A fin de dar adecuada respuesta a las preguntas que se nos plantean en el presente tema es preciso elucidar, en primer término, si el régimen establecido en la norma reglamentaria autonómica de referencia respeta las exigencias indeclinables de los principios de igualdad y seguridad jurídica.
Si no fuera así, resultaría evidente que su aplicación habrá de generar, de manera inevitable, agravios comparativos contrarios a Derecho; ahora bien, supuesto que la norma autonómica respete esos principios constitucionales, el problema, de existir, se trasladaría al plano de la aplicación de la norma, por lo que la eventual nulidad del acto no sería por sí sola causa de invalidez de la disposición reglamentaria que le sirve de cobertura.
Puestos en esta tesitura, convendrá asentar como premisa insoslayable de nuestra reflexión la distinción entre la conformidad de una norma con la Constitución y lo que podríamos denominar la opción por el “óptimo constitucional”.
No le corresponde al operador jurídico, menos si cabe a quien se limita a emborronar unas cuartillas, definir la mejor solución constitucionalmente posible, o aquella otra que satisface en mayor medida las aspiraciones del texto constitucional, sino que ha de limitarse a formular un juicio sobre la conformidad de la norma controvertida con la Constitución.
Que la función del operador jurídico haya de ceñirse al ámbito referido se explica sobradamente a poco que se repare en que solo el autor de la norma ostenta legitimación democrática de primer grado (el legislador) o posterior (siguiendo a Böckenförde), podemos hablar de una cierta gradación de esa legitimidad democrática, en función de la proximidad del autor de la norma reglamentaria con el Parlamento, representante de la ciudadanía, del pueblo, única fuente legítima de emanación de los poderes ex art. 1.2 CE –EDL 1978/3879-).
En el caso, no creo que la norma autonómica resulte de suyo contraria al principio de igualdad. A decir verdad, la norma en cuestión asienta un criterio para la resolución de las solicitudes de licencias urbanísticas que no merece ningún reproche. En virtud de ese criterio, las solicitudes han de resolverse —perdónese la expresión— conforme a la norma vigente al momento de resolverse.
Puede parecer una emulación de la famosa cláusula primera de los hermanos Marx, pero no hay tal: lo que hace la norma autonómica es atenerse al principio tempus regit actum, de suerte que la petición habrá de ser respondida conforme a la norma vigente no al momento de formalizarse dicha petición sino a la aplicable cuando reciba respuesta.
La solución reglamentaria no me parece cuestionable pues si el planeamiento urbanístico ha cambiado “en favor” del solicitante, ninguna justificación tendría denegar una petición que podría concederse solo con que se reiterara en fecha posterior. Por el contrario si el planeamiento urbanístico ha variado “en perjuicio” del solicitante, ninguna explicación tendría que se concediera licencia contraria a planeamiento y que, en el mejor de los casos, abcaría a una situación fuera de ordenación.
Junto con este criterio, el reglamento introduce una excepción parcial. Para la hipótesis de que la Administración no resuelva en plazo, se fija un dies ad quem no solo procesal sino también sustantivo.
De modo que las resoluciones dictadas fuera de plazo se retrotraen al último día hábil en que debieron haberse dictado y notificado al interesado. Esta opción resulta algo más discutible, pues nada impediría que entre la fecha de finalización del plazo y la de resolución efectiva hubiera sobrevenido una modificación del planeamiento en alguno de los dos sentidos apuntados en el párrafo anterior. Si así fuera, no tendría sentido que se dictara una resolución que, bien negara un derecho que sobrevenidamente ha de entenderse reconocido al peticionario, bien le facultara para llevar a cabo un acto de uso del suelo contrario a plan.
Nada de esto sucede en el caso que se somete a nuestra consideración pues ha mediado una suspensión de la tramitación de licencias al procederse a una reforma del planeamiento, lo que ha permitido preservar la integridad de la nueva ordenación de los usos del suelo llevada a cabo por el titular de la potestad de planeamiento.
Tampoco ha habido un agravio comparativo en términos estrictamente jurídico pues a los dos peticionarios se les ha aplicado exactamente el mismo régimen: el dimanante del planeamiento vigente al momento de dictarse la resolución definitiva. Se nos dice expresamente que la causa de las dilaciones acaecidas en uno de los expedientes es puramente estructural, por lo que cabe excluir cualquier actuación ilícita de los responsables de la tramitación del expediente y debemos atenernos, por consiguiente, a las normas jurídicas que disciplinan esa tramitación y los términos en que debe conducirse la Administración al resolver de manera definitiva la solicitud.
Cierto es que el planeamiento ha variado entre la resolución de una y otra petición, como también es cierto que esa variación ha dado como consecuencia que aquello que se concediera en un primer momento luego es denegado.
Cierto es, también, que existe un elemento de alteridad suficiente para poder formular un juicio de igualdad al tener ante nosotros un términos más que adecuado de comparación. Pero no es menos cierto que el cambio de criterio está absolutamente justificado y el distinto tratamiento se funda en una actuación objetiva y razonable, como es el cambio sobrevenido de planeamiento. La igualdad supone tratar de igual modo a personas o grupos de personas que se encuentran en la misma situación y no puede decirse que los dos peticionarios se encontraran en la misma situación al momento de resolverse sus solicitudes, aunque sí puede afirmarse que se hallaban en situación de igualdad al momento de formalizar sus peticiones.
Es importante subrayar, a este respecto, que la igualdad no tiene aquí que ver con la igual solución a ambas peticiones, sino con que la respuesta a ambas peticiones se funde en los mismos criterios jurídicos. Dicho de otro modo, ambos ostentaban desde un principio derecho a que sus peticiones se resolvieran conforme a Derecho, pero al Derecho vigente al momento en que debía acordarse o denegarse la petición que cada uno presentó, no al vigente al momento en que se resolvió otra petición, por similar que fuera contrastadas ambas desde una perspectiva exclusivamente fáctica.
No hay lesión, tampoco, del principio de seguridad jurídica (y de principio cabe hablar en cuanto que se trata de una mandato normativo de optimización) pues ambos peticionarios supieron desde el primer instante cuál era el término para la resolución de su solicitud y, en consecuencia, podían albergar la legítima expectativa de que se resolviera en ese plazo y conforme al Derecho entonces vigentes, salvo que sobreviniera la suspensión de la tramitación de solicitudes, como así sucedió para el segundo peticionario.
En conclusión, no creo que haya vulneración de ninguno de los dos principios garantizados por la Constitución. Es más, supuesto que la hubiera, no se me ocurre una medida reparadora adecuada: otorgar una licencia contra el planeamiento no parece la mejor manera de reparar una lesión al principio de igualdad, siquiera sea solo porque introduciríamos una “compensación reparadora desde la ilegalidad”; tampoco encuentro fundamento razonable alguno para revocar la licencia concedida al primero de los peticionarios, quien no está obligado a soportar el retraso que otro procedimiento —y aquí la alteridad es determinante— pueda experimentar.
Alcanzadas estas conclusiones, no creo necesario proponer un cambio de criterio, menos si cabe cuando ese cambio puede acarrear el riesgo de desvincular la concesión de licencias del planeamiento vigente al momento de su otorgamiento.