En lo que va de año, 51 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o exparejas, según las últimas cifras de la Delegación de Gobierno para la Violencia de Género. Y si bien los datos y las estadísticas —que por desgracian tienen a envejecer rápido— no alcanzan a explicar una lacra social que amenaza a las mujeres por el simple hecho de serlo, sí ofrecen una perspectiva para entender la dimensión real del problema y para reflexionar si el sistema de prevención y de protección a las víctimas funciona como debería.
Pero tampoco debemos olvidar que las muertes por violencia de género son el último eslabón de una cadena que comienza mucho, antes con la violencia psicológica, con la anulación, con los desprecios, con las prohibiciones y con las primeras agresiones físicas. Incluso mucho antes, con actitudes o comentarios, a menudo imperceptibles, que son fruto de una sociedad aquejada aún de vicios o inercias machistas.
En cualquier caso, la realidad es que se siguen produciendo actos de violencia contra la mujer, lo que nos obliga a abordar un debate sobre la efectividad de las medidas implantadas, que hoy es más necesario que nunca, cuando la violencia de género está en el centro de inútiles pugnas ideológicas que terminan por desvirtuar la verdadera emergencia de la situación.
Recordemos que la propia Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, establece que la víctima debe estar asistida desde el inicio, cuya protección debe extenderse mientras la persona lo necesite, ya sea con agentes de las fuerzas de seguridad, psicólogos y/o ayudas económicas o de cualquier otra índole. Todo ello nos lleva a pensar, en primer lugar, en que son necesarios más medios y más inversión para llevarlo a cabo.
Pero, en paralelo a la necesidad de dotar de recursos estrictamente materiales, no podemos obviar que el problema de la violencia de género hunde sus raíces en algo más básico como es la educación. Una educación que empieza por la sociedad —para eliminar ciertos tópicos, como la supuesta abundancia de denuncias falsas por violencia machista, que en realidad suponen el 0,01% de todas las denuncias en esta materia—, pero que debe seguir por todos los actores implicados, como jueces, profesionales médicos, cuerpos y fuerzas de seguridad, asistentes sociales, etc.
En este sentido, es importante destacar que aún son pocas las denuncias por violencia machista que provienen de los profesionales de la sanidad, la enseñanza o los servicios sociales, que son los que pueden detectar indicios sobre casos de violencia en contra de una mujer, pero que, en muchas ocasiones, no son conscientes de su obligación de denunciar.
Junto a esta concienciación, parece también necesario implementar otra serie de medidas que, en todo caso, requieren la modificación de leyes como el Código Penal, la Ley de Enjuiciamiento Criminal o la Ley Orgánica del Poder Judicial. Por ejemplo, debería revisarse la dispensa que la Ley de Enjuiciamiento Criminal otorga a las víctimas de violencia de género para no declarar en contra de su cónyuge. Aunque el Tribunal Supremo ha ido matizando esta dispensa, lo cierto es que debe existir una reflexión más profunda, con alcance legislativo, que aclare este particular.
En definitiva, si bien el paso del tiempo nos deja ciertos avances esperanzadores, sobre todo en el ámbito de la concienciación y de la voluntad de las víctimas a denunciar, la celebración del Día Internacional Por la Eliminación de las Violencias hacia las Mujeres pone de manifiesto que todavía queda mucho camino por recorrer. Que las frías cifras solo diagnostican un problema real, inmediato, pero que el ejercicio de reflexión debe alcanzar a todos los actores implicados, desde los profesionales hasta la sociedad, desde las leyes hasta el respeto y la educación más elemental.
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