ADMINISTRATIVO

Silencio administrativo y plazo de interposición

Tribuna
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Tenemos en España una tendencia legislativa, ciertamente pintoresca, a regular minuciosamente las patologías jurídicas, las situaciones de hecho, las vías alternativas al cumplimiento de la ley. Tal sucede, en general, con el tratamiento del silencio administrativo, cuya juridificación sólo podría justificarse como un esfuerzo para allanar el camino a los ciudadanos en sus litigios con la Administración, no para perpetuar los incumplimientos de ésta.

El silencio administrativo, tanto en vía de solicitud como por falta de respuesta explícita a reclamaciones o recursos, es un mero instrumento de orden técnico para presumir -más bien fingir- que ese mutismo equivale a la denegación de lo que se pide, al solo efecto de franquear el acceso a la tutela judicial. No estamos ante un acto identificable con los actos expresos, sino rigurosamente ante un no acto que, sin embargo, permite su impugnación.

Una sentencia del Tribunal Supremo de 6 de junio de este año -recurso de casación 1538/08-, confirma una sentencia de la Audiencia Nacional que declaró contraria a Derecho la inadmisión, por parte del TEAC, de un recurso de alzada deducido fuera del plazo que estatuye el art. 240.1 de la Ley General Tributaria -un año para entender desestimada la reclamación y, a partir del año, un mes de interposición-.

La sentencia, que evidencia que la mejor doctrina no tiene porqué manifestarse en sentencias-río plagadas de discursos, citas frondosas y reproducciones superfluas de textos, asocia el la lesión del derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24 CE), a las interpretaciones que entorpecen el acceso a la jurisdicción, como sucede con la vía económico-administrativa, cauce inexorable para que las resoluciones sean aptas para el control judicial.

Existe una abundante jurisprudencia constitucional en relación con el plazo de interposición del recurso contencioso-administrativo (art. 46.1 LJCA), que precisamente la sentencia que comentamos incorpora a su tesis, para ponderar que rige también aquí la regla  hermenéutica pro actione -que no sólo vincula al juez, sino al órgano administrativo- que exige marginar la interpretación de los requisitos para el acceso a los recursos que, por su rigorismo, formalismo excesivo o desproporción, se conviertan en un obstáculo injustificado del derecho a que un órgano judicial -o administrativo, se puede añadir- resuelva sobre el fondo de la pretensión.

La respuesta ofrecida por el Tribunal Supremo es la única de las posibles, pero su lectura deja un regusto de insatisfacción, no tanto por su impecable fundamentación, sino porque la trayectoria del Tribunal Constitucional en esta materia de los recursos frente a actos tácitos nos provoca cierto desencanto, en la medida en que se enjuicia la transgresión del art. 24 CE por parte de los Tribunales de Justicia que, sin embargo, se han ajustado plenamente a lo que indica un precepto con rango de ley, en que se prevé cómo ha de contarse el plazo para interponer un recurso. A tal respecto, el art. 46.1 LJCA (para el contencioso-administrativo) es claro y no deja lugar a dudas sobre su contenido y significación. También lo es el art. 240.1 de la LGT de 2003, similar a aquél.

La razón de ser de la doctrina constitucional reside en la configuración del acto presunto como una mera ficción legal que apodera a su destinatario para escoger entre dos alternativas: o esperar la resolución expresa y, a partir de su notificación, interponer el recurso que proceda; o bien impugnar ese no acto, esa ficción.

El problema de esta impugnación es que las leyes, en lugar de dejar expedita indefinidamente esa vía -ya que se trata de un acto puramente virtual, que no redime a la Administración de su deber de resolver-, someten a un tiempo tasado la reacción frente al silencio, articulando un plazo desde que la reclamación deba entenderse desestimados.

Son evidentes las disfunciones que este sistema ocasiona, reflejo de lo que dije al principio: es preferible evitar la patología jurídica que codificarla en normas que, a la larga, perpetúan la mala práctica y perfeccionan y refinan en favor de la Administración los efectos de sus propios incumplimientos.

Así, si el deber de resolver persiste, no será posible que aparezca, frente al silencio, la excepción de acto firme y consentido -pues no hay acto en sentido propio- y también será precaria y contingente la posible extemporaneidad del art. 240.1 LGT, pues la decisión expresa tardía de una reclamación por fuerza rehabilitará el plazo de interposición. Finalmente, es sumamente perturbador el régimen impugnatorio de los actos presuntos, que se recurren a ciegas, sin conocer los motivos que se agazapan tras el acto ficticio, con el añadido de los problemas procesales que surgen de la acumulación del acto tardío al recurso frente al silencio, en que a menudo se suscitan cuestiones nuevas.

Todo ello podría mitigarse si se asumiera en Derecho Tributario una norma semejante a la que, aun de modo imperfecto, prevé para el procedimiento común el art. 42.4 de la Ley 30/1992: una información al administrado, cuando presenta su solicitud o recurso, del plazo para resolver y notificar los procedimientos -y, por ende, de aparición del silencio-; del sentido positivo o negativo de éste; y del plazo de impugnación. Esa información elemental, de ponerse en manos del interesado, permitiría considerar, bajo las exigencias de la buena fe, que éste conoce de las reglas básicas de las que depende su impugnación y, por tanto, puede ver inadmitido su recurso si lo deduce fuera de los plazos de que fue informado. Pero no resuelve el problema estructural del mantenimiento del deber de resolver -que no decae nunca- y la consiguiente rehabilitación del plazo fenecido para recurrir el acto expreso posterior, máxime cuando el acto presunto, por definición, no se notifica en válida forma.

Y no aclara, lógicamente, la paradoja en que incurre el Tribunal Constitucional cuando, sin vacilar sobre la constitucionalidad del art. 46.1 LJCA -extiéndase la reflexión a los arts. 235 y 240 LGT-, propicia una exégesis sólo admisible cuando se aparta de forma abierta y manifiesta del tenor literal de los preceptos, ya que en ellos se contiene una limitación temporal para recurrir los actos obtenidos por silencio, que es lo que se considera constitucionalmente inaceptable.


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