Notas con ocasión de una Jornada de Conmemoración organizada en el Instituto de Estudios Fiscales el 27 de junio de 2024

Cincuenta años de la Dirección General de Tributos

Tribuna
50º Aniversario de la Dirección General de Tributos_img

Celebra por estos días el Ministerio de Hacienda los cincuenta años de la Dirección General de Tributos, que no es una cifra muy significativa en tiempo histórico, pero que resulta alentadora en un país tan iconoclasta como el nuestro en el que los organigramas y las nomenclaturas se adaptan formalmente con facilidad a lo coyuntural.

Sobre el cómputo de los cincuenta años ha habido algún debate, siempre amistoso, pero obviado por los retrasos que la pandemia Covid ha provocado en todos los órdenes de la vida. Y me explico.

Es el  Decreto 3403/1974, de 21 de diciembre, el que formaliza la denominación Dirección General de Tributos, pero previamente había ocurrido algo más importante como fue el abandono de la división orgánica de las competencias normativas por impuestos (directos o indirectos; o sobre el gasto, sobre la renta, sociedades y corporaciones, tributos especiales) para concentrarlas en una única Dirección General de Impuestos que abarcaba todos ellos, más algunas otras competencias que hoy nos resultan impensables como las relativas al primer Plan General de Contabilidad de 1973 que se promueve desde esta Dirección General bajo la responsabilidad del Subdirector Carlos Cubillo.

Pero en cuanto a la filosofía, puede decirse sin muchas reservas que aquella Dirección General de Impuestos inició el enfoque jurídico tributario que ha presidido el quehacer de la Dirección General de Tributos hasta hoy mismo. Como el Decreto que creó la Dirección General de Impuestos (D. 407/1971), era de 11 de marzo de ese año, son 53 los años transcurridos que descontados los tres de pandemia como inhábiles para celebraciones, legitiman que celebremos ahora los 50 años de la Dirección General.

Lo importante, sin embargo, es constatar que la creación de la DG de Impuestos/Tributos no fue un mero cambio organizativo o una forma más eficiente de gestión normativa de los impuestos, que lo es, sino que incorpora el cambio de paradigma introducido en la consideración del sistema tributario por el Derecho Financiero y Tributario de D. Fernando Sáinz de Bujanda, Inspector de Hacienda (del Timbre) primero, Catedrático de Derecho Mercantil después y, finalmente, primer Catedrático de Derecho Financiero y Tributario de Facultad de Derecho española, rompiendo la tradición de cátedras de Hacienda Pública y Economía Política con las que se había atendido hasta entonces la formación de los licenciados en Derecho en materia de legislación fiscal.

En paralelo con la evolución doctrinal, la Ley General Tributaria de 28 de diciembre de 1963 había formulado los principios básicos del orden tributario y de la actividad tributaria, estableciendo un orden general común para todos los tributos, término que engloba las categorías impuestos, tasas y contribuciones especiales, cerrando una larga etapa histórica de legislación fiscal que solo entendía de nomenclaturas recaudatorias como RENTAS, CONTRIBUCIONES e IMPUESTOS principalmente, sin demasiada coherencia entre ellas. No se acuñó todavía legalmente el concepto de relación jurídico-tributaria, pero se regularon detalladamente los elementos subjetivos y objetivos de la misma y sus consecuencias obligacionales.

De la Comisión redactora (OM de 3 de julio de 1961) formaron parte, entre otros, César Albiñana (Inspector de los Servicios del Ministerio), Narciso Amorós (Director General de Impuestos entre abril de 1971 y junio de 1973) o Juan José Perulles (Liquidador de Utilidades entonces), nombres imprescindibles en el devenir “tributario” del Ministerio de Hacienda.

Pero el término tardaría todavía diez años en llegar a lo más alto del organigrama administrativo del Ministerio de Hacienda donde se ha quedado afortunadamente hasta hoy con la responsabilidad principal para la Dirección General de proponer, elaborar e interpretar la normativa del régimen tributario general y de las figuras tributarias especiales que son de su competencia.

Como indica su historia, a través de las sucesivas normas de organización, la participación de la Dirección General en la política tributaria, las reformas tributarias, la construcción del sistema tributario o los movimientos fiscales internacionales ha sido intensísima, hasta convertirse en un órgano administrativo fundamental para la adecuación de la normativa tributaria al principio de legalidad y para la seguridad jurídica de los contribuyentes.

Lo que pone de relieve también la cronología que vamos desarrollando es que al margen del entorno político que le rodease o de su ideología, el funcionario de Hacienda ha ido y va por delante en las preocupaciones por modernizar el sistema tributario y someterle a una disciplina jurídica legitimadora del ingreso público y garantista para el ciudadano. Ha sabido en cada momento lo que había que hacer aunque no pudiera hacerse.

La Reforma tributaria de 1977 (Ley 50/1977, de 14 de noviembre, de Medidas Urgentes) así lo acredita. Momento glorioso de la Dirección General de Tributos, no hubiera podido hacerse sin los trabajos pacientes y rigurosos en aquel Instituto de Estudios Fiscales, primero de Enrique Fuentes Quintana y luego de César Albiñana García-Quintana, de un grupo selecto de funcionarios de los Cuerpos inspectores de entonces del que formaba parte José Víctor Sevilla Segura, Director General de Tributos entre julio de 1977 y abril de 1979, que habían analizado hasta el agotamiento la literatura internacional puntera sobre sistema tributario y el Derecho comparado de referencia. El libro de Sevilla Segura: Diez lecciones sobre Financiación Pública y Diseño Tributario, es un manual de reforma tributaria que debe ir en la mochila de cualquier reformador tributario que se precie.

Tampoco sin la actividad de la  Secretaría General Técnica del Ministerio, de Antonio Barrera de Irimo y Francisco Fernández Ordoñez, que en las postrimerías del franquismo trató de avanzar decididamente en la modernización de la Hacienda Pública y la política fiscal.

Cuenta Alfonso Gota Losada, también Director General de Tributos por dos veces (entre diciembre de 1974 y julio de 1977 y entre abril de 1979 y febrero de 1982) en la 37 Semana de Estudios de Derecho Financiero, las etapas de aquel proceso de preparación: el Libro Verde, el Libro Blanco, el Memorandum de Reforma Tributaria de la Dirección General de Tributos, el Informe Carter o el libro de Hacienda Pública de Richard Musgrave.

Es decir, la Reforma Tributaria estaba pensada y se sabía lo que había que hacer en términos de normalización fiscal de un país moderno. El marco político y social de la Transición fue lo que la posibilitó, aunque parcialmente, porque el Impuesto sobre el Valor Añadido no fue posible entonces ni en 1982 y hubo que esperar hasta 1986 como consecuencia de la oposición de  intereses empresariales. Tampoco fue fácil resolver el conflicto de intereses en torno a la puesta en marcha del Impuesto sobre Sociedades, cuyo Reglamento, defendido bravamente por el equipo encargado, le costó el cargo al Subdirector General (Francisco Eiroa Villarnovo) que luego retornó como Director General entre diciembre de 1982 y diciembre de 1986.

El caso del Impuesto sobre la Renta fue distinto por la concurrencia en el mismo, aunque sea para contribuir, de valores propios del Estado social y democrático de Derecho: generalidad en la base y los sujetos, equidad horizontal y vertical a través de la progresividad de la tarifa, capacidad económica e igualdad. Tan profunda es la identidad, que la Ley del Impuesto se aprobó días antes que la Constitución Española cual símbolo fiscal de una sociedad democrática avanzada. Un actor imprescindible de la Post Reforma Tributaria al que probablemente no se ha prestado el reconocimiento que merece, José Borrell Fontelles, (Secretario de Estado de Hacienda 1983-1991), nos explicó bien el valor democrático del impuesto sobre la renta con aquella idea, que no he podido establecer donde se escribió o manifestó, pero de la que doy testimonio, de que en democracia la lucha de clases por la redistribución se traslada a la tarifa del impuesto sobre la renta.

Así que nuestro Impuesto democrático sobre la Renta de las Personas Físicas (Ley 44/1978, de 8 de septiembre) se ajustó al modelo ideal contenido en el Informe Carter, un modelo tributario, como dice Sevilla Segura, “inspirado en el principio de la capacidad de pago, que pone su mayor acento en la equidad, entendiendo que la tributación debe distribuirse de forma netamente progresiva y tener, por consiguiente, un efecto redistributivo positivo.”, lo que satisfacía plenamente las aspiraciones constitucionales expresadas en el art. 31 de la Constitución. El salto fue espectacular porque se pasó en un año de millón y medio de declarantes a cinco millones.

El modelo se completa con el mantenimiento del Impuesto sobre la Renta de Sociedades como impuesto con justificación propia y no meramente complementario del Impuesto sobre la Renta de las personas Físicas, como sugería el Informe Carter. Es cierto, sin embargo, que nunca se ha resuelto el ajuste de progresividad en la tributación de los beneficios empresariales, independientemente de que los obtengan las personas físicas o las jurídicas, lo que ocasiona diversos rozamientos en la aplicación del modelo con la consiguiente litigiosidad asociada (sociedades profesionales por ejemplo).

Otro de los elementos de aquel enfoque fue la consideración de la familia como unidad contribuyente, lo cual no era una particularidad del Informe Carter sino una constante histórica del Impuesto basada en la realidad sociológica imperante y en razones de operativa práctica. Como dice Gota Losada “la verdad es que en todo el período que va desde 1932 hasta el año 1978 hay una constante en nuestra imposición personal que prácticamente no varía, y esa constante es la de la acumulación de las rentas de los cónyuges”. Así que resulta lógico y práctico el enfoque de 1978, a pesar de que otros países con más experiencia en la aplicación de la imposición sobre la renta y en el disfrute de la democracia, habían empezado a poner en práctica técnicas compensatorias del exceso de progresividad resultante de la tributación familiar.

No es de extrañar pues que una vez asentado el nuevo impuesto, la controversia  de la acumulación adquiriese intensidad y terminara generando una crisis fiscal sin precedentes y yo diría también que sin consecuentes de esa importancia, como consecuencia de la Sentencia del Tribunal Constitucional 45/1989, de 20 de febrero, que afectaba gravemente a la normal ejecución presupuestaria, al declararse inconstitucional el régimen de acumulación de rentas en el matrimonio, con el período de declaración de 1988 a punto de abrirse y con una tremenda incertidumbre sobre los efectos retroactivos de la doctrina jurisprudencial. Para el Ministerio fue un problema político de primera magnitud. Para la Dirección General de Tributos un reto equivalente a la reconstrucción después de un tornado, con el agravante de los escasos medios personales con que siempre ha contado.

Aquí sí que vale aquello de Churchill de que nunca tantos debieron tanto a tan pocos, y quisiera reconocer el inestimable apoyo que recibimos de las áreas de gestión del Ministerio que personifico en el Secretario General de Hacienda, Jaime Gaiteiro Fortes y la entrega de los Subdirectores más afectados por aquella crisis: José Ramón Domínguez Rodicio, Jaime Parrondo Aymerich, Antonio González-Rosell y Domingo Carbajo Vasco que coordinó los trabajos estadísticos con el Instituto de Estudios Fiscales, dirigido entonces por Miguel Angel Lasheras Merino.

El modelo de Impuesto no cambió. Se rectificó para cumplir los imperativos constitucionales que establecía la Sentencia sin comprometer los principios de generalidad, igualdad y equidad presentes en la reforma del sistema tributario, combinando la consideración preferente de la capacidad económica individual preconizada por el TC, con la tributación familiar conjunta liberada de excesos de tributación.

Lo asombroso, con la perspectiva de ahora, es que cuatro meses después estaba aprobada la Ley 20/1989, de 28 de julio, de adaptación del Impuesto sobre la renta de las Personas Físicas y del Impuesto Extraordinario sobre el Patrimonio, sin necesidad de recurrir siquiera a la figura del Decreto- Ley, mediante la tramitación de un proyecto de ley por el procedimiento de lectura única, que posibilitó su aprobación en un plazo poco común para las disposiciones fiscales, de forma que en noviembre de ese mismo año pudo desarrollarse la campaña de declaración de 1988 con casi nueve millones de contribuyentes y recuperarse la gestión ordinaria del Impuesto.

La rehabilitación urgente del Impuesto se consolida luego con la Ley 18/1991, de 6 de junio, que daría continuidad al modelo de 1978 en un nuevo marco de integración comunitaria de España y de avance de las reformas tributarias en los países de la OCDE. Quisiera recordar que esta reforma dio un empujón importante a las preocupaciones internacionales de nuestra imposición sobre la renta. Incorpora el concepto de paraísos fiscales, el impuesto especial sobre bienes inmuebles de no residentes, una regulación más enterada de la obligación real de contribuir o la noción de subcapitalización. No fue ajeno a ello la firma por aquellos días del Convenio para evitar la Doble Imposición con Estados Unidos, negociación que fue una auténtica escuela de fiscalidad internacional al menos para mí. Hay que reseñar también el intento parcialmente fracasado, por circunstancias económicas, de reconfiguración de la tarifa del IRPF mejorando su gradualidad y limitando su marginalidad.

Si bien la magnitud de toda esta transformación de la imposición personal bastaría para absorber las capacidades de muchos más funcionarios que los que realmente la solventaron, no cabe olvidar que la Dirección General de Tributos afrontó también, como actor directo o indirecto, en el período 1978-1989, la finalización del resto de la Reforma tributaria (en particular del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones y de las Tasas y Precios Públicos) y cuestiones tan delicadas políticamente como el régimen de tributación local, el sistema de financiación de las comunidades autónomas de régimen común o las consecuencias del restablecimiento del Concierto con el País Vasco que luego pasaron a ser de la competencia de la DG de Coordinación con las Haciendas Territoriales. Todo ello entre el goteo habitual de solicitud de medidas para coadyuvar en la lucha contra el fraude fiscal, mejorar la gestión tributaria o responder a las exigencias de la coyuntura económica.

Mención especial hay que hacer a la implantación del Impuesto sobre el Valor Añadido mediante la Ley 30/1985, de 2 de agosto, que reconocida como ejemplar en todos los órdenes, no hubiera sido posible sin el esfuerzo personal del entonces Subdirector, Luis Fernando Alemany y Sánchez de León, que entregó un proyecto excelente en el que consiguió integrar las características impersonales y economicistas de un tributo armonizado, con las exigencias de estructuración jurídico-tributaria incorporadas a nuestra Ley General Tributaria. No cabe desmerecer la Ley 30/1985, por su rápida modificación por la todavía vigente Ley 37/1992, de 28 de diciembre, porque la creación del Mercado Interior Comunitario y la abolición de fronteras fiscales lo hicieron imperativo.

Con esta Ley y su hermana de Impuestos Especiales (Ley 38/1992, de 28 de diciembre) bien podemos decir que se cierra el ciclo de reforma fiscal de la democracia española iniciado en 1977, en el que la Dirección General de Tributos siempre estuvo presente en el ejercicio estricto de sus competencias, ejecutando con profesionalidad la política tributaria del Gobierno de turno y apoyando la política fiscal y económica con el desarrollo de las normas tributarias convenientes.

Al mismo tiempo se inició la andadura de la Agencia Tributaria, un empeño personal de José Borrell, que ya se había ido al Ministerio de Obras Públicas, consolidado con pleno éxito de resultados y avalado por el reconocimiento internacional, que define una nueva época de la gestión tributaria española y dota al sistema tributario de la administración tributaria que necesitaba. En este momento la Dirección General de Tributos asumió las competencias en materia de Tributos sobre el Comercio Exterior e Impuestos Especiales.

Veinte años de esta intensidad no solo no desgastaron a la Dirección General sino que parecen haberla fortalecido porque treinta años después puede presentar una hoja de servicios completísima e inestimable que es imposible detallar aquí (varias reformas de la Ley General Tributaria, del Impuesto sobre la Renta, del IVA, la presencia cotidiana en los foros fiscales internacionales)  pero que ha dado digna continuidad al sistema tributario de la democracia entre varias crisis económicas y financieras y nuevos planteamientos y desarrollos  internacionales que han alterado profundamente las reglas del juego fiscal que regían en 1992.

No puedo dejar de citar la profunda transformación en este período del Impuesto sobre Sociedades por la influencia de las normas contables y contra el blanqueo de capitales, por las urgencias económicas vividas, por BEPS y finalmente por la implantación mundial y comunitaria del impuesto mínimo de los grandes grupos multinacionales (PILAR 2). La Ley de 1995 pilotada con pulso firme por Eduardo Sanz Gadea abrió una etapa de protagonismo más económico que fiscal del Impuesto por su influencia en la implantación internacional de nuestras empresas (Fondo de Comercio y exención del art. 21, principalmente), que se cierra con la vigente Ley 27/2014, de 27 de noviembre, gestionada brillantemente por el equipo de Diego Martín-Abril, Director General de Tributos entre enero de 2012 y diciembre de 2016, ley que siendo continuista en cuanto al fondo fue modernista en la adaptación del Impuesto al  entorno comunitario y a las exigencias competitivas de los mercados internacionales, renovando en cierta manera su identidad.

El auge de la Agencia (también la apropiación del anagrama DGT por la Dirección General de Tráfico) ha hecho perder perfil público a la Dirección General de Tributos y puede que a la Secretaria de Estado de Hacienda, porque la Dirección General arrastra las mismas debilidades que conocimos los que estábamos allí hace 30 años: escasos funcionarios, retribuciones menos competitivas, mayor carga de trabajo, devaluación del “curriculum” en el regreso a la Agencia, lo que la convierte en una segunda opción o en una tirolina para Madrid, para los funcionarios calificados que necesitaría. La tentación previsible es convertirla en dependencia de la Agencia pero eso, que resolvería los problemas materiales, subordinaría la independencia que necesita la concepción de la política tributaria, a las preocupaciones recaudatorias o a las conveniencias gestoras, lo que no es bueno para la política a secas, no es bueno para la calidad normativa, que requiere especialistas, no es bueno para la fortaleza de la política tributaria y no es bueno para la imagen internacional de nuestras Instituciones.

Encima de la mesa del Ministro Solchaga, que lo apoyaba, quedó en 1992 el proyecto de Real Decreto que triplicaba la Dirección General en el marco de una Secretaria General de Tributos. La crisis económica repentina aunque corta, iniciada en los primeros meses del 1992, mandó parar, como también relanzó la progresividad del Impuesto sobre la Renta mediante el Real Decreto-Ley 5/1992, de 21 de julio. Lo que sorprende es que treinta años después sigamos hablando de lo mismo y perdiendo oportunidades de confrontar internacionalmente al mismo nivel de medios que las Administraciones de nuestro entorno.

Larga vida por tanto a la Dirección General, a su función de innovación tributaria y a su capacidad técnica en el desarrollo de buena legislación tributaria y regulación equilibrada de los derechos y deberes de los contribuyentes, pero con reconocimiento de su valor estratégico para el buen desarrollo de la política tributaria y su proyección internacional.


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