En la reciente campaña electoral algunos partidos han hecho promesa de introducir en el Código Penal -EDL 1995/16398- un tipo que castigue la ilegal convocatoria de referéndum para consultas destinadas a la secesión territorial. No es nada nuevo. Ni es novedosa la idea, ni lo es la insistencia en querer materializarla de un modo que a mi juicio está completamente equivocado, a pesar de ser posible construir bien una defensa penal frente a tal comportamiento, que ya se ha intentado muy recientemente poniendo en riesgo la estabilidad constitucional y originando un proceso conocido de todos.
A ello dedico las siguientes líneas. Son ideas ya expuestas por mí en alguna ocasión sin ningún éxito. Como el peligro persiste puede ser útil repetirlas ahora por si en esta ocasión tuvieran mejor fortuna.
I. El problema del referéndum convocado sin competencias y su tipificación penal
En nuestro Código Penal se introdujo un tipo penal que castigaba esta acción cuando lo convocado por la autoridad incompetente fueran procesos electorales o consultas populares por vía de referéndum (art.506 bis -EDL 1995/16398-, introducido por L 20/2003, de 23 diciembre -EDL 2003/156996-). Este precepto, con otros dos que le acompañaban en la reforma (el 521 bis sancionador de quienes facilitaran, promovieran o aseguraran la convocatoria, y 576 bis sobre fondos y subvenciones a asociaciones o partidos disueltos o suspendidos) fue derogado por LO 2/2005, de 22 junio -EDL 2005/70995-. Su vigencia no llegó pues a dos años. El Partido Popular introdujo el tipo penal que el Partido Socialista suprimió. Después el Partido Popular no hizo intento alguno de recuperarlo. Y ahora aquél parece que quiere reintroducir lo que en su día ya estuvo en el Código Penal y que ese partido eliminó. Y todo ello, por lo que veo sin acertar con la solución del problema.
Es claro el propósito de la reforma y evidente la necesidad de llevar al Código Penal determinadas conductas que son abiertamente infractoras del orden constitucional. Pero creo que tan buen propósito debe acompañarse del acierto en el diseño de la reforma. Ni aquella reforma fue correcta ni lo será en un futuro si se planteara en iguales términos.
A mi juicio la puesta a punto del Código Penal -EDL 1995/16398- exige algo diferente y más eficaz, problema que se conecta con el que examinaré después, pues al fin y al cabo los retos que se plantean y se van a plantear son de constantes ilegalidades del orden constitucional, que será necesario restablecer mediante el ejercicio de la jurisdicción. Por ello el correcto tratamiento de la eficacia de las decisiones judiciales frente a los comportamientos que desconocen su vinculación constituye el punto más importante de una reforma del Código Penal que tendrá que abordarse antes o después.
Siguiendo con el tema del referéndum varias son las incorrecciones de que adolecía el art.506 bis -EDL 1995/16398- que por su propia estructura típica eran las siguientes:
La acción nuclear o central consistía en convocar un proceso o consulta; con el añadido de carecer el convocante de competencia para hacer la convocatoria. Lo cual no es sino un elemento normativo de naturaleza puramente jurídica en el que descansa toda la antijuridicidad de la acción. Esta antijuridicidad en un delito como ése es obvio que no procede de la naturaleza misma de la acción: convocar una consulta popular a través de las urnas no es por sí mismo nada que implique una desvaloración social, como la que entrañan en cambio las acciones de sustraer, falsear, matar, agredir, etc. En estas el desvalor surge de la naturaleza misma de la acción, mientras que en la convocatoria ilegal el desvalor se recibe de fuera -la falta de competencia-. Su antijuridicidad es pues extrínseca en cuanto deriva como elemento normativo de un campo extrapenal, el que determina quienes pueden o no pueden formular estas convocatorias. Mientras que convocar estas consultas es ilícito sólo si no se tiene competencia para ello, y sólo porque no se tiene, falsificar documentos lo es por sí mismo, y si no se está legitimado para falsear es precisamente porque es ilícito hacerlo. No es lo mismo decir en el caso de la convocatoria que es injusta porque no se puede hacer, que decir en las falsedades que no se pueden hacer porque son injustas.
Pues bien algo tan simple como esto provoca ciertos efectos desaconsejables para el éxito del referido tipo penal:
1.- En primer lugar dificulta la explicación política de la conversión en crimen de una consulta popular mediante urnas, y obliga a justificar la criminalización de acción aparentemente democrática con complejas explicaciones técnicas sobre ámbitos competenciales; explicaciones de difícil comprensión para los Estados que ni tienen un precepto como ese en sus códigos penales, ni padecen, ni entienden los problemas secesionistas de España. Cualquiera comprende que en España, como en todo el mundo, se castigue el tráfico de drogas, la violación, el homicidio o el robo. Pero no sucede lo mismo con la convocatoria de una consulta popular por mucho que el convocante carezca de habilitación competencial.
Es claro que el bien jurídico que subyace en un tipo penal así no es preservar la correcta delimitación de las competencias distribuidas entre las diferentes esferas de la acción administrativa o política. El bien jurídico subyacente es mucho más grave: lo que está en juego es la soberanía nacional y la integridad territorial de España, cuya nación es indisoluble. Esto y no otra cosa es lo que se encuentra en el fondo de la necesaria protección penal frente a los actos aparentemente democráticos de consulta popular, que se evidencian como preparatorios o favorecedores de una futura secesión. Y sólo por esto, y no por lo otro, se justifica la criminalización de la convocatoria.
2.- En segundo lugar un sumario que se incoase por un delito así configurado volcaría la mayor parte de su esfuerzo investigador no hacia la acción nuclear material de la convocatoria, que por su simplicidad es de comprobación elemental y casi instantánea, sino hacia la otra parte que es la esencial: determinar si el convocante tenía o no competencia legal. Este es un problema jurídico puro y extrapenal. Pero para despejarlo la instrucción sumarial, por su misma concepción, no es el cauce procesal adecuado. En el sumario se introduciría una auténtica burbuja jurídica (la controversia sobre la competencia) que se agravaría y alargaría como debate con sólo promulgarse una previa ley autonómica ad hoc para al menos formalmente habilitar en apariencia la convocatoria. Lo cual daría visos de juridicidad inicial en tanto no se resolviese la expulsión de esta ley del ordenamiento jurídico por inconstitucional. En definitiva: una cuestión normativa compleja de aclaración no inmediata, y que fácilmente llevaría a la paralización del sumario mientras no se despejara. Y no se olvide que en este caso la ilicitud no está en la naturaleza de la acción sino que íntegramente la recibe de fuera. Con la incompetencia del convocante la acción es delictiva, y sin ella no lo es. Pues bien, no puede olvidarse que si la cuestión prejudicial es, como así sucede en este caso, determinante de la culpabilidad o de la inocencia, la Ley de Enjuiciamiento Criminal en su art.4 –EDL 1882/1- obliga al Tribunal a suspender el procedimiento hasta la resolución de aquella por quien corresponda. Es previsible que con un poco de «habilidad» procesal ese sumario por delito de convocatoria sin competencia se prolongara el tiempo suficiente como para convertirlo en inútil, porque probablemente no terminaría antes de que se consumara el proceso de consulta.
3.- En tercer lugar con esta cuestión prejudicial en juego y todavía sin resolver sería difícil acudir, durante el sumario, a medidas cautelares de suspensión, y además sería muy probable que la sentencia final llegara a ser absolutoria por posible error de tipo o de prohibición sustentado en la «aparente competencia» mantenida durante todo un proceso electoral, que posiblemente estaría ya consumado cuando se despejara la cuestión prejudicial.
La solución entonces tiene que ser otra cuyos puntos esenciales enumero a continuación:
1.- Si la justificación del castigo está en el ilícito que resulta de la «incompetencia», que a su vez representa un problema jurídico y técnico, mientras estén enfrentadas las posiciones de quienes afirman la competencia frente a quienes la niegan, resulta imprescindible disponer con prontitud de una respuesta del orden jurídico que sustituya el estado de controversia por un estado de certeza jurídica, a través de la única vía que la sociedad civilizada tiene para esto: El pronunciamiento judicial que dice el Derecho. No hay más solución entonces que obtener una sentencia que: a) declare la ilegalidad de la convocatoria; b) prohíba la celebración del proceso de consulta y c) ordene, con mandato imperativo, su suspensión y las conductas concretas a realizar para ello por quienes deban observarlas. Se haga esto en sede constitucional -si el convocante se hiciera asistir de una previa habilitación legal de competencia para tener un inicial punto de apoyo- o se haga en sede contencioso-administrativa -si se apoya sólo es su propio decreto de convocatoria- es imprescindible usar y, si no existe, crear el cauce procesal jurisdiccional que posibilite con rapidez la impugnación, y que en tiempo breve, de duración preestablecida, con actuaciones concretas legalmente reguladas -todo muy distinto de la elasticidad de cualquier sumario penal- permita disponer de una sentencia que contenga los pronunciamientos indicados, restableciendo la verdad del orden jurídico competencial.
2.- A partir de esto, y precisamente por esto, el delito estaría cometido por el incumplimiento de la decisión judicial desobedecida. Se trataría pues de un delito de desobediencia presente en todos los ordenamientos, y un delito grave propio de la esfera en que nos movemos que es el orden constitucional, es decir, la desobediencia a los tribunales.
Cualquier país entendería, incluso los que no comprenden la criminalización de un proceso de consulta popular, que se persiga como delincuente al que desobedece la decisión de un tribunal. Esto sucede en todos los países, pero no el criminalizar directamente la convocatoria de un referéndum sin competencias.
3.- Además el sumario por desobediencia se ceñiría al hecho nuclear de ésta, es decir, si se dio o no la orden, si hubo o no efectiva recepción y cuál fue el grado de cumplimiento o incumplimiento del mandato. Nada más. La parte gruesa del problema que determina la antijuridicidad estaría ya despejada y resuelta desde antes de iniciarse el proceso penal; y lo estaría a través de un canal de duración prefijada y tiempo establecido sin depender de las elasticidades propias de los sumarios penales.
4.- Y finalmente se resuelve el problema de tener que actuar con el tiempo en contra para evitar la consumación del proceso antes de que la decisión recaiga, porque es más fácil adoptar medidas cautelares suspensivas en un proceso no criminal, por no exigirse más que la apariencia de buen derecho, que en un proceso penal donde hay que apoyarse al menos en indicios de «criminalidad» con todo el plus de exigencias que esta misma lleva siempre consigo.
Al final volvemos a un problema que está sin resolver en España: nuestro Código Penal ha olvidado el valor de las sentencias en la estructura del Estado de Derecho, y ni saca el aprovechamiento de su verdadero papel, ni es capaz de obtener todas las ventajas del delito de desobediencia a los tribunales que, se quiera o no, en un futuro próximo es, y va a seguir siendo, la llave de muchos problemas. Los acontecimientos permiten vaticinar que las crisis próximas serán, aparte de la violencia material callejera, el reto y el pulso al orden jurídico desde comportamientos aparentemente legales pero inconstitucionales. Con este panorama es obvio que aquello que permite restablecer el orden jurídico, es decir, la jurisdicción, será el punto básico en el que habrá que apoyar la solución punitiva de las infracciones más graves.
Pero con el tipo penal de desobediencia a la autoridad que tenemos en España a día de hoy no se puede llegar a ningún sitio, como se argumenta a continuación.
II. El problema de las desobediencias a los tribunales y el fracaso de su régimen actual frente al secesionario
1.- Recientemente las más altas Autoridades de una Comunidad Autónoma han realizado el hecho, insólito en cualquier democracia occidental, de hacer caso omiso de las decisiones judiciales de los más altos Tribunales de España.
En cualquier Estado de Derecho, por primario que sea, las sentencias de los órganos judiciales deben cumplirse, no como homenaje personal a los magistrados que las dictan, ni por subordinación jerárquica a ellos, sino por ser su cumplimiento elemental exigencia del funcionamiento democrático en una sociedad libre. El derecho, la ley, establecen aquello que los tribunales deciden que la ley dispone. Que esto sea o no cierto científicamente importa mucho menos que el ser una regla de funcionamiento democrático. De la misma manera que una ley rige para todos los ciudadanos, tras su aprobación por la mayoría parlamentaria, sea o no una ley correcta, o se corresponda o no verdaderamente con la voluntad nacional, sucede que la discutibilidad del acierto científico de las sentencias, como la del acierto político de una ley aprobada, no impide la absoluta convicción de su carácter vinculante, y de su observancia obligatoria en ambos casos. Esto es así en democracia porque, de lo contrario la democracia no existe.
Ante algo tan trascendental para el funcionamiento del Estado de Derecho resulta increíble y alarmante la pobreza de nuestro sistema jurídico para desencadenar el mecanismo de respuesta ante el incumplimiento de esa regla democrática. La desobediencia por parte de Altas Autoridades a las sentencias y decisiones judiciales, sorprendentemente no constituye un delito contra las Instituciones del Estado y contra la División de Poderes, que son epígrafes que están en el articulado del Código Penal, dentro de los delitos contra la Constitución. Esa desobediencia sorprendentemente se trata como un delito contra la Administración Pública, como si la antijuridicidad material que se encierra en el tipo afectara al buen funcionamiento de los «servicios administrativos» y no al «orden constitucional de la división de poderes».
2.- En efecto, se sanciona esa conducta en el art.410 CP -EDL 1995/16398-. En él se equiparan el desvalor del comportamiento del cualquier funcionario público que se niega abiertamente a dar debido cumplimiento a las decisiones u órdenes de sus superiores administrativos, y el desvalor que se encuentra en la acción de la Autoridad que abiertamente se niega a dar cumplimiento a las sentencias de los Tribunales. Es obvio que se trata de acciones muy diferentes, cuya semejanza estructural no oculta que atacan bienes jurídicos totalmente distintos. Por ello es claramente incorrecta la confusión que de ambas acciones se hace en el tipo penal: en el caso de la desobediencia funcionarial al superior se ataca el principio de jerarquía en el ámbito administrativo público en cuanto es imprescindible para la eficacia de éste. En el caso de incumplimiento por Autoridades de las resoluciones judiciales, la lesión en nada afecta a los servicios públicos, sino a la división de poderes en que se apoya el Estado de Derecho, porque niega el ejercicio de la jurisdicción que compete al poder Judicial juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado.
Diferenciado el «servicio público» por un lado, y la «división de poderes» por otro, es preciso hacer una nueva distinción en las acciones de desobediencia judicial: cuando la comete un particular se agota la dimensión del desvalor en la desobediencia personal misma, y de ahí su tipificación en un precepto diferente como es el art.556 CP -EDL 1995/16398-. En cambio cuando quien desobedece es una Autoridad que, en su condición de tal, se niega a dar cumplimiento a las decisiones de los tribunales, el injusto trasciende lo personal o individual del desobediente, y entra de lleno en la esfera de la quiebra institucional por ruptura del principio de división de poderes en que se apoya el Estado de Derecho. Cuando es una Autoridad quien incumple no estamos sólo ante una desobediencia personal, y menos aún ante una disfunción en la prestación de los servicios públicos. Lo que se produce es la lesión de un bien jurídico fundamental amparado en la Constitución Española como sustento de una organización política libre y democrática.
3.- Hay otro aspecto que agrava aún más el incorrecto tratamiento de nuestro Código Penal -EDL 1995/16398- a la conducta que comentamos.
En el caso del funcionario público que recibe una orden del superior administrativo nada permite asegurar con certeza la legalidad o juridicidad de la orden recibida. La ineludibilidad del mandato en tal caso se apoya en razones de eficacia de la función, no en que la posición jerárquica del superior ordenante le confiera cualidad de intérprete máximo del Derecho en términos excluyentes de cualquier error por su parte. Lógico es entonces que el art.410 -EDL 1995/16398- permita al subordinado excusar el cumplimiento de la orden, cuando ésta constituye una infracción manifiesta clara y terminante de un precepto de ley o de cualquier otra disposición legal.
Ahora bien, esta previsión es completamente inadmisible en relación a lo decidido en una sentencia judicial firme, que, precisamente por serlo, constituye la verdad jurídica indiscutible y por tanto vinculante y obligatoria. Su discutibilidad desde una perspectiva jurídica o académica (como la predicable de una sentencia del Tribunal Constitucional en el campo que le compete) no obsta su eficacia como verdad jurídica oficial, como cosa juzgada y como decisión que necesariamente ha de acatarse y cumplirse. Por consiguiente no se entiende que la excusa de incumplimiento por supuesta ilegalidad de la orden, tal y como el Código Penal -EDL 1995/16398- la plantea, pueda referirse también a las sentencias.
Recordemos la muy consolidada doctrina jurisprudencial que considera la efectividad de las sentencias como parte integrante de la tutela judicial efectiva. Esta tutela que por imperativo constitucional (art.24 Const -EDL 1978/3879-) ha de ser efectiva, comporta tal y como dispone el art.117.3, la obligatoriedad de cumplir las sentencias y demás resoluciones de los jueces, pues de otro modo se convertirían en meras declaraciones de intenciones y se frustrarían los valores de certeza y seguridad jurídica consustanciales a la cosa juzgada con vulneración del mandato contenido en el art.118 Const cuyo primer destinatario han de ser los propios órganos del Estado. Se trata en definitiva del «principio de efectividad», uno de los principios constitucionales que según la doctrina rigen la función jurisdiccional.
En este marco una exclusión de responsabilidad criminal del desobediente como la que el aptdo 2 del art.410 -EDL 1995/16398- establece, lo mismo para funcionarios que no siguen las instrucciones de sus superiores, que para autoridades que se niegan a cumplir las sentencias judiciales, es lisa y llanamente inadmisible e incoherente con el papel de la jurisdicción en el Estado de Derecho.
Y no cabe argumentar para defender semejante precepto que en él no se elimina la eficacia de la sentencia, ni se la despoja de su carácter vinculante, dado que sólo se trata de eximir la responsabilidad penal del desobediente, no de dejar sin efecto la resolución desobedecida. El argumento no sirve porque tal exención lo es por justificación excluyente de la antijuridicidad sobre la base de la supuesta ilegalidad objetiva de la decisión, y no por inculpabilidad debida a error de tipo o de prohibición que pudiera eliminar el dolo del sujeto.
Un precepto como éste que opta por «justificar» el incumplimiento de resoluciones judiciales abriendo la brecha a la discusión sobre la ilegalidad de lo decidido en ellas por un Tribunal de justicia debe eliminarse cuando se configura como causa de justificación y no de inculpabilidad. Una cosa es técnicamente «disculpar» al desobediente invenciblemente equivocado, manteniendo no obstante que ha actuado en términos objetivamente injustos, y otra muy diferente «justificar» su conducta objetiva por entender que la sentencia desobedecida es equivocada. Lo primero forma parte del principio civilizado de culpabilidad y elimina el reproche personal de una conducta objetivamente injusta, pero lo segundo, en cuanto afirma la objetiva justicia y licitud del comportamiento, es sencillamente demoledor para el correcto funcionamiento del Estado de Derecho.
4.- Señalemos por lo demás que el art.410 -EDL 1995/16398- es una reliquia que arranca del Código Penal de 1822, de donde pasó al de 1848 y de este al de 1870. La recogió luego el Código de 1944 y la vuelve a repetir el vigente Código de 1995 denominado Código de la democracia. Y lo hace con algunas pequeñas diferencias que no afectan la inconveniencia de la figura. Antes el tipo de ilegalidad de la orden que justificaba la desobediencia variaba según el sujeto activo fuese funcionario o Autoridad. Hoy el Código Penal de 1995 equipara la exención aplicable a unos y otros sin diferenciar si se trata de infracción de ley o de disposición general. Verdadera reliquia legal que no debe mantenerse en un Estado de Derecho. Baste recordar que ya en 1949 Jaso decía que estábamos ante una exención absurda «si se piensa que los órganos judiciales son aquellos a los cuales el Estado encomienda como su fin propio el declarar el Derecho».
5.- Dicho lo anterior, me parece imprescindible reformar el art.410 -EDL 1995/16398- dejándolo limitado a las desobediencias de los funcionarios a los mandatos de sus superiores; único caso que puede considerarse un delito contra la administración pública.
Las desobediencias a sentencias cometidas por funcionarios y Autoridades deben sacarse de ese tipo penal para integrar una nueva tipicidad propia entre los delitos contra la Constitución del Título XXI, dentro del capítulo III como delito contra las instituciones del Estado y la división de poderes. El nuevo tipo con una penalidad mucho más grave debería incluir una banda amplia entre los límites mínimo y máximo de la penalidad con graduación dependiente de la intensidad del injusto típico, según la objetiva gravedad de la negativa, en función tanto de la jerarquía del desobediente (funcionario, Autoridad ...) como de la del órgano desobedecido (Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional u otros). Ni que decir tiene que en el nuevo tipo no debería aparecer para nada la inadmisible exención por supuestas ilegales de lo decidido por un tribunal. El error de tipo y el error de prohibición y la eximente del número 7 del Código Penal cubren sobradamente cualquier hipótesis merecedora de consideración en este campo.
En conclusión es una tarea urgente modernizar el tratamiento penal de la desobediencia a las resoluciones judiciales, sacándolas de los delitos contra la administración pública, y llevándolas en caso de gravedad como los mencionados a los delitos contra el orden constitucional y la separación de poderes. Y al mismo tiempo sustituir la directa criminalización de una convocatoria de referéndum ilegal por la criminalización de la desobediencia a la prohibición judicialmente acordada de su celebración.
Creo que con esta perspectiva se conseguiría una mayor protección sin ninguno de los inconvenientes de repetir la reforma que incluyó el tipo penal de convocatoria de referéndum sin competencia. Y tendría además la ventaja de actualizar por fin al tratamiento penal de las desobediencias cometidas por Autoridades a las decisiones judiciales.
Este va a ser el campo de batalla en los próximos años. Y para eso han de afinarse y actualizarse mecanismos de respuesta penal.
Este artículo ha sido publicado en la "Revista de Jurisprudencia", el 15 de noviembre de 2019.
ElDerecho.com no comparte necesariamente ni se responsabiliza de las opiniones expresadas por los autores o colaboradores de esta publicación