I. Introducción
La Memoria de la Fiscalía General del Estado del año 2020, que ofrece los datos del año 2019, muestra de nuevo unas cifras inquietantes, pues durante el año 2019, incrementaba otra vez el número de procedimientos incoados por casos de violencia doméstica de menores sobre sus ascendientes o hacia sus hermanos pese a los esfuerzos desplegados desde el sistema de justicia penal juvenil.
Concretamente en el año 2019 se contabilizaron 5055 asuntos, mientras que en 2018 se contabilizaron 4.871 asuntos frente a los 4.665 del año anterior y los 4.355 del año 2016.
Es conveniente precisar la existencia de ciertas limitaciones que ocurren cuando se emplean datos y estadísticas en estas materias, las fuentes oficiales (Ministerio del Interior, Instituto Nacional de Estadística, Consejo General del Poder Judicial, Fiscalía General del Estado) que proporcionan datos no siempre parten de los mismos parámetros, lo que dificulta extraer cifras fiables. En este caso, los datos procedentes de la Fiscalía General del Estado no reflejan por ejemplo la cifra del año 2010 y en los años 2007,2008, 2009 se integra violencia de género junto a violencia filio-parental. Pese a ello, se ha escogido esta estadística por ser la que ofrece los datos más actuales y completos.
El panorama que contempla las cifras es de por sí revelador, pues las cifras, si se observan en su conjunto desde el año 2006 hasta el último año recogido, son muy altas y la línea es ascendente. Por otra parte, pese a los esfuerzos realizados desde la jurisdicción de menores, no encontramos indicadores a corto plazo que desvelen una solución al problema de la violencia filio parental, lo que nos lleva a calificar dicho problema como un fenómeno que no cesa.
Cada una de esas cifras constituye en una tragedia familiar representando un drama humano en el que se encuentran afectadas miles de familias. Esas cifras no nos deben hacer olvidar que significan igualmente un importante esfuerzo de recursos empleados a diario en la jurisdicción de menores, y que viendo el incremento de las mismas se revelan como insuficientes, sobre todo cuando existe un consenso unánime que entiende que la resolución del problema no se alcanza mediante sanciones judiciales, sino en los contextos educativos más tempranos y por medio de la prevención.
Se puede llegar a pensar que esta modalidad delictiva es una suerte de mal endémico de nuestra sociedad del bienestar actual, sin embargo, basta mirar hacia atrás en nuestra legislación penal de menores para encontrarnos que el art. 11 del Texto Refundido de la Ley de Tribunales Tutelares de Menores de 1948, permitía a los padres acudir al correspondiente Tribunal para “impetrar el auxilio de la Autoridad correspondiente, con arreglo a lo dispuesto en el Código Civil, para internar al menor en un Establecimiento de corrección paterna legalmente autorizado”.
Por lo tanto, lo preocupante no es la novedad, pues como se ha visto es un fenómeno arraigado, lo inquietante es la intensidad y la cualidad con la que se manifiesta.
El comportamiento de malos tratos de los menores hacia sus ascendientes se proyecta temporalmente con una trayectoria más o menos dilatada, si bien las primeras manifestaciones se caracterizan por tratarse de conductas, que carentes de relevancia penal, apuntan a una problemática en las dinámicas familiares que progresan en una escalada de conductas violentas que hacen insoportable la convivencia en el hogar familiar. Esta forma de violencia presenta un ciclo característico, desarrollando un patrón de la conducta que se manifiesta en forma de falta de límites, arrebatos incontrolados y una creciente tendencia a los extremos (Mendoza Calderón, 2021).
Conviene precisar, en primer lugar, que en las próximas líneas nos vamos a centrar en el estudio concreto de una parte de la violencia intrafamiliar, la que tiene como protagonista a los descendientes menores de edad que ejercen violencia sobre sus ascendientes y hermanos.
La definición que nos ofrece la Organización Mundial de la Salud sobre la violencia entiende que consiste en “el uso intencional de la fuerza física, amenazas contra uno mismo, otra persona, un grupo o una comunidad que tiene como consecuencia o es muy probable que tenga como consecuencia un traumatismo, daños psicológicos, problemas de desarrollo o la muerte”.
Existen dos elementos clave que deben tenerse en cuenta a la hora de definir qué es la violencia filio-parental como son la intencionalidad y la reiteración en el tipo de violencia ejercida, ya sea psicológica, física o económica (Aroca C. , 2013).
Partiendo de esa definición de la OMS y de los elementos mencionados, añadimos, que la violencia paternofilial que nos interesa, además, deberá ser constitutiva de alguno de los tipos delictivos recogidos en nuestro código penal.
A continuación, se disecciona el tratamiento que nuestro ordenamiento jurídico dispensa a este fenómeno, especialmente la ofrecida por nuestro sistema de justicia penal, y cuáles son las alternativas de solución a la problemática expuesta.
II. A modo de aproximación
El periodo de la adolescencia es un estadio que se caracteriza por la existencia de numerosos cambios en los aspectos biológicos, psicológicos y sociales, dándose la oportunidad con frecuencia de conflictos entre los hijos y sus ascendientes. Estas situaciones de crisis pueden desembocar en ocasiones en incidentes de violencia física o verbal o de ambas.
Los primeros investigadores que identificaron esta modalidad de violencia la llamaron el “síndrome de los padres maltratados” (Harbin & Madden, 1979) si bien posteriormente se han adoptado otra serie de denominaciones “violencia de hijos a padres” o violencia filio-parental (Howard, 2011).
No es objeto de este artículo estudiar la etiología del fenómeno de la violencia intrafamiliar, pero resumidamente diremos que la mejor doctrina en la materia apunta a distintas vías hacia la violencia filio parental desde un modelo integrado (Aroca, Lorenzo, & Camilo, 2014). En su estudio los profesionales de las ciencias de la conducta tienen en cuenta una serie de elementos de interés, como el haber sido objeto de violencia por parte de los padres, la existencia de violencia doméstica en el seno familiar, la presencia de alguna patología mental o el consumo de tóxicos (Garrido, 2007). Si bien en la doctrina la relación entre consumo de alcohol o tóxicos y la violencia filio-parental es más discutida. Existen autores que si estiman su relación (Ibabe & Jaureguizar, 2011), pero otros autores no la consideran relevante (Walsh & Krienert, 2007) puede potenciarla, pero no causarla.
Tradicionalmente también se añadido a la exposición a la violencia otros factores relacionados con los estilos educativos que implican el uso del castigo y la privación emocional como también aquellos estilos de crianza permisivos donde hay una ausencia total de límites. Este modo de educar se caracteriza porque los padres mantienen una actitud sobreprotectora sobre el menor, sin entender de inicio que existe un problema conductual en el comportamiento del menor, y que cuando se prolonga esta situación en el tiempo se encuentran con que la convivencia se convierte en insoportable. El progenitor al ceder a las presiones causadas por la conducta disruptiva acaba reforzando negativamente su comportamiento (Trujillo, Sahagún, Cárdenas, & Ramírez, 2016).
También los estilos coercitivos incrementan la probabilidad de problemas de conducta agresivas de los hijos (Romero, Melero, Cànovas, & Antolín, 2005). En cuanto a los estilos permisivos explican la existencia de agresiones psicológicas hacia los padres (Calvete, Gámez-Guadix, & Orue, 2014).Un factor de riesgo relevante, y a tener en cuenta, se produce cuando no existe coincidencia de los estilos educativos del padre y la madre (Cuervo & Rechea, 2010).
En cuanto al tipo de violencia ejercida por los menores según su género los investigadores apuntan a que los chicos son más propensos a ejercer el maltrato físico, mientras que las chicas tienen más probabilidades de ejercer el maltrato emocional o verbal (Ibabe & Jaureguizar, 2011).
Además, como se ha señalado por especialistas en la materia, no debemos desdeñar un importante elenco de casos en los que los hijos fueron violentos con sus padres sin haber sido testigos de violencia entre sus progenitores y sin haber sido objeto de malos tratos, son los casos denominados como el “síndrome del emperador” en los que estos menores presentan rasgos psicopáticos (Garrido, 2008).
La presencia de la violencia filio-parental es más frecuente en familias con bajo estatus socioeconómico (Cottrell & Monk, 2004) aunque se puede presentar en todo tipo de contextos socioeconómicos (Calvete, Orue, & Sampedro, 2011). En el contexto familiar existe más riesgo de producirse en familias monoparentales (Pereira & Bertino, 2009). En cuanto a los progenitores existen mayores de tasas de violencia hacia las madres que respecto de los padres (Pagani & Tremblay, 2009). Algunos documentos de interés señala el respeto que los menores que mantienen hacia la figura de los abuelos, ya que, no obstante haberse cometido en ocasiones maltrato hacia los abuelos, lo ha sido en menor proporción que hacia la madre, pese a la existencia de un número de menores a cargo de sus abuelos, en familias en las que ambos progenitores se encuentran en prisión cumpliendo condena (Fiscalía General del Estado, 2008).
Existe una serie de circunstancias de estos estudios que se han de tomar en cuenta para valorar sus conclusiones. En estos estudios existe una metodología distinta en lo que refiere a la recogida de datos. Además, se puede encontrar que las escalas de medida del maltrato filio-parental utilizadas son muy diversas en algunos estudios y finalmente señalar que las primeras investigaciones desarrolladas de forma sistemática sobre este fenómeno no empiezan a publicarse en nuestro país hasta hace relativamente poco (Abadías & Ramón, 2019).
III. La relevancia penal de la conducta. ¿Y ahora qué hacemos? La intervención extra muros del derecho penal
Lo primero que se debe tener en cuenta es si la conducta tiene relevancia penal o no. Esta es una de las claves, que se relacionan con las posibilidades de intervención, destinadas a la solución del conflicto. Sugerimos una particular visión del concepto de relevancia penal para los siguientes puntos de vista: subjetivo y objetivo.
La conducta es relevante o no para el derecho penal, desde un punto de vista subjetivo, dependiendo si su protagonista se sujeta a la legislación específica que regula la responsabilidad penal del menor, o no es su caso.
Desde el punto de vista objetivo la conducta violenta es relevante para el derecho penal si es constitutiva de alguno de los ilícitos penales recogidos en el CP (EDL 1995/16398).
En cuanto al primer aspecto, es sabido que, conforme a la Ley Orgánica 5/2000, reguladora de la responsabilidad penal de los menores (EDL 2000/77474), en adelante LORPM, son penalmente responsables según dicha norma los menores mayores de catorce años y menores de dieciocho años por la comisión de hechos tipificados como delitos en el Código Penal o las leyes penales especiales.
Siendo inimputables los menores de catorce años, no se le exigirá responsabilidad con arreglo a la mencionada Ley, sino que se le aplicará lo dispuesto en las normas sobre protección de menores previstas en el CC (EDL 1989/1) y demás disposiciones vigentes. Si la conducta es perpetrada por un mayor de edad se le aplica las disposiciones previstas el CP, con arreglo al delito cometido, la pena que le corresponda y su régimen de ejecución.
En el aspecto objetivo, hemos de partir en primer lugar y discriminar aquellos comportamientos que reflejan problemas de conductas disociales de los menores y que carecen de contenido delictivo como pudieran ser por ejemplo la no asistencia a los centros de enseñanza; la inobservancia de los horarios señalados por los padres, el incumplimiento absoluto en el cometido de tareas en el domicilio familiar, etc. Estos ejemplos, lo que ponen de relieve es una ruptura con la posición de autoridad que deben ostentar los padres cuya solución no debe residir en la jurisdicción de menores mediante la intervención penal, y dejar para esta última, las conductas que revisten características delictivas.
Si el derecho penal no puede intervenir cuando la conducta no es constitutiva de un delito o cuando el delito es perpetrado por un menor de catorce años ¿Qué se hace?
En el primer caso, si nos atenemos a nuestro derecho de familia, en el Titulo VII del Libro I del CC “De las relaciones paternofiliales” encontraremos que en su Capitulo I se ubica el art. 155 cuyo apartado primer señala que los hijos deben obedecer a sus padres mientras permanezcan bajo su potestad, y respetarles siempre.
La patria potestad como responsabilidad parental conlleva una serie de deberes y facultades como velar por sus hijos, tenerlos en su compañía, alimentarlos, educarlos y procurarles una formación integral.
En el cumplimiento del deber de velar por sus hijos, los progenitores, pueden ejercer funciones de dirección, vigilancia y corrección del menor (respetar una serie de horarios -a fin de que amplíe sus horas de estudio, horarios de salida y entrada en el domicilio familiar, observar ciertas reglas de respeto en relación a los miembros de la unidad familiar, absentismo escolar, contribuir a las tareas domésticas, fugas del domicilio familiar…),esa función de corrección se debe ejercer con prudencia siempre teniendo presente el interés superior del niño y que no se atente a su dignidad, ni en general, a sus derechos fundamentales.
La reforma del CC, operada por la Ley 11/1981, de 13 de mayo (EDL 1981/2521), suprimió del CC el derecho de los padres a castigar a sus hijos (existente en el anterior 155.2 del Código Civil), pero se mantuvo el derecho a "corregir razonable y moderadamente a los hijos” en el art. 154. Posteriormente la Ley 54/2007, de 28 de diciembre (EDL 2007/222582) volvió a reformar el citado art. 154 CC, que establecía el denominado “derecho de corrección de los padres”, eliminándose un instrumento que permitía a los padres corregir los comportamientos de sus hijos que no se ajustasen a estas obligaciones. Se restringe pues con estas reformas el desempeño punitivo que se admitía hasta ese momento anterior a la reforma de 1981 por una facultad eminentemente tuitiva (García Pérez, 2018).
El legislador estimó en 2007 que el establecimiento de ese derecho, en los términos en los que estaba redactado en nuestro CC, podía entrar en contradicción con el art. 19 de la Convención sobre los Derechos del Niño de 20 de noviembre de 1989 (EDL 1989/16179). El artículo de la Convención obliga a los Estados Partes a adoptar todas las medidas legislativas para proteger al niño contra toda forma de perjuicio o abuso físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos. Por ello, ante los requerimientos del Comité de Derechos del Niño que era reticente a la legitimidad de la existencia de una norma en nuestro derecho de familia con ese pronunciamiento, nuestro legislador decidió suprimirlo de forma explícita. No obstante, este derecho sigue subsistiendo en determinados derechos civiles forales como el catalán, (Linacero, 2016) aragonés y navarro (Estellés, 2017).
El comportamiento rebelde del menor al cumplimiento de las obligaciones mencionadas anteriormente muestra una clara quiebra del principio de autoridad impidiéndose el adecuado desempeño de los deberes y facultades inherentes al ejercicio de la patria potestad. Cuando estas dificultades no puedan ser subsanadas por los padres el art. 154 CC les permite recabar el auxilio de la autoridad en el ejercicio de su función.
Este auxilio de los poderes públicos se contempla primeramente en nuestra Constitución (EDL 1978/3879), pues se menciona en el Capítulo III del Título I, relativo a los principios rectores de la política social y económica en primer lugar, la obligación de los poderes públicos de asegurar la protección social, económica y jurídica de la familia y dentro de ésta, con carácter singular, la de los hijos. El niño recibe la protección que le otorga nuestra carta magna en el artículo 39, dedicado especialmente a la familia, en tanto se considera que la vida del niño se desarrolla, en primer lugar, en el ámbito familiar.
En nuestro derecho civil, la norma que de manera singular regula el marco jurídico de protección de los menores, es la Ley Orgánica 1/1996 de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil (EDL 1996/13744), en adelante LOPJM. En el articulado de su Capítulo III se reúnen los deberes del menor, concretamente, su art. 9 bis, cuyo texto fue introducido por la reforma de la LOPJM con la Ley 26/2015, de 28 de julio (EDL 2015/130118), nos dice que “Los menores, de acuerdo a su edad y madurez, deberán asumir y cumplir los deberes, obligaciones y responsabilidades inherentes o consecuentes a la titularidad y al ejercicio de los derechos que tienen reconocidos en todos los ámbitos de la vida, tanto familiar, escolar como social”. Sucesivamente a ese artículo se regulan los deberes relativos a los ámbitos mencionados.
Especialmente, en derecho de familia y en la materia tratada, tiene particular significación la expresión que se hace del contenido del deber del menor en el ámbito familiar recogido en el art. 9 ter de la citada ley, cuyo apartado uno, nos dice “Los menores deben participar en la vida familiar respetando a sus progenitores y hermanos, así como a otros familiares”. Por su parte, en el apartado dos se consigna “Los menores deben participar y corresponsabilizarse en el cuidado del hogar y en la realización de las tareas domésticas de acuerdo con su edad, con su nivel de autonomía personal y capacidad, y con independencia de su sexo”.
El deber de educar y de velar por sus hijos permite a los progenitores reprender a sus hijos por las conductas inapropiadas del menor en el cumplimiento de los mencionados deberes, y corregirlas en sus fases más incipientes. Cuando los comportamientos mencionados persisten, reflejan la existencia de un conflicto familiar y pueden ser indicativos de la existencia posible de una situación de desprotección en el menor. Como vimos anteriormente en este tipo de situaciones el CC permite que los padres puedan reclamar la intervención de los poderes públicos solicitando su ayuda.
Ante la existencia de una situación de desprotección de un menor los poderes públicos tienen la responsabilidad subsidiaria de actuar, protegiendo a ese menor, cuando dicha protección no puede ser dispensada en primer orden por sus progenitores.
La protección de los menores por los poderes públicos, conforme al art. 12 LOPJM, se realizará mediante la prevención, detección y reparación de situaciones de riesgo, con el establecimiento de los servicios y recursos adecuados para tal fin.
De igual modo la actuación protectora de la administración se puede producir ante conductas delictivas perpetradas por menores de catorce años, la propia LORPM en su art. 3 y como avanzamos anteriormente, si bien desplaza la intervención penal conforme a esa norma en estas edades, deja abierta la posibilidad de aplicar lo dispuesto en las normas sobre protección de menores previstas en el CC y demás disposiciones vigentes.
En el supuesto que un menor de edad inferior a los catorce años sea denunciado por la comisión hechos delictivos relacionados con la violencia intrafamiliar, pese a la exención de responsabilidad penal, conforme a la LORPM, puede darse la presencia de un importante factor de riesgo que debe ser objeto de intervención desde el sistema de protección con los recursos que ponga a disposición la Entidad Pública de protección de menores en su territorio autonómico. Antes del archivo de las diligencias por el motivo enunciado, desde la Fiscalía de Menores es conveniente que se informe a los padres de la existencia de programas extrajudiciales de intervención en esta problemática y asimismo desde esta instancia se apreciará si es preciso remitir testimonio a la Entidad Pública de protección para la valoración y remedio de la situación de riesgo apreciada.
A) La actuación protectora de la Administración. Su régimen legal
La CE estableció el marco de un nuevo modelo de organización territorial descentralizada, por ello es esencial plantear la cuestión de las competencias del Estado y las comunidades autónomas en la atención y protección de los menores.
El art. 148.1.20 CE habilita a las comunidades autónomas para asumir competencias en materia de “asistencia social”. Por otra parte, el art. 149.1 no prevé ningún título competencial que suponga la atribución de competencia al Estado sobre dicha materia. Ello ha supuesto que el conjunto de comunidades autónomas haya asumido en sus respectivos estatutos esta competencia con carácter exclusivo, pudiendo legislar sobre ella, como así ha sucedido, en los territorios autonómicos donde se pueden encontrar un variado elenco de normas autonómicas sobre la protección de la infancia y la adolescencia.
El ejercicio de las competencias en materia de protección de menores en España corresponde a las comunidades autónomas por medio de sus entidades públicas de protección. Las comunidades autónomas organizan en su ámbito territorial, los procedimientos, recursos y la estructura de la organización. Si bien hay una legislación nacional básica (el CC y la LOPJM principalmente) que marca unas líneas fundamentales que todas las comunidades autónomas deben respetar cuando formulen su respectiva legislación para su propia comunidad por medio de sus parlamentos autonómicos.
Es aquí, donde se presenta el primer problema, consistente en que pese a tener una legislación “básica”, no todas las comunidades autónomas presentan la misma legislación y dotación de recursos materiales y personales para esta importante labor como es la protección del niño. La falta de uniformidad legislativa en los procedimientos autonómicos de protección, en ocasiones plantea, entre otras cuestiones, problemas de coordinación entre los distintos servicios de comunidades autónomas diferentes, cuando por ejemplo se produce el traslado de un menor de una comunidad autónoma a otra. Igualmente, las diferencias entre comunidades autónomas se traducen en las posibilidades de atención de los menores y sus familias, por las diferencias presupuestarias de las entidades públicas encargadas de la protección de los menores, según la comunidad autónoma respectiva en que viva ese núcleo familiar.
Anteriormente mencionamos el art. 12 LOPJM para referirnos a la obligación de los poderes públicos de prevención, detección y reparación de situaciones de riesgo, con el establecimiento de los servicios y recursos adecuados para tal fin, siendo necesario conocer en qué consisten las diferentes situaciones de desprotección.
Conforme al art. 17 LOPJM se considerará situación de riesgo aquella en la que, a causa de circunstancias, carencias o conflictos familiares, sociales o educativos, el menor se vea perjudicado en su desarrollo personal, familiar, social o educativo, en su bienestar o en sus derechos de forma que, sin alcanzar la entidad, intensidad o persistencia que fundamentarían su declaración de situación de desamparo y la asunción de la tutela por ministerio de la ley.
Podemos determinar que la situación de desprotección del menor puede proceder pues, de una situación de riesgo o de una situación de desamparo donde el nivel de actuación por parte de los poderes públicos es diferente. Siendo más intensa en los casos de desamparo al asumirse la tutela del menor por parte de la administración.
El primer contexto de actuación es la prevención, es sabido y poco discutido que el primer elemento de la prevención de la violencia en el contexto familiar es una sólida educación en valores con coherencia y continuidad. Teniendo en cuenta este aspecto, es obvio que la administración está llamada a liderar el proceso de mejora de la convivencia aportando recursos y formación para abordar los problemas (Cuerda Arnau, 2006).
El fenómeno que estamos estudiando no surge por generación espontánea, sino que se trata de un proceso que se va asentando temporalmente poco a poco. En sus primeras etapas aparecen conductas, que carecen de relevancia penal, pero que ponen de manifiesto la existencia de una situación de riesgo que debe ser tratada desde los servicios sociales e instituciones de protección de menores, y en el que las actuaciones por medio de terapias de intervención familiar presentan una eficacia preventiva fuera de toda duda.
En la actualidad se pueden encontrar un variado elenco de programas destinados a la prevención de la violencia filio -parental elaborados por los profesionales de las ciencias de la conducta. Algunos de ellos están destinados a la prevención primaria, es decir, para evitar la violencia filio-parental y otros actúan, desde la prevención secundaria, cuando la violencia filio-parental se encuentra en una fase embrionaria y que con una intervención adecuada puede evitar que progrese (Ibabe, Arnoso, & Elgorriaga, 2018).
Estos programas tienen como objetivos prevenir o reducir las conductas de violencia filio-parental y por tanto incrementar las conductas respetuosas y prosociales, así como mejorar las relaciones paterno-filiares, estableciendo estrategias alternativas adecuadas y dotar a sus protagonistas de las herramientas que son necesarias para la resolución de forma positiva de conflictos en las interacciones familiares.
Generalmente los programas con un enfoque de prevención primaria suelen desarrollarse en los recursos educativos donde los menores reciben su formación. Los programas de prevención secundaria generalmente son ofertados por los servicios sociales comunitarios, mediante un abordaje multidisciplinar que puede contemplar incluso la pediatría social con el fin de prestar una atención integral a los usuarios del recurso.
Sin embargo, a veces nos encontramos con ciertos escollos en el éxito de estos programas fundamentalmente provocados por la inasistencia del menor, el abandono del programa tras varias sesiones o el boicot de estas o la falta de implicación de la familia.
B) La acción protectora: el riesgo y el desamparo
La detección de la situación de riesgo del menor se produce cuando los servicios sociales tienen constancia de la misma por ellos o por comunicación de los padres. El art. 16 LOPJM nos dice que “Las entidades públicas competentes en materia de protección de menores estarán obligadas a verificar la situación denunciada y a adoptar las medidas necesarias para resolverla en función del resultado de aquella actuación”. Así la primera pregunta que nos planteamos es quién adopta esas medidas y qué medidas son.
Las denominadas entidades públicas competentes en materia de protección de menores generalmente son las consejerías de asuntos sociales/bienestar social de las respectivas comunidades autónomas. Es en este punto donde dada la divergencia normativa autonómica encontramos las primeras diferencias. Existen comunidades autónomas que atribuyen a los servicios sociales de la entidad local la competencia para detectar, valorar, intervenir, declarar y determinar el cese de la situación de riesgo donde resida de hecho la persona protegida y ante una situación de desamparo son los servicios centrales o territoriales de la entidad pública de protección (Consejería) quienes actuarán en todo el procedimiento. Otras comunidades optan por atribuir a los servicios de la entidad pública de protección la dirección de los procedimientos en situación de riesgo y desamparo, atribuyendo solo la intervención en las situaciones de riesgo a los servicios sociales municipales.
El art. 17 LOPJM dice que la situación de riesgo será declarada por la administración pública competente conforme a lo dispuesto en la legislación estatal y autonómica aplicable mediante una resolución administrativa motivada, previa audiencia a los progenitores, tutores, guardadores o acogedores y del menor si tiene suficiente madurez y, en todo caso, a partir de los doce años.
La resolución administrativa incluirá las medidas tendentes a corregir la situación de riesgo del menor, incluidas las atinentes a los deberes al respecto de los progenitores, tutores, guardadores o acogedores.
Generalmente serán los servicios sociales municipales (por ser los más próximos en el entorno comunitario de los afectados y tener un mejor conocimiento de la situación) quienes evaluarán la situación, y si esta lo requiere, elaborarán un proyecto de intervención personal, social y educativo familiar designando a un profesional de referencia. El proyecto de intervención social y educativo familiar más adecuado deberá recoger los objetivos, actuaciones, recursos y previsión de plazos, promoviendo los factores de protección del menor y manteniendo a éste en su medio familiar.
En el proyecto se establecerán las medidas de apoyo familiar más indicadas, que suelen ser de carácter técnico, tales como la participación en programas compensadores de carácter socioeducativo que favorezcan la integración y faciliten el adecuado ejercicio de las funciones parentales, así como una mejora en las relaciones sociofamiliares o programas de orientación, mediación y terapia familiar. También puede adoptarse, como medida de protección, que la administración asuma la guarda del menor, conforme al art. 19 LOPJM estableciéndose el acogimiento residencial en centros de protección específicos de menores con problemas de conducta al que nos referiremos posteriormente.
La situación de riesgo cesa cuando las circunstancias que dieron lugar a la misma desaparezcan o se entiendan debidamente compensadas. Puede ocurrir que el cese del la situación de riesgo provenga del hecho que la administración pública competente para apreciar e intervenir en la situación de riesgo estime que existe una situación de desprotección, que puede requerir la separación del menor de su ámbito familiar, o cuando concluido el período previsto en el proyecto de intervención, no se hayan conseguido cambios en el desempeño de los deberes de guarda que garanticen que el menor cuenta con la necesaria asistencia moral o material. En este caso, dicha administración lo pondrá en conocimiento de la Entidad Pública de Protección a fin de que valore la procedencia de declarar la situación de desamparo, comunicándolo al Ministerio Fiscal.
La otra situación de desprotección en la que se puede encontrar un menor es la denominada situación de “desamparo del menor”. De acuerdo con lo establecido en el art. 172 y ss CC, se considerará situación de desamparo, la que se produce de hecho a causa del incumplimiento, o del imposible o inadecuado ejercicio de los deberes de protección establecidos por las leyes para la guarda de los menores, cuando éstos queden privados de la necesaria asistencia moral o material. En estos casos la entidad pública de protección es quien asume la tutela del menor.
En los supuestos de desamparo, la gravedad de los hechos aconseja la separación del menor del núcleo familiar causante de tal situación. Entre las circunstancias que, con la suficiente gravedad, valoradas y ponderadas conforme a los principios de necesidad y proporcionalidad, pueden ser indicativas de una situación de tal calibre, está el incumplimiento o el imposible o inadecuado ejercicio de los deberes de guarda, como consecuencia del grave deterioro del entorno o de las condiciones de vida familiares, cuando den lugar a circunstancias o comportamientos que perjudiquen el desarrollo del menor o su salud mental.
La competencia para la declaración de desamparo le corresponde a la Entidad Pública de protección que emitirá la resolución administrativa oportuna, conforme al procedimiento previsto en su legislación autonómica, resolviendo sobre la tutela del menor y la adopción de la medida de protección más adecuada para el menor.
Cuando las medidas empleadas no producen los efectos deseados y los padres hayan solicitado a las autoridades el correspondiente auxilio, demandando la guarda administrativa con carácter voluntario, o cuando proceda declarar el desamparo del menor, una posibilidad como medida de protección, que implica la separación del menor, es el ingreso de un menor en un centro de protección específico de menores con problemas de conducta.
El Preámbulo de la Ley Orgánica 8/2015 (EDL 2015/125943), en este sentido, advierte estas situaciones “la aparición de un nuevo perfil de los usuarios de los servicios sociales y de los servicios de protección a la infancia y a las familias”. En concreto se refiere a “menores que ingresan en los centros de protección, en un número cada vez más elevado, a petición de sus propias familias, ante situaciones muy conflictivas derivadas de problemas de comportamiento agresivo, inadaptación familiar, situaciones de violencia filio-parental y graves dificultades para ejercer la responsabilidad parental”.
Estos centros específico de menores con problemas de conducta, que se regulan en el Capítulo IV del Título II de la LOPJM, se destinan al acogimiento residencial de menores que estén en situación de guarda o tutela de la Entidad Pública, diagnosticados con problemas de conducta, que presenten conductas disruptivas o disociales recurrentes, transgresoras de las normas sociales y los derechos de terceros, cuando además así esté justificado por sus necesidades de protección y determinado por una valoración psicosocial especializada.
La regulación del régimen de funcionamiento interno es competencia de la Entidad Pública conforme a las disposiciones establecidas en su legislación autonómica y a la nacional. Esta particularidad nos conduce de nuevo a un indeseable problema de dispersión normativa o carencia de suficiente regulación que trasciende en la seguridad jurídica de los usuarios del recurso y sus profesionales.
La decisión sobre el ingreso en este tipo de centros le corresponde a la Entidad Pública o al Ministerio Fiscal. En esta toma de decisión se debe tener presente que este medio es la última ratio (todo ello acorde a los principios de necesidad y proporcionalidad). Se debe acudir al mismo cuando hayan fallado todos los instrumentos preventivos y de apoyo profesional destinados al entorno familiar y educativo del menor para afrontar el problema (Vázquez -Pastor, 2016). Por lo tanto, este tipo de intervención consistente en un acogimiento en recurso residencial que restringe la libertad de menor no puede concebirse como mecanismo de reacción sancionadora frente a la comisión de delitos, especialmente respecto de aquellos menores que siendo inimputables por su edad conforme a la LORPM, pues en estos casos, estamos en presencia de un evidente fraude de etiquetas al asimilarse el internamiento en estos centros con la privación de libertad de la medida de internamiento de la LORPM.
El supuesto de hecho que fundamenta el ingreso en estos centros se estructura en cuatro elementos que la Fiscalía General del Estado contempla en su Circular 2/2016 (EDL 2016/97387): 1) situación de guarda o tutela de la Entidad Pública; 2) diagnóstico de problemas de conducta; 3) presencia de desajustes conductuales que se manifiesten en un grado que implique riesgo evidente de daños o perjuicios graves, a sí mismos o a terceros, y que no requieran tratamiento específico por parte de los servicios competentes en materia de salud mental o atención a las personas con discapacidad; 4) necesidad de protección y ausencia de medidas alternativas (Fiscalía General del Estado, 2016).
El procedimiento de ingreso en estos centros se regula en el art. 778 bis LEC (EDL 1881/1). La legitimación activa para solicitar el ingreso corresponde a la Entidad Pública que ostente la tutela o guarda de un menor, y al Ministerio Fiscal, que solicitarán la autorización judicial para el ingreso del menor en los centros de protección específicos de menores con problemas de conducta. En principio los padres no pueden solicitar el ingreso directamente no obstante algún autor basándose en la aplicación analógica del art. 271 CC (García Pérez, 2018).
La autorización del ingreso en estos centros de protección específicos compete a los Juzgados de Primera Instancia del lugar donde radique el centro según el art. 778 bis 2 LEC.
Los menores en este tipo de centros encuentran un contexto más estructurado a nivel socioeducativo y psicoterapéutico que el ofrecido por un programa específico de intervención familiar. Los menores no permanecerán en el centro, ex art. 26.5 LOPJM, “más tiempo del estrictamente necesario para atender a sus necesidades específicas”. Los Fiscales de Menores harán un especial seguimiento de aquellas estancias que excedan de 9 meses de duración.
El control periódico de los ingresos corresponderá al Juzgado de Primera Instancia del lugar donde radique el centro. Los informes periódicos sobre la situación del menor serán emitidos cada tres meses, a no ser que el Juez, atendida la naturaleza de la conducta que motivó el ingreso, señale un plazo inferior.
Transcurrido el plazo y recibidos los informes de la Entidad Pública y del director del centro, el Juzgado, previa práctica de las actuaciones que estime imprescindibles, y oído el menor y el Ministerio Fiscal, acordará lo procedente sobre la continuación o no del ingreso del menor en el centro.
El cese de este tipo de medida de protección será acordado por el órgano judicial competente, de oficio o a propuesta de la Entidad Pública o del Ministerio Fiscal. Esta propuesta estará fundamentada en un informe psicológico, social y educativo que determine que el menor ya no precisa de este tipo de medida, al haberse reorientado las circunstancias que motivaron su ingreso.
Por último, hay que señalar que los progenitores también pueden recurrir a la solución del problema sin acudir a los recursos públicos, en este sentido, la Sociedad Española para el Estudio de la Violencia Filio-Parental establece un mapa de recursos en las distintas comunidades autónomas.
IV. Intervención del derecho penal
Cuando se habla de la intervención penal se tiene en mente que “el Derecho penal, aun rodeado de límites y garantías, conserva siempre una intrínseca brutalidad que hace problemática e incierta su legitimidad moral y política” (Ferrajoli, 2006). Traemos a colación esta famosa cita puesto que, en este tema, ha sido muy recurrente la judicialización de los conflictos. A menudo es frecuente que los progenitores acudan a las Fiscalías de Menores derivados por los propios servicios sociales para que les den solución a las dificultades existentes en la convivencia. Sin embargo, la vía jurisdiccional penal no es en ocasiones la solución a un problema, que tiene su génesis en una profunda crisis de valores y principios educativos, dentro de las relaciones paternofiliales, cuando previamente se podía haber desarrollado un trabajo por parte de las entidades públicas de protección.
Lo primero que debe predicarse de la intervención penal es que la misma se practique con celeridad. Si una de las características de los procedimientos penales, en los que se ven involucrados los menores, es que deben tramitarse con la mayor celeridad posible para que la respuesta sea inmediata y con ello garantizar su efecto educativo. Con mayor razón, la celeridad debe ser una constante en la tramitación de los procedimientos por la comisión de este tipo de hechos, pues se trata también de salvaguardar además los derechos de las víctimas.
A) La calificación jurídica de los hechos
Sin perjuicio que la violencia ejercida por el menor en un hecho puntual pueda ser constitutiva del tipo básico de delito de lesiones del art. 147.1 CP, de la modalidad cualificada del artículo 148, o que las lesiones causadas sean graves o muy agraves (arts. 150 y 149). En la mayoría de las ocasiones, nos encontramos, que las conductas perpetradas son calificadas por las Fiscalías de Menores con arreglo al tipo de lesiones menos graves y malos tratos en el ámbito familiar del art. 153.2 o en el delito de violencia habitual contra personas vinculadas con el agresor del art. 173.2.
Las conductas de lesiones menos graves y malos tratos en el ámbito familiar del art. 153.2 consisten en comportamientos que produzcan una lesión que no requiera objetivamente para su sanidad además de una primera asistencia facultativa, tratamiento médico o quirúrgico o cuando se golpea o maltrata de obra a los ascendientes sin causarles lesión, amenazas con armas o instrumentos peligrosos (EDJ 2018/522602). La referencia que el artículo hace a la violencia psíquica puede plantear problemas con el delito contra la integridad moral que examinaremos posteriormente (Muñoz Conde, 2017). Como ejemplos de violencia psíquica se señalan proferir gritos de forma atemorizadora e insoportable para el que los recibe, aunque no sean injuriosos, actos violentos como portazos o lanzamiento de objetos (AP Sevilla 11-12-08, EDJ 2008/353880).
Una de las características de la conducta del art. 153.2 y que la diferencia del art. 173.2, es la falta de la habitualidad, pues se trata de un hecho puntual.
Entre los problemas que plantea el tipo del art. 153.2 y del art. 173.2 está si se precisa o no la convivencia para apreciar el delito cuando las víctimas sean los ascendientes. En este sentido la Sentencia número 207 de la Sala de lo Penal del TS de 16 de marzo de 2007 (EDJ 2007/16974), calificando de atormentada la redacción del precepto 173 y 153 (pues si bien para la violencia ejercida contra la mujer que es pareja o ha sido pareja del agresor no requiere la convivencia del texto, surgen dudas interpretativas en relación a la exigencia de la convivencia respecto de las otras personas mencionadas en dichos artículos), considera necesaria la existencia de convivencia, cuando la violencia se ejerce contra los ascendientes, para apreciar la conducta delictiva conforme a esos tipos, aduciendo primero razones de consideración político-criminal y segundo por la evolución del tratamiento legislativo de este asunto atendiendo a las distintas reformas que ha experimentado el artículo desde su redacción inicial, la operada por la Ley Orgánica 14/1999, de 9 de junio, de modificación del Código Penal de 1995, en materia de protección a las víctimas de malos tratos y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (EDL 1999/ 61778) y la Ley Orgánica 11/2003, de 29 de septiembre, de medidas concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros (EDL 2003/80370).
La Fiscalía del Estado en su Consulta 1/2008 (EDL 2008/161074) mantiene también este criterio del Tribunal Supremo pues castigar cualquier modalidad de agravio entre familiares en que concurran estos grados de parentesco, entiende que supondría una extensión desmesurada, que puede conculcar el principio de intervención mínima. Por lo tanto, la opción de exigir la convivencia entre parientes es más acorde con el fin de tutelar la paz en las relaciones familiares al ser éste el bien jurídico a proteger en estos delitos según la jurisprudencia (EDJ 2011/155275).
El art. 173.2 castiga conductas de violencia que atentan contra la integridad moral que requieren dos elementos: ejercer violencia física o psíquica y hacerlo habitualmente (Cuerda, 2019). El comportamiento del agresor lo que hace es generar un clima de violencia y dominación; de una atmósfera psicológica y moralmente irrespirable, capaz de anular a su víctima e impedir su libre desarrollo como persona, por el temor, la humillación y la angustia inducido, como manifiesta la Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de abril de 2015 (EDJ 2015/71795).
La habitualidad precisa de un número de actos y su proximidad temporal, requiriéndose por lo menos de tres actos para apreciar el tipo, según la inicial construcción jurisprudencial (EDJ 2008/166729) que ha ido evolucionando, pues hay sentencias, que lo que valoran como habitualidad es la permanencia en el trato violento que indique que la víctima vive en un estado de agresión con independencia que los actos hayan sido o no objeto de enjuiciamiento anterior (EDJ 2009/112116, EDJ 2015/205663).Los actos de violencia no requieren ir dirigidos siempre a la misma persona.
Al tratarse de un delito de lesión y actividad, y de acuerdo con el ultimo inciso del párrafo segundo del art. 173, cabe un concurso de delitos entre el delito de lesiones correspondiente y el delito del 173.2. La problemática en este sentido, se presenta con la presencia del delito del artículo 153, cuando la agresión es una conducta que no causa lesión (empujón), y el delito del 173.2, por las posibilidades de vulnerar el principio de “ne bis in ídem” al sancionarse dos veces el vínculo familiar (Cuerda, 2016) (Suarez-Mira, 2018). Sin embargo, la Jurisprudencia mayoritaria considera que ambos ilícitos son compatibles, pues sus requisitos son distintos y los bienes jurídicos a los que atienden también son diferentes, la salud y la integridad física o psíquica en las lesiones y la protección a la paz familiar, la dignidad de la persona y el derecho a su seguridad en el delito del art. 173.2 (EDJ 2014/140116).
B) Cuestiones que surgen durante la instrucción
El inicio del procedimiento conforme a la LORPM se produce cuando se pone en conocimiento de la Fiscalía de Menores los hechos delictivos pues como es sabido es a ella a quien corresponde la instrucción en el procedimiento previsto en la LORPM. La Fiscalía puede conocer los hechos bien por la recepción de los partes facultativos de los servicios de salud en los casos de lesiones o por la vía más frecuente que es la denuncia de los padres.
1. La denuncia y sus problemas
Cuando nos referimos a la denuncia y sus problemas lo que deseamos poner de relieve es una serie de cuestiones que la envuelven.
Anteriormente dábamos importancia a los procedimientos incoados, sin embargo, no es más que una parte del fenómeno, pues es diferente el número de casos y el de denuncias, ya que existe una cifra negra no contabilizada, numerosos asuntos no acceden al sistema judicial por los especiales reparos que tienen los progenitores en denunciar a sus hijos en esta cuestión, como demuestran los estudios en la materia (Ibabe I. , 2015).
Otra de las cuestiones relacionadas con la denuncia, que ya fue objeto de tratamiento, se produce porque, en ocasiones, ante la difícil situación que viven los progenitores por la conducta de sus hijos acuden de forma desesperada a la Fiscalía de Menores poniendo en conocimiento de la misma hechos, que carecen de relevancia penal, y preguntando qué pueden hacer, buscando en esta sede soluciones inmediatas a su problema en el que desgraciadamente desde la vía jurisdiccional no se les puede ofrecer.
Antes de la interposición de la denuncia, muchos padres cuestionan su eficacia, pues por una parte temen a las represalias que pueda adoptar el menor ante dicho paso, y por otra parte se plantean si la respuesta judicial mediante la sanción penal pueda ser excesiva o suponga que sus hijos tengan en un futuro antecedentes policiales o penales al desconocer el funcionamiento de la jurisdicción de menores.
Uno de los efectos que generalmente se produce cuando los padres se deciden a interponer la denuncia es la mezcla de sentimientos confrontados, el cargo de conciencia al que se someten, y el debate interno que experimentan por haber denunciado a su hijo/a en la búsqueda de una solución inmediata que lamentablemente no se va a producir.
El art. 261 LECrim (EDJ 2015/123907) dispensa en principio de la obligación de denunciar quienes sean ascendientes y descendientes del delincuente y sus parientes colaterales hasta el segundo grado inclusive. Pero hemos de tener presente que con la reciente reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, operada por la Ley Orgánica 8/2021 de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, será obligado denunciar cuando se trate de un delito contra la vida, de un delito de homicidio, de un delito de lesiones de los arts. 149 y 150 CP, de un delito de maltrato habitual previsto en el art. 173.2 CP, de un delito contra la libertad o contra la libertad e indemnidad sexual o de un delito de trata de seres humanos y la víctima del delito sea una persona menor de edad o una persona con discapacidad necesitada de especial protección
En ocasiones ese cargo de conciencia del que hablamos hace que muchos progenitores quieran retirar la denuncia, sin embargo, se les informa que el procedimiento sigue su curso normal al intervenir el Fiscal de oficio. Conviene añadir, que dicho sentimiento personal hace que en muchas ocasiones los padres se acojan a su derecho a no declarar en la vista, conforme al art. 416 LECrim, ello puede provocar sentencias absolutorias si ese testimonio era la única prueba de cargo del Fiscal. Si bien no podemos de dejar de decir que el Tribunal Supremo ha considerado que la validez de la convicción judicial puede ser conformada sobre las declaraciones testificales producidas en la instrucción cuando el testigo se retracta en la vista, y que de acuerdo con el art. 714 LECrim, esas declaraciones se pueden reproducir en el juicio oral y el juzgador indagar sobre esa retractación (EDJ 2015/123907).
Con la reforma del art. 416 LECrim, operada por la Ley Orgánica 8/2021 de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, el testigo que se haya personado como acusación particular o haya aceptado declarar durante el procedimiento después de haber sido debidamente informado de su derecho a no hacerlo no podrá acogerse a ese derecho a la dispensa de declarar, el testigo tenga atribuida la representación legal o guarda de hecho de la víctima menor de edad (pensemos en el caso que la violencia se haya ejercido contra un hermano pequeño del agresor).
Existen casos, por el contrario, en los que si bien inicialmente las conductas no son constitutivas de delitos sí que son exageradas por los padres en el relato de hechos de la denuncia. Ello, con el fin de buscar una solución al angustioso problema convivencial que implique la separación del menor del núcleo familiar institucionalizando al menor.
Tras la denuncia inicial, normalmente interpuesta en Fiscalía por los padres, se cita inmediatamente al menor para que declare como imputado (este es el proceder normal a menos que en ese momento se solicite una medida cautelar ante la gravedad de los hechos perpetrados) De modo que si no se adopta la cautelar al menor se le da una nueva oportunidad, haciéndole ver cuál es el comportamiento que debe evitar y advirtiéndole de las consecuencias legales a las que se enfrentan si incumple.
Otro fenómeno frecuente alrededor de las denuncias se produce cuando una vez denunciados por primera vez los hechos, si se prolonga la tramitación del expediente, pueden aparecer nuevas denuncias, si se acrecienta el nivel de maltrato e incluso se agrava, por la sensación de impunidad que percibe el menor al que tras una denuncia interpuesta contra él no ha visto modificada su situación. Por ello, apelábamos con anterioridad a la necesidad de tramitar estos procedimientos con la mayor celeridad posible. En estos casos, procesalmente las sucesivas denuncias se incorporan al expediente correspondiente al procedimiento incoado en primer lugar y se acumulan los distintos hechos que le sean imputados para dar una respuesta conjunta y proporcionada al interés del menor (Fiscalía General del Estado, 2010).
2. La adopción de medidas cautelares
El art. 28 LORPM permite la adopción de medidas cautelares por parte del Juez a instancia del Fiscal o de la acusación particular. Las medidas cautelares en la LORPM se acuerdan cuando existen indicios racionales de la comisión de un delito y el riesgo de eludir u obstruir la acción de la justicia por parte del menor o de atentar contra los bienes jurídicos de la víctima.
Las medidas cautelares que se pueden emplear son el internamiento en centro en el régimen adecuado (cerrado, semiabierto, abierto, terapéutico -cerrado, semiabierto o abierto-), libertad vigilada, prohibición de aproximarse o comunicarse con la víctima o con aquellos de sus familiares u otras personas que determine el Juez, o convivencia con otra persona, familia o grupo educativo.
En la toma de decisiones sobre la medida cautelar de internamiento se tiene en cuenta la gravedad de los hechos, las circunstancias personales y sociales del menor, la existencia de un peligro cierto de fuga, y, especialmente, el que el menor hubiera cometido o no con anterioridad otros hechos graves de la misma naturaleza.
En estos supuestos de violencia intrafamiliar, el principal argumento al que se recurre, es el de evitar que el menor vuelva a atentar contra los bienes jurídicos de la víctima. La necesaria adopción de medidas cautelares se justifica, en mayor medida, tras la interposición de la denuncia por las posibilidades existentes de generar una mayor tensión en el ambiente familiar tras la misma.
El pronunciamiento sobre las medidas cautelares se desarrolla en el seno de una comparecencia que se celebra en el Juzgado de Menores. En la elección de las medidas cautelares, que se nombraron anteriormente, habrá que ponderar por un lado el interés superior del menor junto a las necesidades de protección de la víctima.
En la selección de las medidas cautelares hacemos una serie de precisiones. Cuando se trata de extraer al menor del entorno conflictivo, la convivencia con grupo educativo se encuentra entre las medidas cautelares preferidas por las Fiscalías de Menores. La medida de internamiento se debe destinar a los casos más graves de violencia cuando han existido lesiones por la excepcionalidad que supone la privación de libertad como medida en el sistema de justicia juvenil. No en vano la medida de internamiento es el último recurso (Cervelló, 2009). Por último se ha de tener presente que es importante posibilitar los contactos familiares en el curso de una intervención familiar, por lo tanto y como refleja el criterio de la Fiscalía (Fiscalía General del Estado, 2010), si se adopta una medida cautelar consistente en una prohibición de aproximarse o comunicarse con la víctima, la resolución que la adopte, ha de hacer constar este extremo permitiendo los contactos aconsejados por los especialistas que estén llevado las sesiones de terapia familiar.
Es importante tener presente que Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia modifica el art. 4 LORPM en el sentido que la víctima de un delito violento tiene derecho a ser informada permanentemente de la situación procesal del presunto agresor. En particular, en el caso que se imponga al menor infractor una medida, cautelar o definitiva, de internamiento, donde la víctima será informada en todo momento de los permisos y salidas del centro del presunto agresor, salvo en aquellos casos en los que manifieste su deseo de no recibir notificaciones.
3. Otras cuestiones de interés
Existen una serie de cuestiones que se derivan fundamentalmente del conflicto de intereses, en los que se sitúan los padres como víctimas y el menor en su calidad de investigado, siendo algunas de ellas señaladas por nuestra Fiscalía General del Estado.
La primera aparece en el momento de detención si está se produce en el curso de un altercado familiar. El menor tras su detención debe prestar declaración sobre los hechos acaecidos. En esa toma de declaración deben estar presentes, conforme al art. 17 LORPM, tanto su abogado como los representantes legales del menor. Con buen criterio, la Fiscalía en su Circular 1/2010 (EDL 2010/168817), recomienda que en esa declaración no se cuente con la asistencia de sus representantes legales, si éstos son los denunciantes, debiendo suplirse tal asistencia conforme a las vías ordinarias. Lo normal es que en este caso la declaración se desarrolle en presencia del Ministerio Fiscal, representado por persona distinta del instructor del expediente (otro Fiscal).
Otro tanto ocurrirá durante la celebración de la vista, en la que los padres no asistirán acompañando al menor desde su inicio, sino que se incorporarán cuando se les llame a declarar en su calidad de testigos. En cuanto a la declaración como testigos, puede que los padres se acojan a su derecho a no declarar en la vista, conforme al art. 416 LECrim (EDL 1882/1), confiando en que, si su testimonio es el único elemento probatorio en manos del Fiscal, haya lugar a una sentencia absolutoria. Pero no obstante lo anterior, nuestro Tribunal Supremo ha considerado que la validez de la convicción judicial puede ser conformada sobre las declaraciones testificales producidas en la instrucción cuando el testigo se retracta en la vista, y que, de acuerdo con el art. 714 LECrim, esas declaraciones se pueden reproducir en el juicio oral, y que el juzgador indagar sobre esa retractación, y no solo eso, sino que además, el derecho de dispensa de no declarar es incompatible con la posición del denunciante como víctima de los hechos ya que ello implicaría dejar sin contenido el propio significado de su denuncia inicial (véanse las sentencias de la Sala 2ª del TS núm. 389/2020 (EDJ 2020/613263); núm. 449/2015 (EDJ 2015/136430); y núm. 400/2015 (EDJ 2015/123907) en este sentido).
La tercera cuestión proviene de la necesaria defensa técnica del menor en el procedimiento y el mencionado conflicto de intereses. El supuesto se plantea con el beneficio de justicia gratuita. Para solicitar este derecho, generalmente los servicios de orientación jurídica de los Colegios de Abogados, solicitan a los padres que presenten una documentación en la que, entre otros extremos, se ha de acreditar que se carece de patrimonio suficiente y que no se cuenta con unos recursos e ingresos económicos superiores a una cifra representada por el indicador público de renta en función de la modalidad familiar. El problema nace cuando se supera esa cifra. En este caso, se debe de entender que es el menor el que solicita dicho beneficio, y por tanto, éste es su beneficiario (no sus padres), y es su patrimonio el que debe ser tenido en cuenta a efectos de valoración, pues de lo contrario, los padres además de ser víctimas deben correr con los gastos de la defensa de su victimario. Otra opción de solución es acudir a lo que establece Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la víctima del delito (EDL 2015/52271) y la Ley 15/2015, de 2 de julio, de la Jurisdicción Voluntaria (EDL 2015/109914) y entonces se proceda a nombrar un defensor judicial para el menor.
Nuestro sistema de justicia juvenil permite acudir a vías de solución extrajudicial en los arts. 18 y 19 LORPM. En los casos de violencia intrafamiliar conviene efectuar una adecuada valoración antes de ser sometidos a una actividad conciliatoria. En estos supuestos la reparación extrajudicial no debe descartarse inicialmente si se trata de manifestaciones iniciales de malos tratos a los padres. Puede ser considerada como una adecuada solución al conflicto, siempre susceptible de ser revocada, si el denunciado incumple sus obligaciones o incurre en nuevas conductas de maltrato (Periago, 2018). Por ello, el menor deberá tener suficientemente claro que la repetición de esos comportamientos le puede acarrear una respuesta más contundente desde el sistema penal. No es conveniente acudir a la reparación extrajudicial cuando el menor no exterioriza su voluntad de conducirse adecuadamente con su familia. Tampoco cuando la víctima, a causa del daño experimentado, no tenga la suficiente confianza en el éxito de la mediación, encontrándose en una posición en la que los profesionales desaconsejen este tipo de soluciones.
C) Las consecuencias penales: la medida o medidas
Nuestro legislador establece un catálogo de medidas susceptibles de ser impuestas al menor infractor que están definidas en el art. 7 LORPM.
Para la elección de la medida o medidas adecuadas se deberá atender de modo flexible, no sólo a la prueba y valoración jurídica de los hechos, sino especialmente a la edad, las circunstancias familiares y sociales, la personalidad y el interés del menor. Además, el juzgador deberá respetar el principio acusatorio, y por ende, no podrá imponer una medida que suponga una mayor restricción de derechos ni por un tiempo superior a la medida solicitada por el Ministerio Fiscal o por el acusador particular. En caso que se decida por una medida de internamiento, su duración no podrá exceder del tiempo que hubiera durado la pena privativa de libertad, que se le hubiere impuesto por el mismo hecho si el sujeto, de haber sido mayor de edad, hubiera sido declarado responsable, de acuerdo con el Código Penal.
La medida de internamiento en cualquiera de sus modalidades (cerrado, semiabierto y abierto) debe ser considerada como último recurso y solo para conductas que revistan especial gravedad (Cervelló & Colás, 2002), como por ejemplo lesiones graves. De adoptarse este tipo de medida es importante tener presente que el centro donde se ejecute la medida cuente con profesionales con especialización para atender los objetivos específicos de intervención familiar que se plasmarán en el programa individualizado de ejecución de la medida.
La medida, que se estima más conveniente cuando es preciso separar al menor de su entorno familiar, es la medida de convivencia con otra persona, familia o grupo educativo. El menor al que se le impone esta medida debe convivir, durante el período de tiempo establecido por el Juez, con otra persona, con una familia distinta a la suya o con un grupo educativo, adecuadamente seleccionados para orientarle en su proceso de socialización. El periodo de tiempo que se aconseja por la Fiscalía General del Estado no debe ser inferior a diez o doce meses (EDL 2010/168817), pues una extensión menor, dificulta desarrollar adecuadamente la intervención socioeducativa con el menor y la necesaria terapia familiar. Será importante tener en cuenta el perfil del menor, a la hora de seleccionar esta medida, pues menores que son también conflictivos fuera del entorno familiar o con factores de drogadicción y trastornos, pueden perturbar el orden y la convivencia del recurso educativo o quebrantar la ejecución de la medida.
Uno de los problemas que se ha planteado con esta medida de convivencia es el relativo a la carencia de recursos para su ejecución. Pues o el recurso se ha saturado (no existen plazas suficientes para el número de medidas de esta índole que se acuerdan por los Juzgados de Menores de esa Comunidad Autónoma) o la Entidad Pública, a quien corresponde la ejecución de las medidas previstas en la LORPM, conforme al art. 45 LORPM, no ha generado el recurso. Ello ha supuesto, que en algunas comunidades autónomas, estas medidas se hayan acabado cumpliendo en centros destinados a la ejecución de medidas de internamiento, lo que contradice al espíritu de la LORPM, al tratarse la convivencia en grupo educativo, una medida no privativa de libertad. Ante la carencia de recursos para la medida de convivencia algunas Fiscalías optaron por otra solución, consistente en solicitar la medida de internamiento, con el fin de proporcionar una repuesta retributiva al hecho siempre y cuando los Centros de internamiento contasen con profesionales especialistas que pudieran atender esta problemática delictiva.
Es conveniente reseñar que nuestro sistema de justicia penal ha dotado de un conveniente desarrollo reglamentario a la medida de internamiento con el Reglamento de la LORPM, pues 66 de los 85 artículos de esa norma están destinados a ese tipo de medida (EDL 2004/86223). Sin embargo, no podemos decir lo mismo con la medida de convivencia educativa (Bueno Arús, Periago, & Salinas, 2008), careciendo ésta, por ejemplo, de regulación específica en materias, como el régimen disciplinario, que son necesarias para garantizar el orden y la convivencia en el recurso educativo, lo que implica que sean las entidades públicas las que doten de dicha regulación originándose problemas de seguridad jurídica, pues dependiendo del territorio autonómico existen regulaciones diferentes o directamente no existen.
Como nuestra LORPM permite la imposición de varias medidas, con independencia de que se trate de uno o más hechos, es conveniente, en el caso de la medida de convivencia, que está se refuerce con una medida de libertad vigilada una vez finalizado el periodo de cumplimiento en el recurso educativo con el fin de efectuar un seguimiento sobre la consecución de los objetivos logrados con la medida de convivencia.
Finalmente reseñamos que nuestro sistema permite al Juez suspender la ejecución de la medida de internamiento conforme al art. 40 LORPM o dejar sin efecto la medida impuesta, reducir su duración o sustituirla por otra atendiendo a lo previsto en el arts. 13 y 51 LORPM.
La suspensión de la ejecución de la medida de internamientotiene un efecto indudablemente educativo y resocializador al proporcionar una segunda oportunidad al menor maltratador. Se debe prestar especial atención en su utilización, seleccionándose aquellos casos en los que los profesionales en atención al interés del menor y al perfil de éste, hayan informado favorablemente al juez para que este la adopte al no existir un pronóstico de reincidencia si se llevan a cabo los compromisos acordados para la suspensión.
Respecto de las posibilidades de cese de la medida, tras un procedimiento de conciliación conforme al art. 51.3 LORPM, se trata de una herramienta que permite nuestro sistema de justicia juvenil. La realidad práctica es que son escasas las experiencias prácticas en que se ha cesado una medida de convivencia educativa, en la que tras una adecuada intervención familiar con menor y sus padres, que culmina en un proceso de mediación con conciliación, conforme a la norma referida, se ha cesado la medida. Siendo este tipo de solución, casi desconocida para estos casos, muy adecuada al estar en consonancia con los principios inspiradores de nuestra Ley. En todo caso, el empleo de esta herramienta deberá ir siempre precedida de una adecuada intervención familiar y avalada por un riguroso estudio de la situación familiar realizado por los profesionales encargados de la ejecución de la medida.
V. Conclusiones
La presencia de la violencia filio-parental en nuestra sociedad es un fenómeno criminológico que reviste especial gravedad. Los datos existentes nos muestran que este tipo de comportamientos perpetrados por nuestros menores han experimentado un importante crecimiento. Ello, pese a los esfuerzos realizados desde todas las instancias, a diferencia de otros problemas que son objeto de preocupación de nuestros operadores jurídicos, como el acoso escolar, cuyas cifras van poco a poco descendiendo.
Existe un consenso mayoritario sobre la importancia que tiene la prevención por medio de recursos y respuestas educativas ofrecidas a los menores y sus padres. En este sentido, la intervención temprana mediante el trabajo educativo en el seno de la familia, en las primeras manifestaciones del problema, es esencial para evitar la escalada en violencia. Consideramos positivo proclamaciones, como la efectuada en el art. 22 de la Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, que incluyen una serie de actuaciones preventivas que sirven para mitigar el fenómeno estudiado.
La judicialización de un conflicto familiar de esta índole no es la mejor solución y aparece ya como último recurso cuando la situación en el entorno familiar es insostenible ante el carácter agresivo y violento del menor.
La intervención penal cuando sea necesaria debe implementarse con celeridad para que el menor interiorice las pautas proporcionadas en la intervención educativa y ésta despliegue todos sus efectos favorables. Es importante tener en cuenta que este problema no tiene como único protagonista al menor. Por lo tanto, en la intervención familiar es precisa la participación de las padres víctimas durante la ejecución de la medida impuesta.
En el supuesto que la intervención penal tenga que producirse, nuestro sistema de justicia juvenil cuenta con respuestas penales que pueden ser adecuadas, y entre las medidas sancionadoras y educativas previstas en nuestra LORPM se dispone de la medida de convivencia con otra persona, familia o grupo educativo que está considerada como la más indicada para este tipo de problemática cuando las condiciones legales permitan su aplicación.
No obstante, en la aplicación de esta medida judicial se han encontrado una serie de dificultades, como son la carencia o insuficiencia de recursos para atender la ratio del problema y la falta de una legislación que desarrolle adecuadamente la ejecución de la medida de convivencia, lo que genera inseguridad jurídica tanto para los usuarios como para los profesionales.
La posibilidad de emplear las soluciones extrajudiciales en la fase de instrucción previstas en los arts. 18 y 19 LORPM, y otras en estadios más avanzados del procedimiento como la sustitución de la ejecución de la medida del artículo 40 o el cese de la medida, por la conciliación del art. 51 LORPM durante la ejecución de la medida, tienen unos innegables efectos educativos.
Este artículo ha sido publicado en la "Revista de Jurisprudencia", en junio de 2021.
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Artículo enmarcado en el proyecto de investigación Universitat Jaume I. Ref. UJI-A2019-09
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