Las normas urbanísticas de los Planes de ordenación, cuando regulan los parámetros a los que debe sujetarse la edificación pueden contener previsiones que si no son derecho civil puro y duro, se le parecen bastante. Un buen ejemplo lo tenemos con las distancias mínimas que deben guardar las construcciones respecto de los lindes de las parcelas. No en vano, el art 12.2.1.f de la Ley del Suelo de 1976, establece que en suelo urbano el Plan general deberá reglamentar detalladamente el uso pormenorizado, el volumen y las condiciones higiénico-sanitarias de los terrenos y construcciones, así como las características estéticas de la ordenación, de la edificación y de su entorno.
Cuando los lindes separen fincas privadas de espacios o equipamientos públicos, ninguna duda nos cabrá a propósito de la vinculación del parámetro al que nos estamos refiriendo, a los intereses colectivos o generales y, por ello mismo, ninguna duda podrá merecernos la naturaleza pública o administrativa de la prescripción. El interrogante nos surgirá cuando esa distancia mínima se vincule a lindes entre fincas particulares.
Es verdad que en este último escenario no tendrán por qué hallarse ausentes, siempre y en todos los casos, los intereses colectivos. Piénsese, por ejemplo, en la subordinación de esas distancias mínimas a los designios estéticos del planeamiento. Pero podrá ocurrir que esos designios ni tan siquiera existan y que, además, la exigibilidad de los restantes parámetros constructivos, sea más que suficiente en orden a preservar un determinado volumen de espacios libres o la armonía del conjunto. En tal situación, cabrá preguntarse si el planeamiento urbanístico no estará creando normas esencialmente de derecho privado, con el propósito -legítimo, por otra parte de garantizar la privacidad de los particulares frente a sus semejantes.
Y algo de eso habrá cuando vemos reiterado en las leyes urbanísticas que se han venido sucediendo en el tiempo, un precepto actualmente recogido en el art. 49 del Texto Refundido de la Ley de Suelo, según el cual, amén de la acción pública urbanística, -los propietarios y titulares de derechos reales -... podrán exigir ante los Tribunales ordinarios la demolición de las obras e instalaciones que vulneren lo dispuesto respecto a la distancia entre construcciones -...--.
No se nos escapa que el Orden jurisdiccional civil se ha venido resistiendo a aceptar su competencia en estas cuestiones, por ejemplo cuando las distancias mínimas a lindes se han visto incorporadas a una licencia de obras -por todas, sentencia de 9 de octubre de 2009, dictada por la Sección 25ª de la Audiencia Provincial de Madrid en el recurso nº 714/2008, FJ 3, último párrafo-. En tales supuestos, los Tribunales civiles han venido eludiendo la misión que parecerían encomendarles las previsiones contenidas hoy por hoy en el art. 49 del Texto Refundido de la Ley de Suelo, haciendo especial hincapié en la naturaleza jurídico-administrativa del litigio. Y ello, como acabamos de señalar, por haber mediado una autorización o una actuación habilitante de procedencia municipal.
En el orden contencioso-administrativo no ha faltado algún caso en el que nuestros Tribunales se han planteado el dilema. En ese sentido, merecerá ser traída a colación la sentencia de 5 de abril de 2000, dictada por la Sección 2ª de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Murcia en los autos nº 409/1997.
Resumidamente, en esa sentencia –con cita de otra de la misma Sala, de 26 de julio de 1995 se viene a justificar -ver su fundamento jurídico sexto la improcedencia de demoler unas obras contrarias a las distancias mínimas a linderos, tras comprobar que las prescripciones contenidas al respecto en las Normas Subsidiarias municipales, no tutelaban intereses colectivos e importaban sólo a los colindantes hasta el punto de merecer, aquéllas, según el Tribunal, la calificación de normas de derecho civil de carácter dispositivo, reguladoras de una servidumbre y, por ello mismo, reivindicables ante los Tribunales ordinarios de conformidad con lo dispuesto en el art. 236 de la Ley del Suelo de 1976.
En el supuesto analizado por la sentencia a la que nos acabamos de referir, el Ayuntamiento, en su día había adoptado la prevención de incluir en las Normas Subsidiarias un precepto que autorizaba a hacer abstracción de las distancias mínimas a linderos si mediaba acuerdo entre los colindantes. Pero ese detalle no cambia las cosas más bien contribuye a reafirmar la hipótesis -hipótesis frente a la que la Sala de Murcia no halló objeción alguna de que, de no concurrir un interés público tangible, las distancias mínimas a linderos, entre colindantes particulares podrán ser consideradas -derecho privado -derecho privado de carácter dispositivo, para ser más exactos-, hasta el punto de poderse ver inaplicadas de existir algún género de acuerdo o de consentimiento entre los sujetos concernidos. De lo que se seguiría la improcedencia de tomarlas en consideración para otorgar o denegar licencias de obras, precisamente al amparo de esa inveterada regla según la cual las licencias urbanísticas se considerarán otorgadas a salvo del derecho de propiedad y sin perjuicio del de tercero.
No cabe, pues descartar, que –como tributo a la seguridad jurídica-, en el futuro podamos ver más -normas urbanísticas de derecho privado como las del Ayuntamiento citado por la sentencia dictada por la Sala de Murcia. O incluso licencias urbanísticas con cláusulas establecidas con el propósito de clarificar la naturaleza privada y dispositiva de las distancias mínimas.
En ese sentido, no estaría de más que los planes, amén de especificar la naturaleza pública o privada de los equipamientos o de los espacios libres de edificación, hiciesen algo parecido con las distancias a lindes u otros parámetros de naturaleza análoga.
De hecho, cuando en las susodichas distancias mínimas no se halla presente ningún interés público o colectivo, la formalización del conflicto interprivado ante el Ayuntamiento, no deja de colocar a este último en una posición incómoda y, en cierta manera, antinatural, al erigirlo en árbitro de una contienda en la que la -res pública no se juega nada. Y todo ello, con un riesgo añadido de parcialidad muy propio del ámbito vecinal, que en ningún caso se podría reproducir ante un Juzgado de Primera Instancia.
Pero más allá del fuero procesal, de la naturaleza esencialmente civil que cabe predicar de muchas de las contiendas que ordinariamente se suscitan con motivo de la vulneración de las distancias mínimas a linderos establecidas por el planeamiento urbanístico, cabe extraer otra reflexión. Relativa, ésta, al grado de flexibilidad -o de proporcionalidad, si se prefiere que nuestros Juzgados y Tribunales del Orden Contencioso-Administrativo deberían aplicar cuando se hallasen en la tesitura de tener que ejecutar sentencias firmes, en méritos de las cuales se hubiesen anulado licencias de obras por infracción de las distancias mínimas a linderos –sin afectación de intereses públicos y, se hubiese ordenado la demolición de las obras.
Ante un escenario tal, la imposición de la demolición a todo trance podría resultar un despropósito y, no en menor medida, un acto de autoridad gratuito, antieconómico y, a fin de cuentas, portador de una sanción encubierta susceptible de sumarse a la de carácter confesadamente punitivo. Sobre todo en situaciones tales como las que a veces se presentan, cuando, por poner un ejemplo vivido, el demandante que ha obtenido la condena a demoler, acaba sumándose sin empacho a una petición dirigida a obtener del órgano jurisdiccional una declaración de imposibilidad legal o material de ejecutar la sentencia en sus propios términos. Naturalmente, tras haber visto reconocido a su favor el derecho a obtener una indemnización.
Juicios morales aparte, ante tales escenarios, cuando menos deberíamos preguntarnos si la ausencia o no afectación de intereses de orden colectivo, no debería llevarnos a reparar en la Ley de Enjuiciamiento Civil, para aplicar con todas sus consecuencias el principio dispositivo -art. 19-. Sin perjuicio, claro está, de ser más perspicaces en la fase declarativa de los procesos y, de esa manera, abortar de raíz usos espurios de la acción pública urbanística, como los que acontecen, por ejemplo, cuando un particular pretende ver anulada la licencia de obras obtenida por un vecino -no colindante-, al que los verdaderos colindantes no han puesto ninguna objeción con motivo de las distancias mínimas a linderos efectivamente no respetadas.