- B) Significado histórico del cambio normativo
- C) Consecuencias prácticas del nuevo régimen actual
- D) La apelación en la nueva regulación de los procesos de nulidad de matrimonio
- E) La especial ponderación que deberá presidir la actuación del Defensor del Vínculo en el posible planteamiento de apelaciones contra sentencias afirmativas
- C) Las fases del procedimiento en primera instancia
I. Introducción
Sin duda son estos tiempos de cambio en todos los sectores. También en el ámbito jurídico-canónico, en el que ha tenido lugar una importante reforma de los procesos matrimoniales de nulidad de matrimonio llevada a cabo por el Papa Francisco a finales del pasado año, reforma ésta que ha tenido, por cierto, bastante difusión mediática.
El propósito de esta aportación no es, ni podría ser, tratar en detalle los pormenores de tan notable cambio legislativo, sino intentar dar noticia de las que pueden calificarse como variantes básicas introducidas y, sobre todo de las previsibles repercusiones prácticas de las mismas.
Las dos Cartas Apostólicas a través de las que se ha plasmado la reforma guardan una indudable vinculación con impulsos producidos con motivo de un Sínodo de Obispos -convocatoria de carácter consultivo que hace el Papa para pulsar la opinión de Obispos y expertos que elige para que debatan sobre temas que él propone- preparado en 2013, iniciado en 2014 y luego culminado en 2015. Este Sínodo se ocupó precisamente de “Los desafíos pastorales sobre la familia en el contexto de la evangelización” y, en ese marco, dentro de un sector dedicado a los matrimonios en dificultad, se incluyó un título específico para tratar de la “Simplificación de las causas matrimoniales”.
El caso es que, ya en el mes de agosto de 2014 -lo que da idea de la urgencia con que el Pontífice entendió que debía darse una respuesta jurídica a este aspecto- el Papa anunció su decisión de constituir una Comisión con el encargo de “preparar un proyecto de reforma del proceso matrimonial tratando de simplificar el procedimiento, haciéndolo más ágil y salvaguardando el principio de la indisolubilidad del matrimonio”.
No se tiene noticia oficial de cómo se desarrolló la labor de la Comisión, que se nombró ya oficialmente en septiembre de 2014. Se sabe sólo que en agosto de 2015 se entregaron al Papa los textos correspondientes. Desde luego, de lo que no cabe duda es del indiscutible deseo y decisión personal del Papa de adelantar en lo posible la vigencia de la reforma, cuyos textos suscribió enseguida de serle presentados -el 15 de agosto de 2015 es la fecha en que se datan- y se hicieron públicos en rueda de prensa el 8 de septiembre de 2015, antes de que concluyera el Sínodo de Obispos, disponiéndose que entraran en vigor el 8 de diciembre de 2015.
II. Visión general del modo en que se ha articulado la reforma
La reforma se ha articulado técnicamente mediante la sustitución de determinados cánones del Codex Iuris Canonici de 1983 -CIC- (EDL 1983/9449) y del Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium de 1990 (que son los dos Códigos hoy vigentes dentro de la Iglesia católica), mediante dos Cartas apostólicas del Papa Francisco, que se dicen Motu proprio datae, a las que, según se acostumbra hacer con los textos canónicos, se identifica con las primeras palabras con las que comienzan los respectivos documentos: Mitis Iudex Dominus Iesus (EDL 2015/266016), es la que se ocupa de la reforma de los procesos en el ámbito de la Iglesia católica de rito latino, y Mitis et Misericors Iesus, es la que introduce la reforma procesal para las Iglesias católicas de rito oriental.
Los dos actos pontificios tienen la misma estructura y un contenido paralelo, en su mayor parte coincidente, incluso ad pedem litterae o con sólo pequeñas variantes terminológicas. En lo que aquí interesa, me referiré únicamente a la Carta Apostólica Mitis Iudex Dominus Iesus (en adelante MI), es decir, a la norma referente a la Iglesia católica de rito latino, pues es al ámbito en que principalmente nos movemos.
Se distinguen en el documento tres sectores.
Hay una primera parte, expositiva de los motivos de la reforma y que enumera los “criterios fundamentales en que se apoya”. A continuación se establece el texto de los 21 nuevos cánones 1671-1691 que sustituyen íntegramente a los que con esa misma numeración integraban el Libro VII, Parte III, Título I, Capítulo I, del CIC, que comprende la regulación de las especialidades de los procesos canónicos para la declaración de nulidad del matrimonio. Y, finalmente, es una curiosa singularidad formal de la norma el hecho de que, tras la datación de los documentos y firma del Sumo Pontífice, subsiguen 21 artículos más, que se añaden como anexo, bajo la rúbrica general Ratio procedendi in causis ad matrimonii nullitatem declarandam (en la versión española, esa rúbrica se ha traducido como Reglas de procedimiento para tratar las causas de nulidad de matrimonio).
Desde luego ha de subrayarse que estamos ante una norma que han de calificarse como Ley pontificia. Esto quiere decir que se trata de una norma jurídica del máximo nivel en el ordenamiento canónico, en el que la denominación que se pueda dar a las leyes que provengan del Papa no determina un mayor o menor rango: todas las que dicta el Romano pontífice tienen el más elevado grado normativo en la Iglesia. Por lo mismo, ha de añadirse de inmediato que la calificación global de Ley pontificia debe predicarse no sólo de los textos de los nuevos cánones que se establecen sino también de la parte expositiva que los precede y de los 21 artículos del anexo. Podrá decirse que ese anexo se presenta como una regulación vinculada a la sustitución de cánones que MI lleva a cabo; pero, en mi opinión, ni cabe considerarlo como algo meramente subsidiario ni menos aún como jerárquicamente subordinado en el plano normativo con respecto a la innovación con rango legal que se opera con respecto a las normas codiciales.
Hay que destacar también que la técnica aquí utilizada, al disponerse la íntegra sustitución de los 21 cánones que se ocupaban de regular las especialidades propias de los procesos matrimoniales para la declaración de nulidad del vínculo matrimonial, supone una reorganización de la materia -sectorial pero íntegra de ese sector- lo que supone atribuir al nuevo texto eficacia derogatoria global de la regulación anterior que en Derecho canónico a ello adjudica el canon 20: como ley posterior abroga o deroga la precedente no sólo en lo que pudiera establecer de modo expreso, ni tampoco sólo en aquello en que pueda apreciarse que es directamente contraria, sino que cabe afirmar que sustituye en todo al régimen precedente.
Sin embargo, convendrá hacer de inmediato algunas precisiones al respecto.
Por lo pronto, hay que recordar que los cánones 1671 a 1691 tratan sólo de las especialidades propias de los procesos matrimoniales de nulidad de matrimonio. De modo que, en lo que no resulten excepcionadas por esta ley pontificia, siguen siendo de aplicación las normas comunes establecidas para los juicios canónicos en general así como las relativas al denominado “juicio contencioso ordinario”en los cánones 1400 y ss. y 1501 y ss. del CIC.
Por otra parte, se observa que, si bien se introducen innovaciones importantes, la nueva regulación también viene a reproducir en no pocos casos -cambiándolos de ubicación o de numeración- bastantes textos, que resultan ser idénticos a los que ya se contenían en los 21 cánones que ahora cesan. He detectado nada menos que doce coincidencias literales de cánones o parágrafos enteros de cánones, número de coincidencias que resulta bastante abultado en una reforma del alcance que tiene la aquí estudiada y que creo representa un alto porcentual de conservación de textos. Al respecto, parece claro que ha de aplicarse el principio que sienta el canon 6 § 2 del CIC: en la medida en que los actuales cánones reproduzcan el Derecho antiguo, “se han de entender también teniendo en cuenta la tradición canónica”.
En lo que toca a los cambios introducidos, algunos -muy pocos- podrán calificarse como meramente terminológicos; hay otros que, siendo sin duda relevantes, cabría considerar de todos modos que son simplemente puntuales. Al respecto, conviene recordar que, en caso de duda, no se presume en Derecho canónico la revocación de la ley precedente, sino que las leyes posteriores han de compararse y, en la medida de lo posible, conciliarse con las anteriores, como dice el canon 21.
Pero ciertamente la reforma va mucho más allá de variaciones de detalle. Puede decirse sin exageración que se innova el proceso matrimonial canónico en, al menos, tres aspectos decisivos:
1) “Liberaliza” notablemente los títulos de competencia.
2) Elimina la necesidad de que una sentencia de nulidad de matrimonio afirmativa, que no sea recurrida, tenga que pasar -como antes ocurría- por una segunda instancia o, en su caso, por un trámite de confirmación.
3) Lleva a cabo la creación original de un procedimiento especialmente más breve en el que la Sentencia la dicta el propio Obispo.
Voy a tratar de analizar seguidamente estas tres innovaciones básicas.
III. La importante modificación operada en los títulos de competencia
El canon 1673, en su versión de 1983, establecía cuatro títulos de competencia: 1) el del lugar de celebración del matrimonio; 2) el del domicilio o cuasidomicilio de la parte demandada; 3) el del domicilio del demandante, pero condicionado a que ambas partes residieran en el ámbito de la misma Conferencia episcopal y a que prestara su consentimiento el Vicario judicial del domicilio del demandado, oído éste; y 4) el del lugar en que de hecho deberían recogerse la mayor parte de las pruebas, pero también con la limitación de que prestara su consentimiento el Vicario judicial del domicilio de la parte demandada, tras haber interrogado a ésta si tenía algo que oponer.
El actual canon 1672 consagra en cambio tres posibles fueros; pero, salvo el primero, que sigue siendo el del lugar de celebración del matrimonio, los otros se alteran profundamente: se admite ahora, además del fuero del lugar de celebración del matrimonio, la competencia del Tribunal del lugar en que cualquiera de las partes -o ambas- tengan su domicilio o cuasidomicilio, sin más condiciones; y se consagra también la competencia del tribunal en el que de hecho hayan de recogerse la mayor parte de las pruebas, pero sin que se añada aquí tampoco ninguna otra condición complementaria, a diferencia de lo que establecía el canon 1673, 4º del CIC 83.
Debe destacarse que la modificación legal operada viene a convertir así en la práctica los fueros de competencia en algo, permítaseme la licencia, “cuasielectivo”.
En efecto, para establecer hoy la competencia de cualquier Tribunal eclesiástico a los fines de tramitar un proceso matrimonial de nulidad, bastará con adquirir un cuasidomicilio dentro del término de la demarcación del Tribunal del que se trate. Pero ha de recordarse que el cuasidomicilio, en Derecho canónico, se adquiere por la residencia en el territorio de una parroquia o Diócesis, que vaya unida a la “intención de permanecer allí al menos tres meses si nada lo impide, o se haya prolongado de hecho por tres meses” (canon 102 § 2). A estos efectos ni siquiera se exige esperar a que concluya la permanencia efectiva en un lugar durante tres meses. Bastará, por ejemplo, inscribirse en un cursillo de cualquier tema de al menos tres meses de duración y acudir a su iniciación para crear, sin fraude legal, un adecuado título de competencia que permita tramitar en el Tribunal correspondiente un proceso canónico de nulidad de matrimonio. Nótese que, para adquirir cuasidomicilio canónico, es suficiente estar en un lugar con la “intención” de residir allí; de modo que, existiendo esa intención, el cuasidomicilio en puridad se adquiere desde el primer día de estancia.
Uno de los objetivos de la reforma ha sido hacerse eco de la demanda expresada en el Sínodo de que los procesos se hicieran más “accesibles”. En este sentido, la opción legal ahora vigente puede suponer, sin duda, una facilidad. Quizá no se ha caído en la cuenta de que podrá suponer una facilidad para el demandante pero que, inversamente, puede ser una grave barrera para el demandado, si el actor procede unilateralmente sin contar con el demandado. Debe notarse que quien solicite la declaración de nulidad –con intención de dificultar al demandado su defensa o sin esa intención- tiene en su mano acudir a un Tribunal muy lejano al domicilio de la otra parte, que puede encontrarse así con dificultades enormes para actuar en el juicio canónico. Sería ésta, una versión del fenómeno que en Derecho internacional privado se conoce con la denominación de forum shopping (fuero de conveniencia), ciertamente no deseada, pero no por ello poco previsible.
Cuando esto ocurra no será sencillo plasmar en fórmulas concretas y adecuadas la orientación genérica que se establece en el art. 7 § 2 de las Reglas de procedimiento del anexo, precepto que, sin ulteriores precisiones, ordena asegurar, mediante la cooperación entre Tribunales, “que toda persona, ya sea parte o testigo, pueda participar en el proceso mediante el mínimo gasto”: habrá que ser realmente imaginativos tratando de buscar soluciones para salvar los obstáculos que pudiera representar la existencia de “distancias físicas o morales”, que es una de las orientaciones que, también sin mayores precisiones, aparece como recomendación en la parte expositiva de la nueva norma.
IV. La ejecutividad de las sentencias afirmativas de nulidad de matrimonio no apeladas
A) La nueva norma sobre la ejecutividad de las sentencias afirmativas de nulidad de matrimonio
Es ésta, en mi opinión, la más relevante innovación con trascendencia práctica que se introduce, por lo que la expondré con alguna extensión.
El actual nuevo canon 1679 dispone:
“La sentencia que por primera vez declaró la nulidad del matrimonio, transcurridos los términos establecidos en los cánones 1630-1633, se hace ejecutiva.”
La norma supone la supresión de la exigencia hasta ahora vigente de que una sentencia de nulidad de matrimonio afirmativa, aunque no fuera recurrida, para ser operativa tendría que pasar por una segunda instancia o trámite de confirmación. A partir de la entrada en vigor de este canon, si esa primera sentencia afirmativa no es apelada -para lo que, en Derecho canónico, hay un plazo de 15 días (c. 1630)- o si, habiéndose interpuesto apelación, no se “prosigue” el recurso ante el Tribunal de apelación -para lo que se establece el plazo de un mes desde que se interpuso la apelación, a no ser que el Juez a quo hubiera otorgado a la parte un plazo más largo para proseguirlo (c. 1633)- entonces la sentencia afirmativa única obtiene ipso iure ejecutividad.
Ello supondrá que, desde el momento en que la sentencia que declaró la nulidad del matrimonio adquiera esa ejecutividad, las partes cuyo matrimonio fue declarado nulo pueden contraer nuevas nupcias, a no ser que la Sentencia contenga un “veto” o se establezca una prohibición por el Ordinario del lugar.
Por expresa determinación de MI, esta disposición resulta aplicable a todas las sentencias afirmativas que se hayan notificado tras el 8 de diciembre de 2015, con independencia de que el proceso se haya iniciado antes o después de dicha fecha.
B) Significado histórico del cambio normativo
La modificación legal supone un cambio normativo de enorme importancia, con singulares repercusiones prácticas, aunque debe aclararse que, desde una perspectiva histórica, paradójicamente lo que significa es recuperar en buena medida el sistema procesal del Derecho canónico clásico medieval de la época de las Decretales.
En efecto, la exigencia de un doble pronunciamiento afirmativo conforme fue establecida en la Constitución del Papa Benedicto XIV Dei Miseratione, de 3 de noviembre de 1741, que en su número 8 estableció que el Defensor del Vínculo -figura creada por el mismo Papa en esa Constitución- tenía siempre obligación de apelar toda sentencia que en primera instancia declarara la nulidad de las nupcias; el acto pontificio citado condicionó así la firmeza y operatividad de la declaración de nulidad a que hubiera al menos dos sentencias afirmativas (en determinadas hipótesis, podían ser necesarias más de dos) plenamente conformes.
Esta disciplina, en lo básico, se mantuvo en el CIC de 1917 y, tras unas normas experimentales dadas en 1970 para los EEUU de Norteamérica, luego recibidas con algunos cambios y ya con carácter más general en la Iglesia latina mediante el Motu Proprio Causas matrimoniales, de 28 de marzo de 1971 (normas que introdujeron la posibilidad de confirmar las sentencias afirmativas mediante Decreto del Tribunal de apelación y a través de un trámite abreviado), el modelo implantado en el CIC de 1983 supuso, en definitiva, una continuación del mismo principio adoptado en 1741, aunque con importantes matices. En concreto, se eliminó la anterior obligación incondicionada que se imponía al Defensor del Vínculo de apelar la primera sentencia que declarara la nulidad del matrimonio; pero seguía siendo necesario con carácter general un doble pronunciamiento afirmativo conforme y, en suma, se continuó con la exigencia de que tras la primera sentencia afirmativa hubiera un segundo trámite de confirmación, aunque fuera en una modalidad abreviada.
En teoría el trámite confirmatorio del ahora derogado c. 1682 del CIC de 1983 pretendió ser un moderado intento de equilibrar razones de celeridad con garantías de certeza. Pero, dicho esto, no parece que, salvo un posicionamiento de desconfianza por sistema hacia los tribunales inferiores, hubiera adecuados motivos para dar así lugar a un conjunto de esfuerzos, gastos y dilaciones que suponía obligar a pasar en todo caso y a ultranza por un trámite añadido que, incluso en lo teórico, no dejaba de causar perplejidades: era una rara suerte de “apelación a iure” o de “apelación sin apelación”.
El caso es que desde el mismo inicio del Sínodo de Obispos de 2014 ya apareció la propuesta -en un primer momento tímida y hasta dubitativa- de reconsiderar si era verdaderamente necesaria la “doble conformidad”; pero esa propuesta inicial, a lo largo de los debates subsiguientes, se convirtió en una opinión ampliamente mayoritaria de los padres sinodales favorable a la eliminación de la exigencia de un doble pronunciamiento afirmativo.
Nos encontramos así hoy con una innovación de calado, pero que en definitiva supone aplicar -con ciertos matices que en seguida veremos- en sede de las causas matrimoniales de nulidad de matrimonio el mismo principio procesal que rige para el resto de los procesos canónicos, en los que la regla -por lo demás común en la mayor parte de los ordenamientos jurídicos- es que una sentencia adquiere ejecutividad si no es apelada.
C) Consecuencias prácticas del nuevo régimen actual
El sistema que resulta de MI, desde luego, significa un ahorro de esfuerzos, tiempo y costos.
En el régimen hasta ahora vigente, el trámite confirmación que, aunque sobre el papel podía ser sencillo, rápido y con un coste reducido, en la práctica como poco suponía un alargamiento que, cuando menos, exigía varios meses -sin que faltaran casos en que, por carencias de personal, por defectuosos funcionamientos de los mecanismos legales o por otras causas se prolongara durante un año o incluso bastante más tiempo- y, en todo caso, provocaba la intervención de al menos dos órganos jurisdiccionales, con los consiguientes costos económicos.
Todo ello se justificaba difícilmente cuando además ocurría que el porcentaje de confirmaciones de primeras sentencias afirmativas de nulidad mediante Decreto emitido por el Tribunal de apelación venía siendo estadísticamente muy elevado. Y ha de tenerse en cuenta que, en aquellos casos en los que no se daba la confirmación por Decreto, se producía la paradoja de que, si se había transitado por el cauce abreviado del canon 1682 en su anterior versión, el trámite a la postre podía alargarse y encarecerse bastante más que el de una apelación ordinaria.
Desde la perspectiva, pues, de obtener una agilización o simplificación del proceso y de lograr un abaratamiento de los costos, la repercusión práctica positiva de la innovación parece innegable, aunque también puede tener algunas otras consecuencias no deseables.
Pero, para una correcta valoración de la innovación y de sus consecuencias prácticas se hace necesario estudiar con algún detenimiento lo que en definitiva constituye la pieza básica del actual sistema: que haya o no haya apelación.
D) La apelación en la nueva regulación de los procesos de nulidad de matrimonio
Conviene comenzar destacando algo que puede parecer una obviedad para los canonistas pero que en cambio parece más llamativo desde fuera del Derecho canónico: desde tiempo inmemorial el Derecho procesal de la Iglesia parte del principio de cabrá el recurso ordinario de apelación a sustanciar por el siguiente Tribunal jerárquicamente superior en todos los casos en que no hayan existido dos sentencias o pronunciamientos conformes sobre lo que haya sido objeto de debate; en cambio, cuando haya esas dos sentencias o pronunciamientos conformes, no cabrá recurso de apelación: en tal caso, sólo podrá proponerse algún recurso extraordinario (retractatio causae o restitutio in integrum, según el supuesto del que se trate).
Por eso, para que una sentencia canónica ya no sea susceptible del recurso ordinario de apelación, puede ocurrir que tengan que intervenir dos, tres -o incluso, en ciertas hipótesis, más de tres- grados jurisdiccionales, pues todo dependerá de cuándo se logren dos sentencias o pronunciamientos de sentido coincidente: si el tribunal de apelación revoca la sentencia de primera instancia, cabrá apelar a una tercera instancia, que será en principio la decisiva, según opte o no por la solución dada por el Tribunal de primer grado o por la tomada por el Tribunal de apelación.
En eso consiste, en puridad, el sistema de la “doble instancia conforme”. Si hay dos sentencias conformes, lo resuelto alcanzará firmeza porque ya no cabe apelación. Pero no es que se exija en general que siempre haya dos sentencias conformes para que lo resuelto alcance firmeza: en el actual régimen, también en lo que se refiere a las causas matrimoniales, la sentencia de primera instancia ganará firmeza si no es apelada, como también ganará firmeza la sentencia de apelación que revoca la dictada en la anterior instancia si, a su vez, esa segunda sentencia no es apelada. Es lo mismo que ya ocurre en Derecho canónico en todas las causas distintas a las matrimoniales.
La clave está entonces en que la sentencia que declare la nulidad del matrimonio sea o no apelable. Si es apelable -lo será si es de primera instancia, o si es de segunda instancia y no es coincidente con la de una instancia precedente- la sentencia en cuestión alcanzará firmeza en función de que sea o no de hecho apelada: si es apelable y no es apelada, alcanzará firmeza tan pronto como transcurran inútilmente los plazos de interposición o, en su caso, de prosecución de la apelación; de modo que los interesados podrán contraer matrimonio -salvo que se les haya impuesto un “veto”- a partir del momento en que alcance firmeza la sentencia, sin necesidad de esperar a que haya trámite alguno de confirmación.
Aunque teóricamente no sea necesario ningún pronunciamiento judicial específico y la ejecutividad operará ipso iure, al respecto, en la práctica será muy conveniente que haya una “declaración de firmeza” o alguna otra constancia documental de que la sentencia única declaratoria de la nulidad ha llegado a ser firme por no haberse apelado. De otro modo, no será fácil que se admita a los interesados a la celebración de un nuevo matrimonio.
Pero vayamos ahora al tema en positivo.
La nueva regulación deja a salvo muy expresamente en el nuevo canon 1680 § 1 el derecho de las partes de formular los recursos procedentes, y desde luego el de apelar. El derecho de apelar para ante el Tribunal superior contra una sentencia con cuyo contenido una de las partes se encuentra disconforme es un derecho reconocido de siempre en Derecho canónico, en la medida en que la sentencia en cuestión no sea un pronunciamiento coincidente con otro entre las mismas partes dictado en otra instancia del proceso. Precisamente esa ha sido la forma de entender en el ámbito canónico el derecho a un proceso justo: con ello, el derecho de los contendientes a lograr que la causa pueda ser reestudiada por otro Juez distinto y superior se compatibiliza con el derecho que también tienen los litigantes a no soportar apelaciones sin fin; cuando hay dos pronunciamientos en el mismo sentido se considera ya que, salvo casos extraordinarios, no proceden ulteriores recursos.
Pero el derecho de apelar tiene además la función institucional, ad intra del sistema, de garantizar que el Tribunal que ha resuelto por primera vez un asunto lo haya hecho correctamente. Si una de las partes está disconforme con el fallo, puede pedir y obtener que otro Tribunal de diferente grado revise la causa en la medida en que no haya habido en el mismo asunto otro fallo previo coincidente, sustanciado por la misma causa de pedir. Por eso, si no coinciden los fallos de primera y segunda instancia y una de las partes apela, será un tercer Tribunal el llamado a dirimir la cuestión, lográndose así dos fallos coincidentes. Y ya se comprende que con ello se garantiza mejor que ninguno de los tribunales que actúe con anterioridad o sucesivamente lo haga de modo arbitrario o injusto.
En sede matrimonial, habida cuenta de que en el proceso canónico de nulidad interviene como parte el Defensor del Vínculo, que también tiene el derecho de recurrir contra la sentencia que considere no ajustada a Derecho, el derecho de éste a apelar constituye al mismo tiempo una garantía institucional del matrimonio mismo: reconociéndose al Defensor del Vínculo el derecho de apelar, se evita que una eventual pasividad de las partes pueda hacer que prevalezca una sentencia de nulidad sin base real.
Sin perjuicio de todo ello, es claro que el derecho de apelar no debe tampoco permanecer indefinidamente abierto, pues eso iría contra la seguridad jurídica. Por ello se establecen unas condiciones y plazos para ejercitar tal derecho, cuya regulación general para todas las causas canónicas se desarrolla en los cánones 1628 y ss., y que, con algunos matices, se aplica también en el proceso canónico matrimonial renovado.
En efecto, el actual canon 1679, como antes se ha apuntado ya, hace una referencia expresa a los cánones 1630-1633, estableciendo que la sentencia se hace ejecutiva cumplidos los términos allí señalados. Pero además, por su parte el nuevo c. 1680 §§ 2 y 3 introduce algunas variantes dignas de mención en el trámite a seguir en el recurso, variantes que voy a exponer sucintamente a continuación.
En Derecho canónico, la apelación debe interponerse ante el Juez que dictó la sentencia, dentro del plazo perentorio de quince días útiles, a contar desde la notificación de la sentencia. Basta a estos efectos con que el recurrente manifieste que apela por no estar conforme con lo resuelto y no considerarlo ajustado a Derecho.
Si no se dice otra cosa, la apelación se entiende dirigida al Tribunal jerárquicamente superior; pero debe tenerse en cuenta que cabe dirigirla per saltum al Tribunal de la Rota Romana que, en tal caso, tendría preferencia frente a cualquier otro Tribunal
La apelación ha de proseguirse ante el Tribunal ad quod en el plazo de un mes desde que se interpuso, a no ser que el Juez a quo hubiera otorgado un plazo más largo para proseguir el recurso. Y ha de advertirse también que, a diferencia de lo prevenido para la interposición de la apelación, para proseguirla se requiere y basta que la parte invoque la intervención del Juez superior para corregir la sentencia impugnada, acompañando copia de la misma, “et indicatis apellationis rationibus”.
Es éste un inciso que no siempre se tiene en cuenta y que podría derivar en que, si no se hace en ese escrito la indicación oportuna -aunque sea sumaria- de cuáles sean las razones o motivos de la apelación, el Tribunal ad quod podría entender que el recurso no ha sido adecuadamente proseguido y declarar entonces firme la sentencia apelada.
Señalado lo anterior, y puesto que el canon 1635 establece que, transcurridos inútilmente los plazos fatales de interposición de la apelación ante el Tribunal a quo o de prosecución ante el Tribunal ad quod, la apelación se considera desierta, por lo mismo, se entenderá que, desde ese momento, adquirirá firmeza la sentencia que era hasta entonces apelable y las partes cuyo matrimonio haya sido declarado nulo podrán celebrar matrimonio, a no ser que se les haya impuesto un veto.
Pero vayamos al caso de que la apelación haya sido interpuesta y proseguida.
Dispone el canon 1680 § 2, versión MI, que, tras haber recibido las actas judiciales el Tribunal de la instancia superior, tendrá que constituirse el colegio de jueces y nombrarse el Defensor del vínculo, fijándose entonces un plazo para que las partes presenten observaciones. Se configura así una especie de trámite previo específico, no contemplado en sede de la regulación general de las apelaciones comunes. Pues bien, resulta que este trámite previo puede resultar crucial, ya que el citado canon 1680 § 2 aporta la novedad de que, transcurrido el plazo concedido para presentar observaciones, el Tribunal colegial podrá decidir la confirmación por Decreto de la sentencia de la primera instancia si appellatio mere dilatoria evidenter appareat (si la apelación parece con evidencia como meramente dilatoria).
No comparto del todo la opinión de que el inciso deba interpretarse en el sentido de que podrá o deberá dictarse ese Decreto confirmatorio si el Tribunal ad quod entiende que la apelación es infundada. Tal interpretación ciertamente aproximaría el régimen que a partir de ahora será el vigente a lo que antes venía siendo una praxis generalizada en la aplicación del derogado canon 1682 del CIC 83: entender que la existencia de apelación no obstaba a la posibilidad de que el Tribunal dictara Decreto confirmatorio de la sentencia afirmativa que por primera vez declare la nulidad del matrimonio, si el tribunal de apelación entendía que esa sentencia estaba suficientemente fundada en Derecho y en cuanto a los hechos y que, por lo mismo, era innecesario seguir el trámite ordinario de la apelación.
En mi opinión, lo que ahora se establece es algo bien distinto: expresamente se dispone que sólo cabrá prescindir del trámite ordinario de la apelación y dictar decreto confirmatorio de la anterior sentencia cuando evidentemente el recurso planteado aparezca como meramente dilatorio. Se han de dar, pues, dos condiciones cumulativas: 1) que la única virtualidad del recurso sea su carácter meramente dilatorio o retardatario de una solución definitiva; y 2) que ese aspecto sea evidente.
Obviamente sólo una absoluta falta de fundamento de la apelación que quepa apreciar sin necesidad de mayores indagaciones podrá llegar a justificar una decisión así. Pero, dada la redacción del nuevo texto legal, apreciar sólo una mera falta de fundamento del recurso en ese momento inicial entiendo que no bastará. Porque aunque siempre será difícil hacer lo que en definitiva puede acabar siendo un juicio de intenciones, habrá de apreciarse, además de una falta de fundamento, ese propósito o finalidad meramente dilatorio al que apunta inequívocamente el canon; y esto habrá de apreciarse en función de datos objetivos que de algún modo lo sustenten, como por ejemplo y fundamentalmente puede ser la conducta observada por el apelante en el anterior trámite de instancia de la sentencia que se apela; o quizá también en el caso de que sean tan absurdas y artificiosas las razones aducidas al apelar que no quepa otra explicación razonable para el recurso que la mera dilación.
Lo que entiendo que en ningún caso será suficiente es que el Tribunal de apelación haga en este trámite una especie de valoración anticipada del fondo del recurso. Debe tenerse en cuenta que, por ejemplo, cabe en la apelación aportar en un ulterior momento procesal a la formalización de recurso nuevas pruebas; además, tras la conclusión de la causa en segundo grado, tiene el apelante una más amplia posibilidad de argumentar con suficiente amplitud los motivos por los que se ha pedido la revocación de la sentencia apelada, así como también ocasión de rebatir las argumentaciones de las demás partes.
En mi criterio, pues, esta posibilidad de dictar Decreto confirmando la sentencia del anterior grado ha de considerarse altamente excepcional y aplicarse con criterio singularmente restrictivo, pues en definitiva supondrá denegar un derecho -el de tramitar una auténtica apelación- que viene claramente reconocido en el canon 1680 § 1, con la enérgica expresión de que el derecho de apelar integrum manet (permanece íntegro). Así pues, estimo que el Decreto rechazando la apelación tendrá que ser cuidadosamente motivado, justificándose en él las razones objetivas que existan para considerar que la apelación, de modo manifiesto, es meramente dilatoria.
Todo ello tiene importantes repercusiones prácticas.
En concreto, vista la cuestión desde la perspectiva del apelante, será muy conveniente que ya desde el momento de la prosecución de la apelación no deje de expresar -aunque sea sumariamente- los motivos del recurso; y que no deje pasar el plazo que luego abra el Tribunal superior para “observaciones” sin ratificar y en su caso completar esa motivación, anunciando especialmente si va a proponer prueba en ese segundo grado.
En lo que respecta a las partes apeladas, si pretenden que se inadmita la apelación y piden la confirmación por Decreto de la sentencia apelada, no deberán limitarse en sus memoriales a adherirse a los razonamientos y fallo de la sentencia recurrida, sino que deberán aportar argumentos objetivos que demuestren el carácter meramente dilatorio de la apelación y que ese carácter dilatorio resulta evidente.
La nueva regulación, por lo demás, no resuelve -al menos no lo hace de modo expreso- si cabrá o no recurso contra el Decreto que aprecie que una apelación es, con evidencia, meramente dilatoria y que debe confirmarse la sentencia apelada.
Debe notarse que el Decreto, desde luego, tendría que conceptuarse como vim definitivae habente, pues hace imposible la continuación del juicio al impedir sustanciar el recurso por sus trámites hasta dictar sentencia. Pero, al mismo tiempo, al tipificarse legalmente este Decreto como confirmatorio de la sentencia apelada, supone en sí mismo, si se dicta, la emisión de un doble pronunciamiento conforme.
En mi modesta opinión, no obstante esto último, el Decreto debe considerarse apelable; pues la valoración de que la apelación es, con evidencia, meramente dilatoria, resulta conceptualmente un prius lógico y requisito inexcusable para que resulte legítima la confirmación de la sentencia apelada que en el mismo Decreto se pronuncia, ya que la confirmación sólo posible en la medida en que esa valoración previa sea correcta, y ha de notarse que, en tal caso, lo que se apelaría sería precisamente esa valoración, que ha impedido sustanciar el recurso por sus trámites. Por lo demás, es claro que en parte alguna del canon se dice tampoco que la cuestión deba resolverse expeditissime ni que no quepa apelación contra el Decreto confirmatorio (cfr. c. 1629), lo que me parece un argumento más a favor de la apelabilidad del eventual Decreto confirmatorio.
E) La especial ponderación que deberá presidir la actuación del Defensor del Vínculo en el posible planteamiento de apelaciones contra sentencias afirmativas
Es forzoso subrayar que tras la reforma de 2015 permanece íntegramente la garantía institucional que supone la intervención del Defensor del Vínculo como parte pública en los procesos de nulidad de matrimonio.
Continúa en plena vigencia el canon 1432, que ordena sea nombrado en la Diócesis un Defensor del Vínculo que, por razón de su oficio, deberá “proponer y manifestar todo aquello que pueda aducirse razonablemente contra la nulidad o disolución”, y, en concreto, aportar “cualquier tipo de pruebas, oposiciones y excepciones que, respetando la verdad de los hechos, contribuyan a la defensa del vínculo” (art. 56 § 3 de Dignitas connubii; EDL 2005/62277).
No es ahora del caso entrar en un examen pormenorizado de los derechos que asisten a quien desempeña este oficio y de las obligaciones que se le imponen, que constituyen todos ellos una auténtica garantía institucional global. Pero sí ha de recordarse especialmente el derecho -y entiendo también que la obligación- que le incumbe de apelar en el caso de que encuentre deficiencias en las pruebas sobre las que se basa una sentencia afirmativa o en la valoración que de las mismas se haya efectuado o, por supuesto, en la interpretación o aplicación que se haya hecho de las normas jurídicas que sean del caso.
En lo que se refiere a la posible apelación del Defensor del vínculo contra una sentencia afirmativa debe notarse que era un derecho ya existente antes de la nueva regulación, aunque en su aplicación práctica quedó muy oscurecido por los términos del anterior canon 1682.
Efectivamente, el Código de 1983 supuso el fin de la obligación incondicionada que desde Dei Miseratione se había impuesto al Defensor del Vínculo, estuviera o no persuadido de la justicia o injusticia de lo resuelto, de apelar toda sentencia afirmativa. El canon 1682 del CIC 1983 quiso mantener el principio de la exigencia de la doble instancia conforme, pero liberando al Defensor del Vínculo de esa obligación que antes se le imponía. Se creó así un extraño ente procesal de aplicación automática que repercutió en que, de hecho, la intervención del Defensor del Vínculo se hacía innecesaria para que, pese a que no mediara apelación formal, de todos modos, una sentencia afirmativa tuviera que ser reestudiada por el tribunal superior y pudiera ser revocada por dicho tribunal. De ahí que el Defensor del Vínculo en el anterior sistema, en la práctica, no apelaba las sentencias afirmativas de primera instancia: sabía que, apelara o no tales sentencias, no adquirirían firmeza puesto que los autos en todo caso pasarían al Tribunal de apelación a efectos de confirmación o no confirmación.
Una postura sistemáticamente abstencionista como la descrita, que antes habría que calificar como simplemente incorrecta, ahora no sería de recibo. Pues, en la actual disciplina, si ninguna de las partes apela ni lo hace el Defensor del Vínculo, la sentencia afirmativa única adquirirá firmeza. Y, por eso, ahora la posible apelación del Defensor del Vínculo puede ser a la postre el único mecanismo institucional de control eficaz de una sentencia injusta.
Pero ha de situarse la cuestión en sus límites. De ningún modo sería admisible tampoco en la actual coyuntura que el Defensor del vínculo formulara por sistema apelación contra toda sentencia afirmativa, con independencia de que entienda que el recurso tenga o no fundamento. Ello significaría una perversión del sistema actual, en el que, sin duda, ha quedado eliminada esa antigua obligación que, desde Dei Miseratione hasta que concluyó la vigencia del CIC de 1917, se imponía al defensor del Vínculo de apelar toda sentencia afirmativa que no fuera una duplex conformis. Y no podría servir de excusa para que el Defensor del vínculo interponga apelaciones sistemáticas contra sentencias afirmativas el hecho de que eso permitiría al Defensor del vínculo del Tribunal de apelación ponderar si él debe o no mantener el recurso. Todo ello, sencillamente, iría contra el espíritu de la reforma y vendría a desvirtuar la función institucional de la defensa del vínculo, que obliga a oponer todo lo razonable pero, al mismo tiempo, sólo lo razonable.
Así pues, el Defensor del vínculo habrá de hacer un cuidadoso juicio de ponderación antes de interponer o no una apelación; y sólo deberá formularla cuando entienda que la sentencia no está suficientemente fundada, bien porque detecte que ha incurrido en errores, bien porque no haya despejado correctamente dudas razonables positivas y probables que se opongan a la certeza moral de la nulidad, bien porque encuentre otros motivos jurídicos de oposición a la declaración de nulidad que razonablemente puedan aducirse.
Una puntualización más. La interposición de apelación no exige de suyo que se expresen en esa fase los motivos del recurso. Pero tampoco se prohíbe hacerlo. Y entiendo que, si el Defensor del vínculo estima que procede apelar, en la práctica será muy conveniente -y puede también ser hasta necesario por lo que enseguida diré- que exprese y justifique, al menos sumariamente, las razones por las que lo hace: debe tenerse en cuenta que luego no será la misma persona quien actuará como Defensor del vínculo en la instancia siguiente; y que quien desempeñe el oficio en el Tribunal de apelación, antes de que lleguen los autos al Tribunal, no conocerá en absoluto los pormenores de la causa, ni tendrá la oportunidad procesal de conocerlos hasta después de que efectivamente lleguen los autos al Tribunal, que bien podría ser en un momento en el que ya haya transcurrido el plazo para proseguir la apelación. Y es que no habrá de olvidarse que, para que la sentencia afirmativa no adquiera firmeza, será preciso no sólo interponer apelación sino también proseguir la apelación en forma ante el Tribunal ad quod: habida cuenta de que para ello han de expresarse los motivos por los que se apela, tal requisito no será de sencillo cumplimiento para los Defensores del vínculo de los tribunales de segundo o ulterior grado, a no ser que se establezca algún sistema de comunicación entre quienes desempeñen el oficio ante el Tribunal a quo y ante el Tribunal ad quod.
Debe repararse en que ni la legislación hasta ahora vigente ni tampoco la reformada tienen previsto nada al respecto y ha de insistirse en que hoy puede ocurrir perfectamente que, para cuando el plazo para proseguir la apelación venza, ni siquiera se hayan remitido o no hayan llegado físicamente los autos al Tribunal ad quod.
Una posible solución práctica sería que el Defensor del vínculo del Tribunal a quo haga llegar con tiempo suficiente al Defensor del vínculo del Tribunal ad quod un proyecto de escrito de prosecución de la apelación, junto con la copia de la sentencia que es necesario acompañar para proseguir el recurso, de modo que el Defensor del vínculo del Tribunal ad quod decida si prosigue la apelación o la abandona.
En cualquier caso, ha de recordarse que, sea cual fuere la vía que se siga para que el Defensor del vínculo formule apelación, aunque no creo que en la práctica ocurra con frecuencia, podría el Tribunal ad quod aplicar el actual canon 1680 § 2 y dictar Decreto considerando evidente que la apelación es meramente dilatoria y confirmando la sentencia de primera instancia. Me permito destacar que tal posibilidad, aunque sea todo lo restringida que se quiera, resultaría tanto más probable si, por ejemplo, se ha omitido expresar una mínima motivación del recurso y, en especial, si se diera el caso de que el Defensor del vínculo apelara después de que en la instancia anterior hubiera manifestado en el periodo discusorio no tener nada razonable que proponer u oponer contra la declaración de nulidad.
V. El proceso brevior, en el que la Sentencia la dicta el Obispo diocesano
A) Un proceso enteramente nuevo y original
Esta es la novedad, sin duda, más original y llamativa que aporta la reforma.
No obstante, según creo no es fácil hoy hacer un pronóstico de cuál vaya a ser su efectiva trascendencia y plasmación práctica.
Se dedican al tema los nuevos cánones 1683 a 1687 y también los artículos 14 a 20 del anexo de las Reglas de procedimiento.
No es posible aquí entrar en el detalle de la abundante problemática de esta regulación, por lo que me limitaré a intentar subrayar lo que entiendo son las cuestiones nucleares.
B) Los presupuestos procesales del nuevo tipo
Por lo pronto, ha de destacarse que la posibilidad de transitar por este nuevo tipo procesal se supedita en el actual canon 1683 a dos condiciones:
“1) la demanda ha de ser presentada por ambos cónyuges o por uno de ellos con el consentimiento del otro; y 2) deben concurrir circunstancias de hechos y personas, corroboradas por testimonios y documentos, que no requieran una investigación o una instrucción más pormenorizada y que hagan manifiesta la nulidad.”
1. Demanda conjunta o presentada por uno con el consentimiento del otro
La primera de dichas condiciones sugiere algunas posibles puntualizaciones.
En concreto, mientras el supuesto de demanda conjunta no parece necesitar mayores concreciones, por lo que toca a la alternativa “o con el consentimiento del otro”, hay un aspecto que conviene subrayar y es que será necesario un consentimiento expreso de la parte demandada.
El consentimiento no se deberá entender suplido ni por una falta de respuesta del demandado, incluso a una segunda citación, ni tampoco por el hecho de que se someta a la justicia del Tribunal: en esos caso lo único que cabe concluir es que el demandado no se opone activamente a la demanda (cfr. art. 11 § 2 de las Reglas de procedimiento), que es cosa bien distinta a “consentir”. Hay en este sentido un par de “respuestas particulares” del Pontificio Consejo para los Textos de las Leyes.
Cabe puntualizar que, en el caso de que la demanda hubiera sido presentada originariamente para tramitar un proceso ordinario, si el Vicario judicial considera que la causa puede ser tratada por el procedimiento brevior, al notificar la petición a la parte que no ha firmado la demanda puede invitarla a comunicar al tribunal si quiere asociarse a la petición presentada y participar en el proceso (art. 15 de las Reglas de procedimiento); de obtenerse una respuesta positiva se daría así un consentimiento “sobrevenido”.
Parece que el consentimiento a prestar debería significar conformidad tanto con la sustancia de los hechos aducidos como también sobre el capítulo o capítulos invocados; seguramente también debería incluir la aceptación de que la causa se sustancie por el cauce del proceso brevior.
Es recomendable que el consentimiento a prestar abarque todos estos puntos y también este último.
Una cuestión de no sencilla respuesta es la que puede plantearse si, formalizada demanda conjunta o prestado el consentimiento del demandado, alguna de las partes retira su consentimiento. Parece lógico entender que en ese caso quedará excluido el cauce especial del proceso brevior y habrá de seguirse el trámite ordinario. No obstante, algún autor ha opinado que cabría continuar el trámite especial si se ha llegado a la fase de la conclusión de la causa; por mi parte entiendo que, retirado el consentimiento, también en tal caso debería remitirse la causa al proceso ordinario aunque se haya llegado a esa última fase procesal, ya que entiendo que el consentimiento de ambas partes es un presupuesto de procedibilidad de inicio a fin del trámite.
Pero, en definitiva, lo que en todo caso ha de quedar claro es que el consentimiento de ambas partes por sí solo no basta para abrir el proceso brevior, sino que ha de concurrir cumulativamente con el requisito -o los requisitos- del núm. 2º del canon 1683.
2. La complejidad y dificultad de cubrir los requisitos exigidos en la segunda condición
La apreciación de la concurrencia de lo que se exige en ese segundo punto cumulativo es altamente problemática.
En efecto, por lo pronto, ya de por sí suscita bastante perplejidad el hecho de que se requiera que “concurran circunstancias de personas y hechos, sostenidas por testimonios o documentos que no requieran una investigación o instrucción más pormenorizada”.
Nótese que, un tanto contradictoriamente y al mismo tiempo, se exige que en el escrito de demanda se “indiquen las pruebas que puedan ser inmediatamente recogidas por el juez” (cfr. canon 1684, 2º); y, además, en todo caso el procedimiento prevé que el Vicario judicial designe un “instructor” y cite a una sesión (c. 1685) cuyo carácter de sesión para “instrucción” es patente, pues en ella han de “recogerse las pruebas, en la medida de lo posible en una sola sesión” (cfr. c. 1686); incluso expressis verbis se concreta que en la citación que debe emitirse fijando día para la sesión, ha de informarse a las partes de que, “al menos tres días antes de la sesión de instrucción (sic), pueden presentar los puntos sobre los que se pide el interrogatorio de las partes o los testigos, si estos no hubieran sido adjuntados con el escrito de demanda” (art. 17 de las Reglas de procedimiento).
Todo ello, pues, apunta en el sentido de que ha de haber en este proceso especial, al menos, un mínimo de actividad instructora, pero que deberá haberla siempre.
La mayor dificultad interpretativa estriba en que el canon 1683, 2º exige que esas circunstancias de personas y de hechos que deben concurrir (complejo enunciado de hermenéutica a su vez complicada), han de hacer “manifiesta la nulidad”.
No ayuda precisamente a esclarecer el significado de la expresión la, en mi criterio, desafortunada enumeración “ejemplificativa” y abierta de circunstancias que se ofrece en el art. 14 § 1 de las Reglas de procedimiento, precepto que ciertamente no consagra “nuevos motivos de nulidad” y que contiene un conjunto de supuestos de naturaleza bien dispar, alguno de los cuales más bien sería, según creo, un paradigma de caso difícil y necesitado de una instrucción muy pormenorizada y delicada.
No me detendré en el detalle de este tema. Pero sí diré que, en mi opinión, la apreciación en la práctica de si concurre o no esa segunda condición del canon 1683 va a ser muy variable, según sea desde luego la disponibilidad del Obispo que luego habrá de dictar la sentencia (que, no se olvide, generalmente no será jurista), pero al mismo tiempo -y antes en el tiempo- dependerá mucho del criterio y del talante del Vicario judicial que tenga que decidir si se sigue el trámite brevior o el ordinario, que podrá y deberá tomar esa decisión con ciertos márgenes de discrecionalidad, aunque no de arbitrariedad.
Aquí jugarán sobre todo elementos intuitivos y de prudencia. No bastará, ciertamente, con que se aprecie la existencia del simple fumus boni iuris que se requiere para la admisión de la demanda (apariencia de buen Derecho que, de conformidad con lo prevenido en el canon 1505 § 2, 4º consiste más bien en constatar el elemento negativo de que la demanda no carece de algún fundamento y no cabe esperar que del proceso aparezca fundamento alguno). Contrariamente, será preciso bastante más que un plus a este respecto: se necesitará estimar que de lo aducido en la demanda resulta primo ictu oculi altamente probable que la declaración de nulidad será procedente y que hay a ese propósito un más que sólido principio de prueba, aunque no se haya aportado con el escrito inicial una demostración que por sí sola sea totalmente irrefutable.
Habría así que huir de dos extremos. Pues no se debe extremar el nivel de exigencia hasta tal punto que el criterio a aplicar sea el de iniciar y seguir el proceso brevior sólo en caso de se prevea que la sesión instructora vaya a ser un trámite inútil (pues en ese caso habría que preguntarse para qué establece la ley ese trámite); ni tampoco cabrá irse al extremo contrario de iniciar el proceso brevior aunque no se aprecie ab initio al menos una muy alta probabilidad de éxito de la acción por los datos que ya se tienen, pues en ese caso, si sólo hay el fumus boni iuris no cualificado que con carácter general se pide para la admisión de la demanda, lo que procederá es seguir el cauce ordinario y no acudir al brevior.
C) Las fases del procedimiento en primera instancia
1. La fase inicial
En cuanto a la regulación positiva de las distintas fases del proceso a seguir, el primer paso de admitir la demanda es común con el previsto para el proceso ordinario, pues no hay a este respecto una regulación específica: presentada la demanda, el Vicario Judicial procederá a admitirla, ordenando que se notifique al Defensor del Vínculo (canon 1676 § 1).
En ese mismo Decreto de admisión quizá no sea incorrecto añadir el elemento diferencial de que podría ya entonces disponer el Vicario judicial que se siga el proceso brevior (cfr. c.1676 § 4), aunque parece que también podría posponer esa decisión a un momento posterior al trámite de audiencia concedido al Defensor del Vínculo, y sea entonces cuando dicte un segundo Decreto específico en el que, a tenor del canon 1685, “determine la fórmula de dudas, nombre el instructor y el asesor, y cite para la sesión que deberá celebrarse conforme al canon 1686, no más allá de treinta días”.
Como antes se ha apuntado, en ese Decreto deberá informarse a las partes que, “al menos tres días antes de la sesión de instrucción pueden presentar los puntos sobre los que se pide el interrogatorio de las partes o de los testigos, si estos no hubieran sido adjuntados con el escrito de demanda” (art. 17 de las Reglas de procedimiento).
2. La sesión instructora
El plazo límite de treinta días que se establece para que tenga lugar la sesión de instrucción no es ad validitatem. No obstante, el plazo debería observarse si no hay causa que lo impida. En la práctica, puede no ser fácil coordinar la agenda para atender este señalamiento. De todos modos cabe destacar que, aunque el Vicario Judicial puede nombrarse a sí mismo instructor (vide art. 16 de las Reglas de procedimiento), ciertamente no está obligado a hacerlo, por lo que bien podrá nombrar instructor a otra persona que esté libre de señalamientos.
Los trazos con que se diseña esa subsiguiente sesión instructora son escasos.
El canon 1686 prescribe que las pruebas deben recogerse en una sola sesión “en la medida de lo posible”.
El art. 18 de las Reglas de procedimiento concreta en el § 1 la singularidad de que “las partes y sus abogados pueden asistir al interrogatorio de las otras partes y de los testigos, a menos que el instructor considere que, por las circunstancias del asunto y de las personas, se deba proceder de otro modo”; la inclusión de esa posibilidad de que las partes asistan a las declaraciones es, ciertamente, una diferencia con respecto al régimen común, en el que su presencia se prohíbe expresamente (Cfr. los cánones 1559 y 1677 § 2, que en su actual redacción, reproduce el texto del canon 1687 § 2 en su versión del CIC 1983).
En fin, resulta bastante llamativa la prescripción del § 2 del mismo art. 18 de la Reglas de procedimiento, cuando se ordena allí que “las respuestas de las partes y de los testigos deben ser redactadas por escrito por el notario, pero sumariamente y sólo en lo que se refiere a la sustancia del matrimonio controvertido”. No se me alcanza a qué pueda obedecer esta limitación, abiertamente contraria a lo que dispone el canon 1567 § 1.
Aunque no se haga mención de ello, el Defensor del Vínculo debe ser citado a la sesión conforme a las normas generales (c. 1433).
Por lo demás, cabe notar que ni el canon ni las Reglas de procedimiento aclaran si a la sesión instructora debe asistir el “asesor” nombrado en el Decreto por el que se concordó la fórmula de dudas. Desde luego no creo que sea improcedente en que se le cite para ese acto; y parece conveniente que se haga y que el asesor acuda a la sesión, pues podrá así mejor desempeñar su función.
3. La fase de discusión de la causa y decisión por el Obispo diocesano
La sesión concluye con una resolución del instructor por la que “fije el término de quince días para la presentación de las observaciones en favor del vínculo y de las defensas de las partes, si las hay” (canon 1686).
En aras a la celeridad, me parece que no debería haber obstáculo para que, omnes consentientes, las partes renunciaran a ese trámite, si el Defensor del Vínculo manifestara en el acto que no ha encontrado objeciones razonables que oponer a la declaración de nulidad, pues ello permitiría pasar de inmediato a la fase siguiente.
Presentadas las observaciones del Defensor del Vínculo y las defensas de las partes o, en su caso, renunciado el trámite por todos, los autos se pasarán al Obispo diocesano, que antes de dictar sentencia deberá obtener consejo del instructor y del asesor.
No hay concreción legal sobre cómo deba hacerse esa consulta, por lo que cabe desde una convocatoria personal de instructor y asesor para que comparezcan -conjunta o separadamente- ante el Obispo, hasta la obtención previa a la sentencia de informes escritos aportados por ambos o presentados a petición del Obispo en el plazo que éste indique. Y si bien es claro que el Obispo no está vinculado a seguir la opinión de los consultados, debe considerarse requisito de validez que la consulta se haga y que se oiga al instructor y al asesor (Cfr. canon 127 §2, 2º).
Llegado a este punto, el Obispo, ponderando las observaciones del Defensor del Vínculo y las alegaciones de las partes, si las hubiere, procederá a dictar sentencia, si hubiera alcanzado certeza moral acerca de la nulidad del matrimonio (c. 1687 § 1). Esto es: sólo procederá el Obispo a dictar sentencia -afirmativa- en la medida en que ex actis et probatis adquiera ese grado de convicción acerca de que el matrimonio es nulo que, aunque no elimine la mera posibilidad de lo contrario, sí excluya toda prudente duda positiva y probable de equivocación, tanto en lo que se refiere a los hechos como en lo que toca a su calificación jurídica, pero sin que sea suficiente que sólo sea mayor el peso de las pruebas y de los indicios a favor que en contra (cfr. el artículo 12 de las Reglas de procedimiento).
El artículo 20 § 1 de la Reglas de procedimiento dispone que el Obispo establecerá, según su prudencia, el modo con el que pronunciar la Sentencia.
El § 2 especifica, no obstante, que siempre irá firmada por el Obispo junto con el notario -luego deberá constar por escrito- y deberá “exponer de manera breve y ordenada los motivos de la decisión”, resultando una vez más llamativa la referida exigencia de brevedad.
Especifica el c. 1687 § 2 que deberá notificarse cuanto antes a las partes el texto íntegro de la sentencia con la motivación; no bastará, pues, comunicar sólo su parte dispositiva. Y concreta también el artículo 20 § 2 de las Reglas de procedimiento que la sentencia ha de ser “notificada a las partes ordinariamente dentro del plazo de un mes desde el día de la decisión”, lo que no es mucho decir pues debe notarse que en parte alguna se dice que el Obispo tenga plazo -ni determinado ni orientativo- para dictar sentencia.
4. El supuesto de que el Obispo no alcance la certeza moral necesaria para dictar sentencia por la que se declare la nulidad del matrimonio
Si el Obispo no obtiene certeza moral de la nulidad, no cabrá que dicte sentencia negativa, declarando que no consta la nulidad del matrimonio, sino que lo que procederá es que remita la causa a proceso ordinario.
Esto es, en ese caso, habrá de tramitarse completo el asunto de nuevo por el Tribunal por el cauce del proceso matrimonial común, entiendo que a partir de la fase de proposición de prueba. Ello permitirá aportar nuevas y más detalladas probanzas y argumentaciones y tratar de resolver los puntos que hayan podido aparecer como dudosos.
En ese sentido, tal vez sería conveniente que, si el Obispo decide remitir la causa a proceso ordinario, no dejara de expresar en la resolución que dicte a ese fin cuáles han sido las dudas de hecho o de Derecho que le hayan impedido alcanzar la certeza moral que habría sido precisa para haber podido dictar sentencia afirmativa.
5. La posible apelación
Creo que contra el Decreto por el que se remita la causa al trámite ordinario no procede apelación, pues no pone término al proceso ni tiene fuerza de sentencia definitiva (cfr. c. 1629).
Contra la sentencia afirmativa dictada por el Obispo, en cambio, se reconoce expresamente en el canon 1687 § 3 que cabe apelación dirigida al Metropolitano, o a la Rota Romana. Pero si la sentencia hubiera sido dada por el Metropolitano la apelación que no se dirija a la Rota Romana se daría para ante el sufragáneo más antiguo (hay una respuesta particular del PCITL según la cual ha de entenderse que la norma se refiere al sufragáneo que ocupe la sede de más antigua creación, no al Obispo más antiguo en el episcopado o de más edad); y si dictó la sentencia un Obispo que no tuviera una autoridad superior por debajo del Papa, entonces la apelación se daría para ante el Obispo por él designado establemente (cfr. c. 1687 § 3).
Hay que suponer que ninguna de las partes apelará la sentencia que se dicte en este proceso brevior pues, para ser viable como tal, debe haberse seguido como presupuesto previo por demanda conjunta o con el consentimiento de ambos cónyuges. Pero lo cierto es que, teóricamente y aunque sea una rara hipótesis, nada impide y no se excluye que una de las partes finalmente apele la sentencia.
Menos rara -aunque hay que suponer que tampoco será frecuente- es la hipótesis de apelación del Defensor del Vínculo.
Me remito a lo dicho anteriormente sobre el cuidadoso juicio de ponderación que deberá efectuar al respecto este ministerio público. No obstante, en este proceso brevior la hipótesis de apelación debería ser excepcional en la práctica, pues ha de recordarse que el trámite está reservado a los casos en que ab initio, la nulidad sea manifiesta; no por ello debería el Defensor del Vínculo dejar de apelar, si encuentra motivos razonables para hacerlo. Otra cosa es que pueda de algún modo sentirse cohibido a la hora de tomar esa decisión de rercurrir -que entraña manifestar que considera la sentencia injusta- cuando ocurre que el nombramiento para el cargo de Defensor del Vínculo depende de la misma persona del Obispo diocesano que ha dictado la sentencia…
Sorprendentemente, el canon 1687 § 4 prevé la posibilidad de que “si resulta evidente que la apelación se revela como meramente dilatoria, el Metropolitano o el Obispo mencionado en el § 3, o el Decano de la Rota Romana, la rechazará por Decreto desde el primer momento”.
Es sorprendente esta posibilidad legal porque se delinea así un régimen más radical que el previsto para las apelaciones que tengan lugar en el proceso ordinario: nótese que el rechazo se daría -o, al menos, podría darse- a limine y sin trámite de audiencia previa de las partes. Pero, además, a diferencia de lo prescrito para el proceso ordinario, la previsión normativa es que el Decreto será de rechazo de la apelación, no de confirmación de la sentencia apelada (como en cambio prescribe el canon 1680 § 2 para el proceso ordinario), lo que, por cierto, podría conducir al sinsentido de que ese Decreto sea, desde luego y a su vez, apelable, por impedir la continuación del juicio, sin que existan aún dos pronunciamientos conformes favorables a la nulidad, sino sólo uno.
Los tenues trazos con los que, por lo demás, se diseña la apelación en el proceso brevior suscitan no pocos interrogantes más. Me fijo sólo en los dos que creo más importantes.
En concreto, si no se aprecia a limine con evidencia que la apelación es meramente dilatoria y, “por el contrario, la apelación es admitida, se remitirá la causa al trámite ordinario de segundo grado” (c. 1687 § 4). Pero no se especifica en qué haya de consistir ese “trámite ordinario”: según el c. 1680 § 3 “admitida la apelación deberá procederse del mismo modo que en primera instancia, con las debidas adaptaciones”; pero, entonces, ¿a qué modo de proceder hay que entender hecha aquí la referencia?; ¿al modo de proceder que se sigue en el proceso ordinario?; ¿al establecido para la primera instancia del brevior?; ¿deberá o no entonces constituirse un tribunal colegial? ¿O bien el Metropolitano -o, en su caso, el Obispo sufragáneo, o el Decano de la Rota- no deberán constituir un Tribunal colegial sino más bien nombrar instructor y asesor como en primera instancia?
Suponiendo resueltas las anteriores interrogantes y tramitada la segunda instancia llegamos al momento de la decisión, pueden presentarse dos escenarios:
En primer lugar, si en la apelación finalmente se entiende que procede confirmar la sentencia dictada por el Obispo diocesano, parece claro que la sentencia de segundo grado sería ejecutiva al haberse dado dos pronunciamientos conformes.
Pero, por el contrario, no hay una adecuada especificación de qué ha de hacerse si no se entiende procedente confirmar la sentencia afirmativa de primera instancia. La duda estriba en ese caso sobre si la respuesta del Juez o del Tribunal de apelación deberá ser que “no consta la nulidad” del matrimonio o más bien la de que “no se ha alcanzado certeza moral de la nulidad”.
La cuestión no es baladí.
Si se responde lo primero -esto es, que no consta la nulidad- parece que entonces cabrá una ulterior apelación; de modo que en la siguiente instancia se podrá obtener una sentencia que, confirmando la de primer o la de segundo grado, zanjará el tema por alcanzarse así una doble conformidad acerca de que consta, o de que no consta la nulidad.
En cambio, si se la respuesta judicial es lo segundo -esto es, que no se confirma la sentencia apelada por no haberse adquirido la certeza moral de que el matrimonio sea inválido- entonces la consecuencia lógica sería más bien que los autos deben devolverse al Tribunal de primera instancia para que proceda a la sustanciación de la causa por el trámite ordinario.
Tan sutil aspecto creo que deberá tenerse en cuenta a la hora de fijar la fórmula de dudas en la apelación.
VI. Alguna reflexión final
En las anteriores páginas he tratado de ofrecer en apretada síntesis sólo algunas consideraciones de carácter práctico en relación con lo que me parece son las tres innovaciones básicas que aporta la reforma procesal del Papa Francisco.
Faltaría hacer referencia a un cuarto aspecto mucho más difuso, que puede acabar funcionando como telón de fondo decisivo, pero cuya plasmación práctica está por ver.
Aunque los textos de MI sobre este otro punto aparezcan mucho más dispersos y, desde luego, resulten jurídicamente muy poco concretos, todo indica que el nuevo proceso canónico para la declaración de nulidad del matrimonio parece haber intentado concebirse in toto como una pieza que ha de encajarse en -o articularse con- la acción pastoral familiar que, en general, ha de llevar a cabo la Iglesia bajo directa responsabilidad del Obispo, que muy específicamente deberá dirigirse a los fieles en dificultad separados o divorciados, incluso con creación de estructuras estables a través de las cuales se les proporcione atención.
Sin embargo, lo cierto es que en parte alguna se concreta positivamente cuáles vayan a ser las estructuras eclesiales de las que se habla, cómo haya de ser su proceder, ni tampoco por qué vía y en qué medida los resultados de lo que se denomina una “investigación prejudicial pastoral previa al proceso” (cfr. los artículos 2 a 5 de las Reglas de procedimiento), vaya luego en su caso a integrarse en el proceso judicial canónico propiamente dicho.
En ese marco, por cierto, parece insertarse la invitación que se hace en el texto pontificio que apunta a orientarse hacia una “gratuidad” de los procesos. En este orden de cosas, resulta bastante llamativo que en el criterio VI de los que aparecen en la parte expositiva previa sea en el único lugar en que se cita a las Conferencias episcopales; y que sea allí donde se consigne una obligación de éstas de “respetar absolutamente el derecho de los Obispos de organizar la potestad judicial en la propia Iglesia particular”, pero al mismo tiempo la obligación de dar a cada Obispo “el estímulo y conjuntamente la ayuda para poner en práctica la reforma del proceso matrimonial”. En ese punto, por cierto, también se insta a las Conferencias episcopales para que cuiden de que “salvada la justa retribución de los operadores jurídicos, se asegure la gratuidad de los procesos”. Pero lo cierto es que este mandato u orientación genérica tampoco se sustancia luego en ningún canon de los renovados ni en ninguno de los artículos que constituyen la Ratio procedendi.
Y, en lo que sé, la Conferencia episcopal española no parece haber tomado ninguna iniciativa al respecto.
No me atrevo, pues, a hacer ninguna indicación práctica sobre temas tan nebulosos.
En todo caso, se hace preciso esperar a que pase algún tiempo de aplicación del nuevo sistema, pues el cambio que supone el haber modificado, tan radicalmente y todas al mismo tiempo, importantes piezas del mismo puede producir efectos inesperados. Confiemos en que sea para bien. Pero ello dependerá en gran medida de la positiva actuación de los operadores jurídicos que estamos llamados a ponerla en práctica; y, entre ellos, quiero pensar que seguirá siendo importante la contribución de los abogados que intervenimos en esta atractiva, sugerente y comprometida faceta del Derecho de Familia.
Este artículo ha sido publicado en la "Revista de Derecho de Familia", el 1 de septiembre de 2016.
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