lado, significa que nadie puede ser condenado sin pruebas suficientes de cargo, o en base a pruebas arbitrariamente valoradas carentes de licitud.

Por otro lado, significa que nadie puede ser considerado como culpable antes de que se pronuncie contra él una sentencia condenatoria, que además debe ser una sentencia firme. Esto último tiene consecuencias para el acusado, entre otras que la apertura de diligencias y, por tanto, la imputación de una persona, que ya supone una cierta reducción de la presunción de inocencia, se debe basar en una sospecha seria, lo que significa que deben excluirse las meras suposiciones o puras posibilidades.

Conforme va avanzando el procedimiento y van sumándose más elementos de prueba a practicar en el juicio, hasta llegar finalmente a este último acto, es claro que la presunción de inocencia irá debilitándose, hasta desaparecer finalmente con la sentencia condenatoria firme. Pero volvamos al inicio del procedimiento. La sospecha seria sobre un hecho constitutivo de delito, que se requiere para iniciar un procedimiento, y que el proyectado nuevo código procesal penal exige que "resulte verosímil", debe basarse en unos indicios, basados en algún elemento objetivo, porque de lo contrario no dejarán de ser simples sospechas.

Indicios que son meramente provisionales y que irán reforzándose conforme avance el procedimiento, hasta la transformación en procedimiento abreviado o hasta el momento del auto de procesamiento en el procedimiento ordinario. No se trata, pues, de la prueba indiciaria o indirecta que, a falta de una prueba directa sobre los hechos que integran la infracción misma, permite al juez alcanzar la necesaria certeza sobre la culpabilidad del acusado y basar legítimamente su sentencia condenatoria, sino de meras diligencias de investigación, con un carácter interino, que habrán de confirmarse en el juicio oral, único momento en el que puede hablarse estrictamente de «prueba» capaz de desvirtuar la presunción de inocencia.

Y desde luego, para que los indicios puedan basar una prueba capaz de fundamentar una condena, no el simple inicio del procedimiento, es necesario que tengan la necesaria consistencia, algo que no se logra sumando indicios débiles, sino por la menor posibilidad de alternativas diversas de cómo se produjeron los hechos que sea posible alcanzar desde el punto de vista de la experiencia general.

Dicho con otras palabras, cuanta más seguridad haya, según la experiencia general, de que el elemento de la infracción penal que entre en consideración – la muerte en el homicidio o la disposición de bienes y el endeudamiento del administrado por abuso de poderes en la administración desleal, por ejemplo – sea consecuencia del hecho indiciario atribuido al acusado, más fuerte y consistente será el indicio, de tal manera que podrá permitir al juez o tribunal alcanzar la necesaria convicción.

Pero si los indicios le llevan al juzgador a inferencias no concluyentes, abiertas, con otras posibles alternativas distintas a las que conducen al delito, es claro que no podrán fundamentar en ningún caso un fallo condenatorio, porque, en realidad, en tal hipótesis es más improbable que probable que los hechos hayan ocurrido de tal modo que pueda derivarse para el acusado la responsabilidad penal pretendida, no debiéndose olvidar en el momento final del proceso, cuando se dicta la sentencia, otra de las consecuencias del principio de la presunción de inocencia, que se traduce en la obligación de absolver cuando el juez no se ha podido convencer de la culpabilidad del acusado (in dubio pro reo).

«Imputados» y «acusados» en el proceso penal

En España, desde el mismo momento de la detención o desde el momento en que se dirige un procedimiento contra una persona, ésta tiene la condición de «imputado», gozando de todos los derechos inherentes a tal condición, y así se le debe hacer saber por la policía o, en su caso, por el juez instructor (básicamente, derecho a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informado de la acusación formulada contra ella, a permanecer en silencio y a no declarar contra sí mismo). Y será a partir de la primera comparecencia ante el juez, en la que el secretario judicial le informará de sus derechos, cuando la persona llamada tendrá el status formal de "imputado", de manera que podrá tomar conocimiento de lo actuado e instar lo que a su derecho convenga, quedando facultado para pedir cuantas diligencias estime conveniente.

El procedimiento más habitual en los órganos jurisdiccionales es el abreviado, que es el que se sigue por delitos castigados con pena de hasta nueve años de prisión, celebrándose el juicio en el Juzgado de lo Penal si la pena no es superior a cinco años y en la Audiencia Provincial si la pena va de cinco a nueve años de prisión, con posibilidad, respectivamente, de recurso de apelación ante la Audiencia y de recurso de casación ante el Tribunal Supremo. Como en todo procedimiento, la instrucción tiene la finalidad de esclarecer la naturaleza, circunstancias y personas implicadas en los hechos denunciados.

Y puede ocurrir que el hecho no sea constitutivo de delito o no haya autor conocido, en cuyo caso el juez decretará el archivo. En cambio, continuará el procedimiento, acordándolo así en el correspondiente auto (el comúnmente llamado «Auto de P. A.»), si a su juicio existen elementos suficientes para considerar que los hechos denunciados son constitutivos de un posible delito cometido por persona o personas determinadas. Es decir, sólo cuando haya indicios que acrediten la presunta participación de los imputados en un delito, el Juez Instructor podrá adoptar la decisión de continuar el proceso por los trámites del proceso abreviado.

Además, cuando el juez da este paso procesal debe explicar qué delito o delitos constituyen los hechos objeto del procedimiento, así como los indicios concurrentes, pues de no existir éstos habrá de tener en cuenta la presunción de inocencia, criterio informador de todo el proceso penal, y ordenar el sobreseimiento, al menos de aquellos imputados a los que se refiera la falta de indicios suficientes cuando haya pluralidad de sujetos en la causa. Puede incluso que aunque el Juez acuerde la continuación del procedimiento, no se llegue a juicio, porque el Ministerio Fiscal y la acusación particular soliciten el sobreseimiento en la fase intermedia, en cuyo caso el juez habrá de acordarlo, pues nunca puede erigirse él en acusador (nemo iudex sine actore).

Puede decirse que el auto por el que se acuerda continuar el procedimiento significa que, en principio, la fase de investigación está concluida, concretándose ya en el mismo aquellos imputados que pueden ser objeto, en su caso, de acusación, pasando a ser «acusados» sólo aquellos contra los que se dirija el escrito o escritos de acusación, trámite al que seguirá ya la apertura del juicio oral, los escritos de defensa y, finalmente, el traslado de la causa al órgano jurisdiccional encargado del enjuiciamiento, para la celebración del juicio, en donde se practicarán, con todas las garantías, las pruebas que permitan legitimar una condena y desvirtuar así la presunción de inocencia.

«Acciones» y «omisiones» y la prueba en el proceso penal

Mucho se habla últimamente, a propósito de los numerosos casos de corrupción que están residenciados en distintos órganos jurisdiccionales, de posibles participaciones de los imputados, bien como autores, bien como cooperadores necesarios o cómplices, aunque sólo estos últimos tienen prevista una pena menor que la que corresponde al autor. Es frecuente también oír a los que acuden a declarar como imputados que «no han hecho nada», proclamando su presunción de inocencia que, naturalmente, tienen reconocida hasta el momento que se dicte una sentencia condenatoria firme.

Ahora bien, no debe olvidarse que en el marco de los delitos de omisión la autoría no depende de la realización de un determinado comportamiento activo, sino de la infracción de un deber de actuar o de impedir el resultado, cuando esta infracción sea equivalente a su realización activa.

Lo anterior significa que aunque muchas veces se insiste por quienes sufren la imputación por presunto delito en alguna causa, que no tienen ninguna responsabilidad porque «nada han hecho», en realidad si hay una situación que genera un deber de actuar y no se ha realizado o intentado seriamente la acción mandada, teniendo capacidad para ello y con posición de garante, aquéllos serán verdaderos autores y serán responsables penalmente, precisamente por no haber hecho nada pudiendo haberlo hecho.

Así, la tolerancia de quien es miembro de un consejo de administración de una determinada sociedad respecto a los actos ilegales que puedan cometer los otros miembros en relación a las actividades propias de la misma, comporta, al menos, una participación omisiva en el delito o delitos que puedan estar cometiendo esas personas. Es decir, aunque el sujeto diga que «no ha hecho nada» y así lo mantenga firmemente, no existiendo además prueba alguna sobre una eventual participación activa de aquél en aquellos actos que puedan dar lugar a la apreciación de delitos tales como el de malversación, prevaricación administrativa, falsedad documental, tráfico de influencias y, en fin, eventuales delitos fiscales, si se han tolerado las acciones correspondientes y no se ha hecho nada para impedirlas, el comportamiento de esa persona habrá podido realizar esos mismos delitos pero por omisión.

Se trata, pues, de un problema jurídico penal, que naturalmente tiene su reflejo en la prueba de los hechos, en el sentido de que la prueba de la omisión, por la propia naturaleza de ésta, no requiere la comprobación de acción alguna, sino, lisa y llanamente, la comprobación de que el omitente tenía conocimiento de la situación generadora de un deber de actuar y de las circunstancias que fundamentaban su deber de actuar, por su posición de garante, extremos que deben quedar acreditados para que pueda dictarse, en su caso, un fallo condenatorio. Pero insisto, en estos casos no se trata de lo que «se hizo», sino de lo que «no se hizo», estando obligado a ello, que es lo que puede originar la correspondiente responsabilidad penal.


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