Primero pusimos las esperanzas en la normativa de la UE y luego en la regulación española de transposición de aquella. Ambas llegaron tarde y ambas decepcionan. Somos muchos los que, desde que empezaron a publicarse los trabajos preparatorios de una y otra, sospechábamos que se trataría de otra oportunidad desaprovechada, a ambos niveles. Y, por desgracia, hay que concluir que, en líneas generales, así es, aunque en ciertos aspectos son bienvenidas las reformas que aporta la Ley 5/2019, de 15 de marzo (LCCI).
I. El ámbito de aplicación: más distinciones en un marco normativo de por sí complejo
Algunos de los problemas que presenta la LCCI son heredados de la Directiva 2014/17/UE que transpone. Así, sin ir más lejos, en algunos de los aspectos que definen su ámbito de aplicación.
Desde el punto de vista objetivo, el art. 2.1 describe, en términos prácticamente idénticos a los del art. 3.1 de la Directiva, los contratos que regula: préstamos (o, se añade, “créditos - art. 2.3 – no fuera que se reprodujeran las discusiones surgidas a raíz de la Ley 2/1994) con garantía real sobre bienes inmuebles para uso residencial o aquellos que, aunque no recaigan sobre un inmueble de este tipo, tengan como finalidad la adquisición o la conservación de derechos de propiedad (expresión que debe entenderse como “derechos reales”) sobre terrenos o inmuebles construidos o por construir, así como a la intermediación para la conclusión de contratos de estos tipos. A continuación, excluye del ámbito de la Ley las operaciones enumeradas en el art. 3.2 de la Directiva, entre las que se incluyen, por ejemplo, los préstamos ofrecidos en exclusiva a empleados “a título accesorio” y en mejores condiciones que las de mercado o las hipotecas inversas.
Por supuesto, la transposición es correcta en este punto, pero no hay que olvidar que el legislador era libre de extender la protección prevista en la norma comunitaria a otras operaciones que quedaron fuera del ámbito de la Directiva. Por fortuna, aunque presenta otros defectos, como en seguida se dirá, la LCCI no hace uso de la facultad que otorga la Directiva de excepcionar parcialmente la aplicación de sus disposiciones, en particular las relativas a publicidad y a la FEIN, a otros productos, como las hipotecas puente, la inversión en inmuebles residenciales para alquilarlos (buy-to-rent) o las concedidas por entidades prestamistas con finalidad social, señaladamente las cooperativas de crédito.
Y digo que ello es adecuado, no solo por razones de justicia material (si la protección que se otorga se considera idónea, no se ve por qué excluir este tipo de operaciones), sino especialmente porque ello contribuye a simplificar el marco normativo. No puede ser eficiente un mercado de préstamos hipotecarios en que los operadores necesiten una hoja de cálculo para averiguar a qué normativa se encuentran sujetos supuestos sustancialmente iguales y que, por sentido común, deberían caer bajo el mismo paraguas.
En cambio, esto es justamente lo que sucede con el ámbito de aplicación subjetivo de la Ley. Si bien el art. 1 define su objeto en la protección de personas físicas (yendo, por tanto, más allá de lo que exigía la Directiva), el art. 2.1 distingue y, por lo que se refiere a los contratos de préstamo cuya finalidad sea la adquisición o conservación de derechos reales sobre terrenos o inmuebles construidos o en construcción, exige que el prestatario sea consumidor.
La extensión de la protección a las personas físicas sin necesidad de que actúen como consumidoras merece ser aplaudida, especialmente porque comporta la inclusión de préstamos o créditos con garantía real concedidos a trabajadores autónomos en el ámbito de su profesión, siempre que la garantía grave un inmueble de uso residencial (que, dicho sea de paso, no sabemos qué es, porque ni la Directiva ni la Ley lo definen; aunque esta última da a entender que debe cumplir una función “doméstica” – tampoco definida – hay que recordar que de ningún modo se identifica este concepto con el de vivienda habitual). Incluso se podría haber ido más allá y amparar también a pequeñas empresas.
Sin embargo, lo que no deja de ser llamativo que ese mismo autónomo no se halle amparado por la LCCI si hipoteca un terreno o un inmueble en construcción o de tipo distinto: el riesgo que asume es, potencialmente, de la misma entidad y la posibilidad de que la obligación se haga efectiva sobre el resto de su patrimonio, incluyendo la vivienda habitual, existe. Claro está que se quiso excluir a los promotores inmobiliarios del marco de protección que se brinda, pero ello arrastra también al fontanero, al agricultor o al informático que trabaja por cuenta propia.
Por otro lado, una de las novedades positivas de la Ley es que se extienda a fiadores y garantes reales, por mucho que la redacción del art. 2.1 sea especialmente desafortunada en este punto: ni a unos ni a otros se les “conceden préstamos”, sin perjuicio, ni que decir tiene, de que interesa que conozcan y entiendan el contenido de aquello a lo que se obliga el deudor principal. Cuestión distinta es averiguar si estos garantes deben ser personas físicas o actuar como consumidoras dependiendo del tipo de operación en la que participen. Surgen dudas de toda índole en este punto, que, sin duda, generarán discusiones.
II. La información precontractual y las prisas al legislar con tanta demora
Otro de los puntos en que, en línea de principio, la LCCI bebe de la Directiva, como no podía ser de otro modo al tratarse de uno de los aspectos objeto de armonización máxima, es el papel central que se atribuye a la información precontractual. Y como en la Directiva, surge la siguiente duda: si tan relevante es esta información, no se alcanza a comprender por qué no se aplica a supuestos, como el de la hipoteca inversa, en que el prestatario se encuentra en una situación de vulnerabilidad económica – la que le conduce a concertar lo que, por definición, es un “mal negocio”–, tal vez agravada por los condicionantes que conlleva la edad. Recordemos que este tipo de operaciones podía haberse beneficiado del mismo nivel de protección, si el legislador español hubiese optado por ello.
Sea como fuere, es dudoso que la FEIN vaya a suponer una mejora, entre otras cosas porque, dejando de lado su extensión y la ausencia de elementos que contribuyan a visualizar la comparación de ofertas, así como la generalizada crítica a poner el acento en la información precontractual, la Orden EHA/2899/2011, de 28 de octubre, de transparencia y protección del cliente de servicios bancarios, inspirada en la Propuesta de Directiva de marzo de ese mismo año, ya recogía básicamente los extremos que exige la Directiva. Y así nos ha ido desde entonces.
A ello añade la Ley la FiAE, la información sobre las cuotas en préstamos a interés variable, la copia del proyecto de contrato, la información sobre los gastos (que la Ley distribuye), las condiciones de los productos vinculados o combinados y la información relativa a la obligación de recibir asesoramiento del notario, además de “toda la información que fuera necesaria”, incluyendo ejemplos gráficos. Es cierto que el art. 14.8 de la Directiva permite a los legisladores nacionales imponer requisitos de información adicionales a la FEIN, que deberán constar en un documento separado que podrá anexarse a aquella; pero resulta difícil encajar la cantidad de informaciones suplementarias que exige la LCCI en el planteamiento de la Directiva que, aunque criticable conforme ya se ha mencionado, sí perseguía simplificar la información precontractual, como presupuesto ineludible para su utilidad. Se trata de una aspiración que recoge literalmente la DA 5 LCCI para limitar el desarrollo normativo en este punto por parte de las Comunidades Autónomas, pero que no se aplica el legislador estatal a sí mismo.
Pero cabe destacar todavía una curiosidad, fruto sin duda de la “premura” con que se tramitó la Ley – recordemos únicamente se tardaron cinco años y se aprobó con prácticamente tres años de retraso respecto de la fecha de transposición –, relativa a las cláusulas suelo. Se exige que en la FiAE conste la referencia, en su caso, “a la existencia de límites mínimos en el tipo de interés aplicable como consecuencia de la variación a la baja de los índices o tipos de interés a los que aquel esté referenciado”. Esto es innecesario y posiblemente contradice la razón por la que la FEIN fue objeto de armonización máxima, puesto que en esta ya debe constar la existencia de límites al alza o a la baja del tipo de interés variable (véanse los apartados 3.6 y 4.2 de la Parte B del Anexo II de la Directiva, y las instrucciones idénticas que se recogen en el Anexo I de la LCCI). Pero, es más, el art. 21.3 LCCI prohíbe el establecimiento de límites a la baja del tipo de interés, con lo cual la referencia a las cláusulas suelo no debería poder aparecer en ninguna parte.
Quizá tras la saga protagonizada por este tipo de cláusulas en España no sea extraño que se haya optado sencillamente por su prohibición, Sin embargo, una vez más, notemos que con ello se generan diferentes escenarios normativos para lo que es esencialmente el mismo producto, aunque las partes cambien o la finalidad del préstamo sea distinta. Así, no cabe establecer cláusulas suelo en el préstamo con garantía real sobre la vivienda o la segunda residencia de una persona física (actúe o no como consumidor), pero seguramente sí si lo que se hipoteca es un terreno, aunque lo haga una persona física en condición de consumidor, si la financiación no se destina a la adquisición o conservación de derechos reales sobre ese terreno, sino, pongamos por caso, a cubrir gastos médicos. Por otro lado, la cláusula suelo está vetada si un trabajador autónomo, para financiar su negocio, hipoteca su vivienda o su segunda residencial, pero no si hipoteca su local. Y, por supuesto, cabrá establecerla en hipotecas inversas. Se añade, pues, en una cuestión de detalle, como tantas otras, una nueva capa de complejidad a un marco normativo ya de entrada demasiado complicado para todos los operadores implicados, incluido naturalmente el consumidor.
III. El control notarial de transparencia
Pero, como es de todos conocido, la LCCI va más allá y pretende blindar los contratos de préstamo o crédito hipotecario frente a eventuales litigios futuros por medio de la controvertida “acta de transparencia (material)” prevista en el art. 15.
Aunque no voy a entrar en ella en estas breves líneas, conviene apuntar que es en buena medida comprensible el afán del legislador por garantizar un cierto nivel de seguridad jurídica, visto que las alegaciones basadas en la falta de transparencia y en la abusividad de las cláusulas contractuales se han convertido, durante los últimos años, en el segundo deporte nacional. Si bien es verdad que con este ejercicio se han ido depurando los contratos de cláusulas abusivas – y buena falta hacía –, también lo es que ello con frecuencia ha comportado un cambio de las reglas del juego a medio partido, lo que no es saludable para los prestamistas, como no lo sería tampoco para los consumidores si la alteración se produjese en su contra. Y el legislador pretende poner fin a esta situación – en una cruzada que se prevé ya fracasada – ideando una forzada intervención notarial que, por el momento, parece enfurecer tanto a los prestamistas como a buena parte del notariado y a los propios prestatarios.
A los acreedores, porque tienen en estos momentos – finales de julio de 2019 – múltiples operaciones paralizadas por discusiones en cuanto a plataformas seguras y diversidad de interpretaciones en cuanto a los pasos a seguir; a algunos notarios, por razones más que obvias sobre las que, por prudencia, no me voy a pronunciar aquí, y a los prestatarios porque perciben el nuevo itinerario precontractual como una extravagancia burocrática más que, en el peor de los casos, puede haber comportado pérdida de arras (no habría estado de más una disposición transitoria previendo esta eventualidad). Pero más enojados estarán los prestatarios si, en unos años, descubren que los tribunales interpretan de manera extensiva la presunción de cumplimiento de los requisitos de transparencia material. Y no cabe descartar que se torne en contra de este mecanismo el propio TJUE, por interpretarlo como un intento de eludir el principio de efectividad de la normativa europea de cláusulas abusivas (lo que no sería extraño a la luz de la STJUE 18.12.2014, C-449/13, Bakkaus, en cuanto a crédito al consumo).
Este andamiaje refleja un intento de proporcionar seguridad jurídica que, sin embargo, ha generado ya discusiones, sin ir más lejos, en cuanto al nada desdeñable aspecto del alcance de la presunción. Entiendo que son acertadas las tesis que defienden, con argumentos extraídos de la tramitación de la LCCI y del su articulado, que la presunción no puede extenderse a un juicio notarial de comprensión real por parte del prestatario, aunque no creo que ello se pueda fundar en que el notario no necesariamente tiene suficientes conocimientos económicos para valorarlo (¿acaso los tiene el prestatario o, si no los tenía, se los habrá podido transmitir el prestamista?) y tampoco en que el notario no es psicólogo, puesto que el mismo argumento valdría, con todos los matices que se quiera, para el juicio de capacidad. Además, la tendencia de la LCCI a alejarse del parámetro del consumidor-medio ciertamente puede hacer dudar de lo que la norma persigue. Habrá que ver, sin duda, cómo lo interpretan los tribunales y, en función de ello, cuál es la respuesta del TJUE.
Pero es que, además, otra vez, surgen dudas incluso en cuanto al mismo ámbito de aplicación de estas disposiciones: mientras que para algunos al tratarse de una cuestión de transparencia, rige solo cuando el prestatario sea un consumidor, para otros se aplica a cualquier prestatario o garante de los definidos en el art. 2.1 LCCI. Esta última es, a mi modo de ver, la tesis correcta: los arts. 14 y 15 no distinguen (a diferencia de lo que hacen otros preceptos, como los arts. 24 y 25) y tampoco lo hacían ni la Orden, de transparencia, de 2011 (art. 19), ni su antecesora, la Orden de 5 de mayo de 1994 (art. 1), esta última naturalmente ajena a la influencia de los trabajos preparatorios de la Directiva 2017/14/UE: la transparencia no es un concepto exclusivo de derecho de consumo y, por no saber, no sabemos ni siquiera a qué ámbito (contratación bancaria, derecho de consumo) la refiere la Ley; tanto el TS desde 2013 como la propia LCCI, en particular con las reformas de la LCGC y del TRLGDCU (DF 4 y 8, respectivamente), no contribuyen en absoluto a aclarar en qué sentido emplean este concepto. Nuevamente, este es el germen de controversias futuras, de igual signo a las que en principio se pretendía evitar.
IV. Del control previo al control de contenido
El repetido afán por zanjar con carácter previo cualquier disputa futura sobre abusividad o falta de transparencia se pone de manifiesto igualmente en el establecimiento de normas imperativas sobre intereses de demora y vencimiento anticipado. El vencimiento anticipado se produce únicamente si se dan los impagos recogidos en el art. 24 (con su titubeo entre porcentajes del capital y mensualidades), cuyo ámbito, por cierto, presenta discordancias de calado respecto del nuevo art. 693.2 LEC. Y los intereses de demora son los que marca el art. 25, ni más ni menos. No cabe pacto en contra, ni siquiera si resultase más favorable al prestatario, eventualmente consumidor.
Como ya se ha ido destacando respecto de otros aspectos, conviene tener presente que estas reglas rigen únicamente para los contratos definidos en el art. 2.1 (a) de la LCCI, es decir, los concedidos a personas físicas con garantía real sobre un inmueble de uso residencial. Por consiguiente, en préstamos concedidos a consumidores para la adquisición o conservación de derechos sobre terrenos o inmuebles construidos o en construcción, sí es posible pactar otras condiciones para el vencimiento anticipado o intereses de demora distintos, que por supuesto estarán sujetas al control de abusividad por parte de los tribunales. Aunque estos supuestos puedan ser relativamente poco frecuentes en la práctica española, cuanto más se analiza la LCCI más columnas se van añadiendo esa hoja de cálculo para definir qué preceptos rigen para cada operación.
En cualquier caso, dentro del ámbito de aplicación de la LCCI, por tanto, una parte del contenido contractual viene predispuesto por la ley en términos imperativos. Y, a lo largo del articulado, se descubren otros indicios del camino que es posible que se siga en el futuro: un recorrido gradual hacia la estandarización de modelos contractuales. En efecto, el art. 22.1 establece que en los contratos se harán constar, además de los elementos esenciales, “los datos y los elementos que se determinen por el Gobierno mediante real decreto”.
Es decir, además de tener que adecuarse a la FEIN y a la FiAE y habiendo quedado sustraídos a la autonomía de la voluntad aspectos tales como las cláusulas suelo, los intereses de demora o el vencimiento anticipado, se prevé la existencia de otro tipo de contenido contractual obligatorio, establecido reglamentariamente (véanse el nuevo art. 5.1 de la Ley 10/2014, de 26 de junio, de ordenación supervisión y solvencia de las entidades de crédito, o la habilitación para el desarrollo reglamentario de la DF 15.1 (a) de la LCCI).
Y la facultad de desarrollo va más allá, puesto que la citada Disposición (apartado 1, letra d) prevé “el establecimiento de un modelo de contrato de préstamo con garantía hipotecaria y de medidas que favorezcan su utilización, que será voluntaria para las partes”, al estilo belga.
Cabe preguntarse si, con el tiempo, la regla puede invertirse, de modo que el modelo (en realidad, deberían elaborarse unos cuantos, puesto que de otro modo habrá problemas para encajar los distintos ámbitos de aplicación de la LCCI) se prevea como obligatorio, salvo que las partes convengan excluirlo, para posteriormente eliminar incluso esta posibilidad, de modo que el contenido contractual venga determinado por la normativa en su práctica totalidad.
Aunque la Directiva se mantuvo firme en la línea de reforzar los requisitos de información precontractual, con la idea de que esta asegura la conclusión de contratos transparentes y consentidos, es de todos sabido que la utilidad de esta técnica es relativa. Demasiada información equivale a desinformación y, por otro lado, si no entendíamos el IRPH, tampoco entendemos el Euribor ni creo que lo hagamos nunca. Por consiguiente, la vía de la estandarización del contenido contractual, aunque radical, no parece descartable y, por tanto, resultan bienvenidas las incursiones de la LCCI en este sentido.
Se podía conjeturar que la obligación de depositar las condiciones generales (art. 7) forzaría de hecho a la uniformización, al menos por parte de cada prestamista, pero a juzgar por la cantidad de modelos que se están inscribiendo, todo hace pensar que la norma simplemente habrá generado un archivo inmanejable. Razón de más para mover ficha en el sentido de la estandarización.
V. Nuevas fuentes de controversia
Sin embargo, por ahora, no parece que vayan a alcanzarse los objetivos de reducción de la litigiosidad que persigue la norma porque ella misma deja puertas abiertas a nuevas controversias, en particular por lo que se refiere a si se han cumplido adecuadamente o no sus propias previsiones. En este sentido, puede verse la irrenunciabilidad prevista en el art. 3, o la previsión del art. 44.3, según la cual los pactos cuya finalidad o efecto sea reducir o menoscabar en cualquier forma la protección otorgada por la LCCI se considerarán nulos de pleno derecho. Si las vías para alegar falta de transparencia o abusividad en el sentido empleado hasta ahora se complican o incluso se cierran, quizá se abran nuevas alternativas por infracción, justamente, de la LCCI (además, claro está, de las dudas que generan los distintos ámbitos de aplicación y de los litigios que pueda propiciar el incierto trato que se brinda a la llamada transparencia material, ya mencionados).
VI. Las novedades en cuanto al control de solvencia no sanan todos los males
El otro gran pilar en que se considera que descansa la Directiva es el control de solvencia, tanto por establecer expresamente que el valor del inmueble gravado en garantía, o las perspectivas de que aumente, no deben jugar un papel predominante en la evaluación, como, muy en particular, por la prohibición de conceder el préstamo si el resultado es negativo, es decir, si no es probable que las obligaciones derivadas del contrato se cumplan de conformidad con lo establecido en el mismo.
Ni la norma comunitaria ni la LCCI (art. 11) establecen las consecuencias de la infracción de esta obligación por parte del prestamista. Sin perjuicio de las sanciones en que pueda incurrir, falta un remedio de derecho privado efectivo y con impacto en la concreta relación contractual en la que se haya producido la concesión contra lo indicado por el análisis de solvencia (como pudiera ser la pérdida del derecho a cobrar intereses moratorios y/o remuneratorios o la reducción del capital que debe ser objeto de devolución – es decir, la nulidad parcial del préstamo –). Parece como si también este punto, como en tantos otros, se remita al desarrollo reglamentario (DF 15.1, letra h, al referirse a las condiciones y efectos de la evaluación de la solvencia).
Ahora bien, del mismo modo que la información precontractual y el control de transparencia no fueron capaces de evitar los efectos de la crisis, tampoco cabe depositar ahora en el control de solvencia todas las esperanzas y pensar que será la respuesta a todos los problemas, no ya porque la previsión es de sentido común y, patologías a un lado, en línea de principio aplicada, sino porque su naturaleza es, por definición, de pura estimación y el acierto o no depende de factores externos, de mercado y del concreto prestatario, que son esencialmente volátiles. Por supuesto que es preciso fomentar la concesión responsable de crédito –así como el endeudamiento responsable– y la relevancia de los intereses que la norma prohibitiva persigue salvaguardar sobrepasa con creces los efectos negativos que pueda tener en cuanto al alcance de la autonomía privada. Aquí se señala únicamente que, del mismo modo que la información precontractual adecuada no blinda al sistema frente a situaciones excepcionales, tampoco podemos hacer descansar en un control de solvencia más rígido la salud del mercado, especialmente porque, como queda dicho, incluso el prestamista más riguroso es incapaz de predecir el futuro, individual y colectivo, o incluso global.
VII. Hay claros, pero los grandes temas ni siquiera se abordan
Otros aspectos de la regulación derivan directamente de la Directiva, como sucede en materia de productos vinculados y combinados, de remuneración y formación del personal, de servicios de intermediación o de préstamos en moneda extranjera.
Aunque algunas entidades han dejado de ofrecer estos últimos para fines perfectamente legítimos y a los que toda idea de especulación es ajena (así, por ejemplo, a ciudadanos residentes en el extranjero que quieren adquirir una segunda residencia en España pero obtienen sus ingresos en una moneda distinta al Euro), estos no han sido los casos que han generado problemas en el mercado hipotecario español y se sacrifica la conveniencia de este producto en aras de garantizar una mayor protección frente a operaciones de riesgo muy elevado para el prestatario que no se encuentra en circunstancias como las descritas. Ciertamente, la Directiva (y su transposición) frenan en este sentido las transacciones de este tipo, pero ello no es imputable al legislador español, sino al europeo.
Por otro lado, pese a lo complejo de la redacción del precepto, merece un juicio positivo la reducción de la posibilidad de pactar comisiones de amortización anticipada en préstamos a interés variable, donde el riesgo de pérdida de beneficio para el prestamista es mucho menor. Y lo mismo cabe decir de la eliminación de la declaración manuscrita del art. 6 de la Ley 1/2013.
Pero los grandes temas quedan sin tocar y ni siquiera se han analizado.
De hecho, en materia del valor de tasación a efectos de ejecución hipotecaria, el sistema de absoluta falta de conexión con la realidad en que se basa se mantiene y, en cambio, para mayor agravio, se genera una nueva discordancia con el precio de salida para la venta notarial, que no puede ser inferior al valor de tasación, de modo que no cabe la reducción del 25% prevista en el art. 682 LEC. Aunque ello se puede justificar por la mayor agilidad que se espera de la venta notarial, el resultado es que nos encontramos todavía con un valor distinto más para el mismo inmueble, en función de que se decida ejecutar por vía ordinaria o hipotecaria o, ahora, por venta notarial, sin perjuicio, naturalmente, de la disparidad de valores de adjudicación en caso de subasta desierta dependiendo del destino que se dé al inmueble.
Tampoco se aborda la cuestión de la dualidad de procedimientos en manos del acreedor y de las posibles alternativas a la misma, ni la opción de imponer al acreedor la adjudicación del bien en caso de ausencia de postores, lo que podría disuadir de ejecutar la garantía en escenarios de recesión del mercado, como los que tenemos todos en nuestra memoria reciente y que todavía hoy se producen.
Y es que, en definitiva, la “tolerancia razonable” antes de ejecutar que impone el art. 28.1 de la Directiva ni siquiera se menciona. El precepto se ignora, como si no existiese. Es verdad que es una norma tan imprecisa en sus términos que es fácil confundirla con una declaración de principios, pero no lo es y nada hace el legislador español para prever mecanismos que procuren asegurar que el resultado de la ejecución sea proporcionado a las circunstancias de la concreta relación contractual y de las partes que la conforman. No basta una norma imperativa sobre vencimiento anticipado.
A juicio de quien suscribe, es necesario dotar a los tribunales de criterios con los que decidir, en particular, si la pérdida de la vivienda y el consiguiente lanzamiento son o no medidas proporcionadas al incumplimiento y a los restantes parámetros que definen una determinada situación. Y ello especialmente en país en que tan escandaloso ha sido el efecto de la crisis en las economías domésticas, generando la pérdida de la vivienda habitual en un número de casos, siempre incierto, pero en todo caso excesivo.
Claramente el sistema de ejecución, al que avalan en líneas generales décadas de funcionamiento razonable, requiere de una adaptación, entre otras cosas, a préstamos o créditos de larga duración. Poco alienta en el sentido aquí defendido el pronunciamiento mayoritario del Tribunal Constitucional en la Sentencia 32/2019, de 28 de febrero, pero quizá quepa ver en el voto particular alguna esperanza de futuro. Por ahora, esa tan mal llamada “nueva Ley hipotecaria” se ha quedado en el tintero.
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