Los delitos contra la libertad sexual fueron los que mayores modificaciones experimentaron en el Código penal de 1995, desapareciendo las denominaciones de estupro y violación, e incorporándose en su lugar dos tipos básicos, que se corresponden con la agresión sexual y el abuso sexual, acompañados de ciertas modalidades agravadas, y siendo el criterio rector de la distinción de uno y otro tipo penal la existencia de violencia o intimidación. También en 2015 se introdujeron varias reformas en esta materia, consecuencia principalmente de la transposición de varias Directivas de la Unión Europea, elevándose la edad del consentimiento sexual hasta los dieciséis años (hasta entonces eran trece años), que es la media de otros países europeos.
La agresión sexual comprende, pues, los supuestos en los que se produce un ataque a la libertad sexual con violencia o intimidación. La violencia debe estar destinada a doblegar la resistencia de la víctima, a fin de someterla a la actividad sexual, aunque hoy en día ya no es exigible una resistencia razonable ante el agresor; basta con la constatación de la voluntad contraria de la víctima. Y en cuanto a la intimidación, es claro que debe tener entidad suficiente, dada la gravísima pena prevista, que puede llegar hasta los doce años. Es decir, debe tratarse de una amenaza con un peligro actual para la vida o la integridad corporal; no bastaría, pues, con la amenaza de un mal futuro, o con la amenaza, por ejemplo, de romper relaciones o revelar un secreto, por ejemplo.
Puede ocurrir que una relación sexual haya comenzado en forma consensuada, pero que luego su continuación o el modo en que se pretenda continuar no sea aceptada, supuestos en los que, naturalmente, podrá haber delito, a pesar del consentimiento inicial, pues la víctima siempre tendrá derecho, en cualquier momento, a expresar su negativa, voluntad que habrá de respetarse.
En el delito de agresión sexual, el hecho de cometer el delito en grupo de tres o más personas opera como una agravante específica, que puede elevar la pena, en caso de acceso carnal, hasta los quince años de prisión, y ello por la mayor situación de indefensión en que se encuentra la víctima en tales supuestos, así como por el mayor daño psíquico y físico que va a sufrir, al menos potencialmente, por el temor a sufrir varios contactos sexuales.
El abuso sexual, en cambio, se caracteriza porque el atentado a la libertad sexual se comete sin violencia o intimidación, bien sencillamente sin consentimiento, como podría ser el caso en que el contacto sexual, un tocamiento, por ejemplo, se produce por sorpresa, aprovechando una situación de aglomeración, o la víctima se encuentre en una situación de incapacitación para resistir, bien sobre personas cuyo consentimiento es irrelevante, como sería el caso de menores de dieciséis años, pues aquí rige una presunción iuris et de iure de falta de consentimiento, o sobre personas privadas de sentido, como por ejemplo, desmayadas, hipnotizadas, narcotizadas o bajo los efectos de una droga o del alcohol, o abusando de su trastorno mental, es decir, aprovechándose el autor de la enfermedad que sufre la víctima para su utilización sexual.
Otra hipótesis delictiva que permite apreciar el abuso sexual tiene lugar cuando el consentimiento se ha obtenido en forma viciada, prevaliéndose el autor de una situación de superioridad manifiesta, lo que coarta la libertad de la víctima. Pero no debe tratarse de un verdadero constreñimiento de la voluntad de la víctima, pues si así fuera podría entrar en consideración la intimidación, en especial cuando se trata de graves amenazas para la vida o integridad física, convirtiéndose, pues, el abuso sexual, castigado con pena de prisión de hasta diez años (doce, si la víctima es menor de dieciséis años), en agresión sexual, castigado con pena de prisión de hasta doce años (quince, si la víctima es menor de dieciséis años). El prevalimiento debe apreciarse en situaciones en las que se coarta la libertad de otro, como podrían ser aquellos casos en los que se produce el abuso con ocasión de un internamiento en centro sanitario u otras relaciones de dependencia. En otras palabras: el prevalimiento del abuso sexual no debe ser de tal gravedad que permita apreciar una intimidación grave, pues en tal caso habría más bien una agresión sexual, pero sí debe ser de suficiente gravedad como para generar en la persona afectada una clara influencia en el proceso de decisión, afectando así a su libertad sexual.
En general, la regulación actual de estos delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, es satisfactoria, con penas proporcionadas a la gravedad de los diferentes supuestos contemplados en aquélla, que no requiere, en principio, reforma alguna.
No es razonable que cada vez que surja un caso mediático y la decisión adoptada sea objeto de crítica se pretenda reformar el código penal, un texto que debe caracterizarse precisamente por su estabilidad.
Se olvida, además, que todo texto legal necesita una interpretación que facilite su aplicación a casos concretos, y es aquí precisamente donde debe centrarse el debate, no necesariamente en una eventual modificación legal. Y en esta tarea no cabe duda de la importancia que tiene la dogmática penal, que particulariza el concepto de delito en relación a cada uno de los delitos en particular, porque una cosa es el «tipo del texto», referido al supuesto de hecho tal y como está descrito en la norma, y otra diferente el «tipo de la interpretación», que es el supuesto de hecho que resulta de la interpretación realizada para la aplicación del delito. Es una ingenuidad pensar que los textos no requieren interpretación, pues como decía Larenz, en su obra clásica sobre la metodología de la ciencia del derecho, la exacta significación de un texto legal será siempre problemática, pues el lenguaje ordinario, del que se sirve la ley, no utiliza conceptos precisamente definidos, a diferencia de lo que ocurre en la lógica matemática o en el lenguaje científico, sino expresiones más o menos flexibles, cuya posible significación oscila dentro de una amplia banda y puede ser diferente según las circunstancias y el contexto del discurso. Por ello, es necesario frecuentemente auxiliarse de las teorías jurídicas, que son las que permiten superar la ambigüedad del lenguaje y la indeterminación de ciertos conceptos.
Y no cabe duda de la importancia que tiene, en relación a dicha tarea, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. La doctrina que establece dicha Sala al interpretar y aplicar las leyes penales, mediante sus sentencias, tiene un alto valor, garantizando la efectividad de principios tales como la seguridad jurídica e igualdad en la aplicación de la ley, y ello hoy es posible, a partir de la reforma de la ley de enjuiciamiento criminal operada por la Ley 41/2015, en relación a todos los delitos.
Aunque ya existe una extensa jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre los elementos que integran los diferentes delitos contra la libertad sexual, entre ellos la violencia, la intimidación y el prevalimiento de superioridad, es previsible que el alto tribunal, ante casos en los que no es fácil trazar la línea delimitadora entre estos dos últimos medios comisivos, establezca la necesaria doctrina que permita una aplicación razonable de uno y otro elemento y, por tanto, la distinción entre el delito de agresión sexual y el de abuso sexual.
Pero es absolutamente necesario confiar en la labor de los tribunales, del alto tribunal y, en fin, de la justicia penal en general, integrada por excelentes profesionales que, gracias a su esfuerzo personal, son los que hacen posible el buen funcionamiento de la Justicia.
En un Estado de Derecho como el nuestro, la independencia del poder judicial, esto es, de los jueces y tribunales que lo integran, es una pieza clave, y naturalmente para que esa independencia sea efectiva es necesaria la ausencia de responsabilidad por las decisiones que adopten, y su sometimiento exclusivamente a la ley, aunque ello no es obstáculo para que exista un mecanismo de revisión, como es la casación en sede de Tribunal Supremo, que permita salvaguardar la unidad del orden jurídico y, al mismo tiempo, la seguridad e igualdad en la aplicación de la ley.
Precisamente, para garantizar que la decisión del caso sea la más correcta, así como el respeto de las formas judiciales del procedimiento y la unidad en la aplicación del Derecho, nuestro ordenamiento jurídico prevé un buen sistema de recursos, que contempla la posibilidad de un doble examen de las decisiones judiciales. En el caso de los delitos graves, como lo son la mayor parte de los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, una primera instancia en la Audiencia Provincial, apelación ante el Tribunal Superior de Justicia y, finalmente, casación por infracción de ley y por quebrantamiento de forma ante el Tribunal Supremo. Es decir, siempre es posible cuestionar, en el marco del procedimiento, las distintas resoluciones, las posibles teorías jurídicas que sustentan la aplicación de las normas, si éstas deben interpretarse con arreglo a uno u otro método de interpretación. Es aquí, en el terreno de la argumentación jurídica de las resoluciones, a través de los muchos mecanismos procesales que existen para ello, donde deben tener lugar las críticas de las resoluciones, y no en aquel otro caracterizado por la confrontación, la movilización, el desprestigio sin más de las instituciones y personas y, en fin, de la irracionalidad.
Es inevitable en una sociedad democrática que puedan expresarse comentarios, a veces duros, sobre determinados asuntos sensibles, pero siempre con el máximo respeto que merecen los profesionales encargados de resolverlos, cuya experiencia y formación les permite tomar las decisiones necesarias en estricta aplicación de la ley, en fase de instrucción, de enjuiciamiento, en apelación o en sede de casación, siendo inadmisible la incitación al público, desde determinados sectores, contra la actuación de jueces y tribunales, cuya independencia debe preservarse frente a todo tipo de presiones, pues tal independencia es uno de los pilares del Estado de Derecho caracterizado por la división de poderes.
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