1.- Introducción y planteamiento del problema.
Se ha aprobado recientemente la Ley 17/2009, de 23 de noviembre, sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio, que se ha venido a denominar como “Ley ómnibus” por esa moda que hay ahora de ponerle nombres a las leyes. Y es que, quizás, como en la actualidad se apuesta más por alterar el lenguaje y llamar a las cosas por otro nombre en lugar de hacerlo por aquél que les pertenece se sustituye ya el nombre propio hasta de las leyes, y en lugar de hablar de la Ley 17/2009 se hace de “la Ley ómnibus”. Pero lo curioso es el nombre que se ha utilizado, porque esta expresión tiene su etimología del latín y significa “para todos”, cuando en realidad muchos colectivos profesionales podrían entender que se ha llevado a efecto frente a ellos en lugar de para ellos.
Aunque esta Ley venga inspirada en normativa europea, una total liberalización de actividades no supone, ni mucho menos, una mejora en la calidad del servicio que se presta. Y no lo hace, porque la ausencia de control que conlleva la inexigibilidad de inscribirse ahora en un colegio profesional para ejercer una actividad profesional, cuando se consigue una licenciatura o se accede a los requisitos exigidos en cada profesión, conlleva la existencia de un “totum revoluntum”. Lo llamamos así porque ya que se puso el apodo latino de “ómnibus” a la norma antes citada se está también utilizando esta expresión, más práctica y gráfica, y que se utiliza cuando queremos dar sensación de que hay desorden en algún sitio, que está todo formando un caos.
Los colegios profesionales han estado clamando contra esta normativa. Pero no, como se ha dicho por los que apoyaban esta filosofía, por intereses corporativos o profesionales, sino porque la realidad nos demuestra que no es posible ceder un cheque en blanco a cualquier persona para que se dedique a la actividad de prestación de servicios sin que por el ejercicio de la misma pueda estar sometido a un control, ya ético, ya disciplinario. La absoluta liberalización de actividades, con las excepciones que se han recogido en la norma citada, determinará que la fiscalización que un colegio profesional puede llevar a cabo a quien es denunciado por un particular por haber llevado a cabo un servicio profesional de forma poco ética o con absoluta negligencia no pueda verificarse. Es evidente, con ello, que las “ovejas negras” que siempre existen en todas las profesiones no quieran verse sometido por estos controles de calidad en la prestación de servicios que siempre tienen los colegios profesionales. Y, precisamente, son estas “ovejas negras” las que desprestigian el buen hacer de otros profesionales que se esfuerzan por atender correctamente a sus clientes, que podemos ser todos- Usted también, estimado lector- en cualquier momento. ¿A quién podremos ahora reclamar un servicio mal prestado cuando el “profesional” que hemos elegido no está colegiado? Es lógico pensar que a la larga los ciudadanos van a exigir la respuesta de calidad que da quien está colegiado en un colegio profesional, pero este conocimiento no está siempre a disposición de los interesados. Por ello, el presupuesto que hasta ahora existía de la necesidad de incorporarse un profesional a un colectivo habilitado para el ejercicio de una determinada actividad da paso ahora a una absoluta liberalización de las actividades no excluidas por la norma, con lo que desaparece el control profesional para aquellos que tengan una determinada cualificación concedida por una licenciatura, pero sin que esta quede amparada por unos requisitos de calidad mínimos que hasta ahora se exigían. Desde luego, si se quería mejorar la calidad de los servicios profesionales con una norma no ha sido la forma más acertada. Ya decía George Bernard Shaw que el éxito encubre mil desaciertos. Y muchos juristas entienden que la liberalización total de servicios sin control y el desapoderamiento a los colegios profesionales de la actividad fiscalizadora para el mal servicio que puede prestarse por algunos profesionales supone un desacierto que nunca llevará al éxito de mejorar la calidad de la prestación de los servicios profesionales. Vamos, de los que solicitamos todos los ciudadanos de muchas profesiones.
Es por ello, por lo que avanzaremos más adelante en qué medida entendemos que la citada “Ley ómnibus” puede afectar o incidir en la formación del administrador de fincas y el nuevo campo que ahora se abre en la lucha por establecer criterios distintivos entre el administrador colegiado que se forma y recicla de forma continua, el colegiado que no cumple con esta “obligación personal y profesional” y al que sin tener ninguna cualificación profesional ejerce esta profesión sin recibir, obviamente, ningún tipo de formación.
Recordamos, por ello ahora que en el año 2007 se celebró el Congreso anual de Colegios Territoriales de Administradores de Fincas colegiados en Barcelona. Un congreso al que asistieron más de 400 congresistas y que centró gran parte de sus objetivos en la mejora de la actuación profesional del administrador de fincas bajo criterios de calidad y conversión del profesional en el auténtico gestor de las comunidades de propietarios. Indiscutiblemente, esta aspiración final partía de un concepto básico a considerar, cual es el de la propia consideración del profesional administrador de fincas, quiénes son los profesionales cualificados que pueden administrar inmuebles y, por todo ello, la necesidad de que por la Administración Central se ubique a este colectivo en el lugar de primer orden que le corresponde habida cuenta la importante función que supone administrar el patrimonio más importante que puede tener una persona, cual es su piso; es decir, aquél bien sobre el que constituimos nuestras hipotecas y sobre el que los españoles destinan en término medio un 40% de sus ingresos para poder hacer frente a su coste.
En consecuencia, ponemos sobre la mesa una primera afirmación que debe quedar clara. Así, la cuestión a considerar es lógica por obvia, ya que ¿cómo es posible que bajo estas perspectivas se pretenda minusvalorar la auténtica y esencial función que despliega este colectivo con una tarea compleja y con el problema, -que no podemos dejar de lado-, de las distintas sensibilidades y pareceres que siempre existe en una comunidad de propietarios acerca de cómo se deben hacer las cosas, cómo se debe gestionar una comunidad, o los innumerables problemas que siempre existen en estos casos.? La pregunta es larga. No lo negamos. Pero tan larga como cierta en orden a los innumerables problemas a modo de barreras, muchas veces infranqueables, que se interponen para que este colectivo pueda hacer su trabajo.
Para empezar, consideramos que es básico un inicial reconocimiento, a modo de titulación en la que encasillar a un colectivo que no puede ubicarse en profesiones de grado medio, sino del grado preciso que requiere su alta cualificación. No podemos pretender que nuestras propiedades estén administradas por personas sin titulación, ni la debida colegiación, como si se le diera una patente de corso a quienes no han acreditado unos conocimientos específicos para poder ejercer su profesión. Esto ocurre de la misma manera con la abogacía, con la arquitectura o con decenas de actividades que exigen de unos conocimientos específicos y propios para poder realizar una actividad profesional. Por ello, entendemos que se perdió una oportunidad histórica cuando se reformó la LPH en la Ley 8/1998 y no resolvió esta cuestión en el importantísimo art. 13 LPH del que ahora nos encontramos con problemas difícilmente salvables.
Por ello, es fundamental definir las actividades profesionales y otorgar a las que realizan una actividad de fuerte componente social la importancia que realmente tienen y la específica función pública que desarrollan en este caso los administradores de fincas. Los servicios públicos no son ejercitados tan solo por aquellas parcelas de la Administración Central, local o Autonómica, ya que siempre se ha hablado también de que los colegiados ejercen una actividad de función pública cuando prestan un servicio profesional a un cliente. En efecto, en modo alguno puede negarse que esta actividad y otras muchas tienen una auténtica labor de servicio público, si por tal podemos entender aquél que sirve para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos mediante la mejora en la prestación de un determinado servicio.
El servicio público no se presta tan solo por los profesionales que trabajan en la Administración Pública del ámbito que sea, sino que también se ejecuta por profesionales liberales, como los administradores de fincas, que tienen una función importante para que los ciudadanos que viven bajo el régimen de la propiedad horizontal puedan recibir prestaciones de servicios de calidad en la gestión de sus inmuebles. Este es el prisma en el que debe fijarse quien debe adjudicar la auténtica categoría laboral y profesional de los profesionales que pueden mejorar las condiciones de vida de muchos ciudadanos y conste que del tema que tratamos no podemos negar que las cifras son espectaculares si podemos pensar las cifras de viviendas que existen bajo el régimen de la Propiedad Horizontal.
Sentada, pues, esta premisa básica de la ubicación profesional de este sector, un segundo objetivo se centra en la necesidad de que quien demanda la adjudicación de una determinada ubicación profesional y exigencia de que a quien desempeñe esta función social se le exijan una serie de requisitos de titulación y colegiación también tiene que dar una justa contraprestación de sus servicios. Y esta requiere, para que sea de calidad, que venga acompañada de una adecuada formación en las constantes reformas que se están aprobando en nuestro Parlamento y, también, en los criterios que se van implantando para la resolución de los problemas que siempre surgen en la actividad laboral.
Nos estamos refiriendo a la necesidad de llevar a cabo una exigente formación continuada que asegure a los profesionales que estarán en las condiciones de conocimientos necesarias para dar respuesta en tiempo y forma a las demandas de una sociedad cada vez más exigente y más competitiva. Dos conceptos, estos últimos, que precisan que el profesional se embarque en una apuesta por mantener un elevado nivel de conocimientos para permitirle que el ciudadano tenga la seguridad de que la gestión de nuestros inmuebles esté en las manos de profesionales que no solamente han acreditado una mínima titulación y colegiación para realizar una función, sino que, también, mantienen un elevado nivel de conocimientos mediante el seguimiento y realización de una serie de cursos de formación periódicos.
¿En qué medida, nos preguntamos, se puede realizar un frente al intrusismo si el nivel de formación continuada es reducido en un colectivo? ¿Está en condiciones de demandar una persona que se reconozca la labor que desarrolla un profesional cuando abandona la formación continuada y se mantiene en el ejercicio profesional bajo la inspiración de los conocimientos que adquirió en su momento y los que va recibiendo al estudiar los casos concretos que se ponen sobre su mesa?
Indudablemente, la respuesta debe ser negativa, ya que solo con una formación continuada los profesionales, en este caso, de la administración de fincas, pero también los de cualquier actividad profesional, pueden estar en condiciones de responder a las demandas de nuestra sociedad. El problema surge en la forma en la que debe llevarse a cabo esta formación y la forma, también, en la que se puede llevar a convencer a los profesionales de la importancia de estos objetivos y que, en el caso de no conseguirlo, cómo organizar una formación continuada obligatoria que exija a todos los profesionales la acreditación del seguimiento de estos conocimientos periódicos.
2.- Afectación de la Ley “ómnibus” en la formación del administrador de fincas. Diferencias entre el profesional colegiado, el no colegiado y el intruso. ¿Es posible la formación obligatoria?
La aprobación de la denominada “Ley Omnibus” provocó ya en su tramitación parlamentaria y en su aprobación final serias y lógicas reticencias en todos los colegios profesionales, pero no, como hemos expuesto, por un sentimiento corporativo, sino porque es evidente que la no exigencia de la colegiación es una puerta abierta a la merma de la calidad de un servicio que hasta ahora se prestaba por profesionales colegiados.
Sin embargo, visto que la sociedad debe afrontar la reforma como es, entendemos preciso que la ciudadanía conozca el nuevo campo de juego que ahora se abre en esta cuestión cuando recabe a un profesional la prestación de un servicio público. No olvidemos que el ciudadano es el que elige a qué profesional se dirige, y en muchos casos, tiene hasta la opción de dirigirse a distintos colectivos que pueden llevar a cabo una actividad, huyendo esta tesis de la teoría de la especialización y mayor cualificación que siempre ha conllevado la concentración de la prestación de servicios en profesional concretos y altamente cualificados.
Pero la cuestión principal con la que ahora nos enfrentamos radica en que mientras que hasta la fecha la alta cualificación se presumía por la pertenencia a un colegio profesional, en el actual estado de cosas resulta que la no exigencia de colegiación nos va a permitir encontrar, junto a los intrusos que sin titulación ejercen una actividad, a los “profesionales” no colegiados que disponen de una titulación y que ahora van a actuar sin ningún tipo de control ni fiscalización de su actividad profesional. Por ello, los colegios profesionales tienen ahora la puerta abierta para explicar a sus posibles clientes y a la ciudadanía en general la prestación de servicios de calidad que están en condiciones de prestar un colegiado y también, - ¿por qué no?- de explicar los peligros que supone encargar un servicio a un colegiado, cuando no a un intruso. La publicidad comparativa no está prohibida como sabemos siempre que no se falte a la verdad, y es evidente que el no colegiado y el intruso no van a poder recibir la formación y los servicios que se prestan de forma exclusiva a quien pertenece a un colegio profesional.
Por ello, y abundando en la apuesta por la formación como eje central de la prestación de servicios que se da al administrador de fincas colegiado, en el citado Congreso Nacional giró una de las ponencias impartida por Elena Juano Berdonces, Secretaria de la Junta de Gobierno del Colegio de administradores de fincas de Barcelona-Lleida sobre el tema de la formación y la actividad de servicio que presta el administrador de fincas. En la misma se fijaron las bases de la importancia de esta formación continuada y que para que esta formación y reciclaje tuviera unas garantías profesionales para todos los compañeros se deberían exigir dos factores:
1.- La creación de unos créditos de formación obligatorios con un mínimo de dos créditos anuales. Estos créditos deberían ser avalados por el colegio respectivo mediante una certificación homologada oficialmente que daría una mejor transparencia como miembros del sector inmobiliario.
2.- En referencia al reciclaje, un test de evaluación obligatorio, cuyo resultado sería interno y privado solo para el colegiado cada diez años para saber cuál es el nivel profesional del colegiado.
Estas dos fórmulas deben ser objeto de matices y detalles para poder ser llevadas a la práctica, pero es indiscutible una afirmación que no dará lugar a dudas, con respecto a que si no avanzamos en la exigencia de una formación obligatoria los resultados actuales de asistencia de muchos profesionales de distintos colectivos a sus propias jornadas de formación nos haría sonrojar a todos. Es conocido que los porcentajes de asistencia a cursos de formación no llegan en muchos casos ni al 15% del volumen total de los profesionales de un colectivo. Con ello, tenemos a un 85% de los profesionales que se forman atendiendo al caso concreto que estudian o siguen una autoformación que no reúne los mínimos requisitos de calidad que se derivan de la riqueza del juego comparativo de las opiniones que siempre surgen en ponencias y coloquios. La pregunta que surge a continuación es obvia: ¿Cómo pueden los colegios profesionales de administradores de fincas y los restantes en general trasladar a la ciudadanía que la colegiación garantiza la mayor prestación del servicio en calidad si luego las cifras de asistencia a la formación no alcanza el 20%?
Los profesionales no nos damos cuenta de que la convivencia e intercambio de opiniones y puntos de vista ante los distintos problemas que surgen en esta materia de la Propiedad Horizontal y otras muchas es una necesidad de primera magnitud que solo la tienen asumida unos pocos. Así es, ya que razones de comodidad o un concepto mal entendido del exceso de trabajo y necesidad de dedicar exclusivamente nuestro tiempo de trabajo al despacho o atenciones profesionales. Olvidamos que la formación continuada no es una pérdida de tiempo, sino una forma de optimizar nuestro rendimiento futuro mediante la plasmación de los conocimientos adquiridos en la formación continuada. Cierto es que, posiblemente, el curso de formación concreto no nos resuelva un problema inmediato, pero sí que nos resolverá muchos problemas que irán surgiendo en el futuro. El síndrome del profesional quemado a que se hizo referencia en el Congreso de Barcelona conlleva que muchos profesionales piensen que no tienen tiempo que dedicar a la formación continuada, como si se tratara de un tiempo perdido, olvidando que este tiempo se invierte en la mejora de nuestras aptitudes para dar respuesta a los problemas que van surgiendo.
Quienes acuden con habitualidad a los cursos de formación repiten una y otra vez su asistencia porque saben que ese intercambio de opiniones o experiencias acerca de cómo otro compañero está resolviendo un problema que para otros puede ser un mundo rentabiliza al máximo el tiempo que se le ha dedicado en la asistencia a los cursos de formación. Así, muchos profesionales cambian su forma de trabajar tras asistir a estos cursos, al conocer la sistemática de trabajo de otros compañeros, cómo mejorar el rendimiento de un despacho, cómo optimizar el rendimiento del personal, cómo formar también a este personal con un sistema de formación también obligatoria para ellos, etc.
El problema radica, sin embargo, en cómo poner en marcha un sistema de formación obligatoria que permita y consiga que el 85% de los profesionales de cada colectivo que no acuden al reciclaje de la formación continuada se convenzan de que no se trata de u complemento a su trabajo, sino de una necesidad de primer orden tan importante como atender a las consultas de los clientes o de programar su respectiva agenda de trabajo. En efecto, se trata de acostumbrar a los profesionales de dejar un hueco en estas agendas a la formación como si se tratara de una actividad profesional más que aunque no reporta efectos inmediatos en el plazo corto, sí que lo hace en el plazo largo.
Entendemos que todo colectivo ha podido comprobar cómo la voluntariedad del sistema está produciendo efectos realmente desmoralizadores y no solo en materia de formación, sino porque todavía no existe una asunción de la idea de la necesidad complementaria a la formación que se imparte en los colegios profesionales debe venir acompañada por las herramientas de trabajo que siempre supone la suscripción a revistas especializadas que nos hagan más fácil el camino semanal o mensual. Y es que no es posible controlarlo todo o tener la capacidad de acceder a la información de reformas legislativas, opiniones técnicas o comentarios doctrinales realizados por expertos que nos resuelvan problemas técnicos.
Pues bien, esta formación obligatoria puede ponerse en práctica mediante la comunicación a los colegiados de la necesidad de cubrir un cupo mínimo de créditos anuales por la asistencia a los cursos que voluntariamente sean seleccionados al modo y manera que ocurre en la Universidad al escoger el alumno las actividades o asignaturas que les reportan el número de créditos exigidos para ir cubriendo las expectativas de aprendizaje exigido cada año.
Evidentemente, no se trata de imponer una formación concreta en áreas y contenidos específicos que, posiblemente, al colegiado pudieran importarte poco, sino ofrecer un amplio abanico de posibilidades a las que puede llegar el colegiado y que puede ir alcanzando mediante la asistencia a los programas o cursos que sean de su agrado y que se lleven a cabo en épocas en las que pueda acudir. Este sistema es ciertamente flexible al compaginar una amplia oferta de contenidos formativos con una extensa diversificación temporal en su implantación. Mediante estas dos opciones el colegiado deberá entender que el sistema de cobertura de créditos mínimo anual no significa un deber sin causa, sino una obligación con motivación y ajustada a los horarios de cada uno.
La plasmación de estos contenidos obligatorios en la formación continuada exigiría una modificación de estatutos en donde se marquen las pautas que deben seguirse por los profesionales, el número de créditos mínimos que deben obtenerse cada año y las consecuencias sancionadoras del incumplimiento de estos requisitos mínimos de formación. Así las cosas, mediante la fijación estatutaria de la formación obligatoria el profesional tendría perfecto conocimiento de esta necesidad y lo que en principio no sería bien recibido por quienes no realizan ninguna actividad formativa acabaría entendiéndose como esa necesidad de primer orden que sí que tienen asumido, sin embargo, quienes hacen de la formación una apuesta de vida profesional. A estos profesionales no hay que convencer de la necesidad de la formación continuada, y es ante el fracaso de la insistencia voluntarista sobre la formación lo que exige dar el salto a la obligatoriedad de esta vía.
Esta fórmula marcará el verdadero ámbito diferenciador entre el colegiado y el no colegiado, y no digamos nada con respecto al intruso, y da una respuesta a la verdadera opción que tienen los colegios profesionales de administradores de fincas de publicitar a la ciudadanía para qué sirve un colegio profesional y en qué medida se pueden proteger y tutelar mejor los intereses particulares de los ciudadanos que contraten sus servicios profesionales con un administrador de fincas colegiado, así como los riesgos que se corren de hacerlo con un profesional que no tenga su cobertura de responsabilidad civil, por ejemplo, cubierta mediante un seguro que atienda al ciudadano de posibles imprudencias cometidas en el desempeño de su función.
Es obvio señalar, - y esto es muy importante puntualizarlo-, que pese a la “Ley ómnibus” el ciudadano tiene derecho a conocer las diferencias que pueden existir entre un profesional que se encuentra inscrito en un colegio profesional y aquél que no lo está, ya que una cosa es la absoluta liberalización de los servicios profesionales y otra bien distinta que el ciudadano que es el receptor de estos servicios no conozca en qué se puede diferenciar un profesional y otro. De ahí que en buena medida se convierta la publicidad en pieza esencial en el engranaje de la comunicación que ahora debe existir no solo de los colegios profesionales al propio colegiado, sino de estos mismos colegios profesionales a la ciudadanía.
No es posible dedicar esfuerzos a cuestionar una Ley que está en vigor y hay que respetar y cumplir aunque no se compartan algunos de sus principios inspiradores, por lo que los esfuerzos deben ir dirigidos a explicar en qué beneficia a las comunidades de propietarios que contraten los servicios profesionales de un administrador de fincas colegiado frente a la pretensión de algunos de hacerlo con un colegiado, cuando no con una persona sin cualificación ni titulación alguna que ofrece sus servicios a un bajo coste. Es el momento de explicar por qué puede ser más perjudicial contratar servicios profesionales que se ofrecen “rompiendo” los precios en el mercado de la oferta y la demanda y en qué medida se beneficia la comunidad de propietarios que contrata sus servicios con un profesional colegiado y que, además, acredite la verdadera cualificación por la realización de los cursos que correspondan seguidos en su respectivo colegio profesional.
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