Constituye acoso sexual cualquier comportamiento, verbal o físico, de naturaleza sexual que tenga el propósito o produzca el efecto de atentar contra la dignidad de una persona, en particular cuando se crea un entorno intimidatorio, degradante u ofensivo

Acoso sexual: precisiones conceptuales

Tribuna
Acoso sexual en el trabajo

I. El acoso sexual es una cuestión de género

Durante la mayor parte de la Historia de la Humanidad el acoso sexual, o bien se consideraba una conducta lícita e incluso socialmente aceptada, o si se castigaba no era por el acoso sexual sino por el ilícito penal que se producía dentro de la dinámica del acoso sexual. Pero en ninguno de los casos se visibilizaba el acoso sexual. El acoso sexual solo se ha visibilizado como tal cuando se detecta que la discriminación contra las mujeres no obedece a las características físicas de su sexo, sino a los estereotipos sociales y culturales asociados a su sexo -esto es al género- que, considerados en su conjunto, constituyen una superestructura ideológica legitimadora de la superioridad/dominación de los hombres, y de manera complementaria legitimadora de la inferioridad/sumisión de las mujeres, denominada sistema patriarcal, o patriarcado.

Ha sido efectivamente el análisis de género, que eclosionó en la década de los setenta del Siglo XX en especial en los Estados Unidos de América, el que ha permitido detectar el acoso sexual y calificarlo como discriminación sexista en base a que el acoso sexual obedece, no (como aparentemente se pudiera pensar) a las apetencias sexuales del agresor, sino a un determinado estereotipo de entendimiento de la sexualidad según el cual el hombre es sujeto activo (es cazador) y la mujer es objeto pasivo (es presa). Así es que la Equal Employment Opportunities Comission de los EEUU (1980), y el Tribunal Supremo (1986), calificaron el acoso sexual como una discriminación sexista.

Cuando el concepto pasó a Europa, ello coincidió con la eclosión del acoso moral teorizado por Heinz Leymann, que lo construyó sobre la reiteración de conductas y su permanencia en el tiempo, y por Marie France Hirigoyen, que lo construyó sobre la perversidad. De ahí la tendencia a considerar el acoso sexual laboral como un ataque a la dignidad de las personas trabajadoras -sean hombres o sean mujeres-, e incluso la catalogación del acoso sexual como una subespecie del fenómeno del acoso moral.

Y de ahí también que el primer texto normativo comunitario donde se aludió al concepto fue la Recomendación de 27 de septiembre de 1991 de la Comisión de las Comunidades Europeas, relativa a la protección de la dignidad de la mujer y del hombre en el trabajo; su art.1.c) expresa que el acoso sexual «puede ser en determinadas circunstancias» -y no en todos los casos- contrario a la igualdad de trato de los sexos.

La Dir 2002/73 CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de septiembre de 2002 -EDL 2002/41796-, define -siguiendo esta tendencia europea- el acoso sexual en relación con la dignidad de la persona -como se verá en breve-, pero también se introducen algunos decisivos rasgos distintivos -como asimismo se verá en breve- en consonancia con la afirmación de que siempre es discriminación por razón de sexo -art.2.2.a) Dir 2006/54/CE del Parlamento Europeo y del Consejo de 5 de julio de 2006 -EDL 2006/98500-, sobre aplicación del principio de igualdad de oportunidades e igualdad de trato entre hombres y mujeres en asuntos de empleo y ocupación (refundición)-.

Es una cuestión con un interés real más allá de la taxonomía conceptual, pues si consideramos el acoso sexual como una subespecie del laboral se corre un riesgo de globalización. Y ello supone obviar que la violencia de género en el ámbito laboral no es un tipo de acoso moral, tiene las mismas causas que el resto de violencias contra la mujer, y presenta rasgos de importancia que hacen incorrecto un tratamiento conjunto.

No se niega que el acoso sexual también afecta a la dignidad de las personas, pero la referencia a la dignidad, en tanto centrada en la individualidad, carece de virtualidad explicativa del acoso sexual entendido como fenómeno grupal y sistémico, y, con ello, como un punto de partida válido para su comprensión y prevención.

De ahí la crítica a aquellos planteamientos doctrinales, y a veces también argumentarios judiciales, que realizan una equiparación que, en no pocas ocasiones, conducen a extender al acoso sexual algunas de las exigencias del acoso moral que, sin embargo, no debieran ser extensibles si entendemos el acoso sexual en clave de género -una reiteración de conductas o su persistencia temporal, o una intención perversa-.

Y, al mismo tiempo, la alabanza a aquellos argumentarios judiciales donde se analiza el acoso sexual en perspectiva de género sin entremezclar conceptualmente el acoso sexual con el acoso moral. Más alabanza merecen todavía si así lo expresan en la fundamentación jurídica y lo reflejan en la parte dispositiva declarando, si aprecian hay un acoso sexual, la vulneración de la prohibición de discriminación por razón de sexo.

Tales desarrollos argumentales encuentran una doble corroboración en dos textos internacionales a tomar en consideración en la materia. Uno es el Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia de género (Estambul, 2011) -EDL 2011/393212-, que contempla el acoso sexual dentro de las manifestaciones de violencia de género incluidas dentro de su ámbito de aplicación. Y el otro es el más reciente Convenio número 190 de la Organización Internacional del Trabajo, sobre la violencia y el acoso en el trabajo, aprobado el 21 de junio de 2019, donde -en su artículo 1- se definen separadamente la «violencia y acoso» y la «violencia y acoso por razón de género», y al definir esta última se dice que la definición «incluye el acoso sexual» por si hubiere dudas en orden a si entra o no en el concepto de acoso y violencia tout court, reconociéndose así su autonomía conceptual.

II. El acoso sexual no exige reiteración de conductas ni persistencia temporal

Según el art.7.1 LO 3/2007, de 22 marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres -EDL 2007/12678-, «sin perjuicio de lo establecido en el Código Penal, a los efectos de esta Ley constituye acoso sexual cualquier comportamiento, verbal o físico, de naturaleza sexual que tenga el propósito o produzca el efecto de atentar contra la dignidad de una persona, en particular cuando se crea un entorno intimidatorio, degradante u ofensivo». Es una definición inspirada en el art.2.1.d) Dir 2006/54/CE -EDL 2006/98500- donde el acoso sexual se define como «la situación en que se produce cualquier comportamiento verbal, no verbal o físico no deseado de índole sexual con el propósito o el efecto de atentar contra la dignidad de una persona, en particular cuando se crea un entorno intimidatorio, hostil, degradante, humillante u ofensivo». Y esta es la que también aparece en el artículo 40 del Convenio de Estambul.

Ninguna de estas tres definiciones alude a la reiteración para considerar la existencia de un acoso sexual, ni tampoco a la necesidad de la persistencia temporal, a pesar de lo cual todavía hoy día encontramos elaboraciones doctrinales o judiciales donde se exige la reiteración de conductas o una determinada persistencia temporal para poder hablar de acoso sexual sustentándose en el significado gramatical de acoso como conducta de hostigar, o por un explícito o implícito paralelismo con el acoso moral, o mejor dicho, con el acoso moral según lo entienden ciertas elaboraciones doctrinales que exigen, para poder hablar de acoso moral, de actos reiterados durante cierto tiempo.

Hay dos elementos literales claros en la definición legal para alcanzar la conclusión de que un comportamiento no exige reiteración para constituir acoso sexual, ni que esa reiteración de conductas se produzca durante un cierto periodo de tiempo.

En primer lugar, la expresa referencia legal a «cualquier comportamiento» debería conjurar de raíz cualquier interpretación tendente a exigir una reiteración de conductas para apreciar la existencia de un acoso sexual, o que el comportamiento de que se trate tenga una vigencia de efectos durante un periodo determinado de tiempo.

En segundo lugar, si la creación de un entorno intimidatorio, hostil, degradante, humillante u ofensivo es la consecuencia inexorablemente ligada a una reiteración de conductas y/o a cierta permanencia de efectos en el tiempo, la norma deja meridianamente claro que el acoso sexual existe «en particular» si se crea ese entorno -por la reiteración de conductas, o también por una conducta única con efectos permanentes en el tiempo-, pero puede existir sin la creación de tal entorno.

Naturalmente, la reiteración de conductas y/o su permanencia en el tiempo facilita la calificación y la prueba de un comportamiento como acoso sexual. De ahí el inciso «en particular cuando se crea un entorno intimidatorio, degradante u ofensivo». Pero dentro del concepto legal también cabe el acoso sexual sin reiteración de conductas siempre que se reúnan todas sus exigencias. Obviar esta conclusión sería revivir en el ámbito del acoso sexual laboral el problema, superado en el ámbito de la violencia en la pareja, de exigir la reiteración, la habitualidad o la permanencia, banalizando las formas de violencia contra las mujeres al considerarlas poco graves en sí mismas consideradas.

III. El acoso sexual no exige intención

Otra vez el paralelismo del acoso sexual con el acoso moral, o mejor dicho, con el acoso moral según lo entienden ciertas elaboraciones doctrinales que exigen, para poder hablar de acoso moral, de actos basados en una intención perversa, ha determinado la existencia de algunas sentencias y opiniones doctrinales según las cuales no hay acoso sexual si no hay un ánimo de vejar, sino un simple animus jocandi, o si falta un ánimo libidinoso, como ocurre si el móvil es romántico, halagador o paternalista. Han coadyuvado a esta última conclusión ciertas afirmaciones obiter dicta de la STC 224/1999, de 13 diciembre -EDJ 1999/40149-, que correctamente rechazó la necesidad de un no rotundo de la víctima para considerar existente un acoso sexual, pero que afirmaba -ya hemos dicho que en obiter dicta- que el acoso sexual exigía un ánimo libidinoso.

Ahora bien, esas sentencias y opiniones doctrinales deberían quedar totalmente arrumbadas una vez que la LO Igualdad ha acogido -en su art.7.1 -EDL 2007/12678- el concepto de acoso sexual contenido en la Dir 2006/54/CE -EDL 2006/98500-, y ese concepto se ha visto refrendado por el Convenio de Estambul. Y es que si acudimos a la literalidad de las definiciones legales de acoso sexual debemos observar que cualquier comportamiento, verbal o físico, de naturaleza sexual es acoso sexual tanto cuando «tenga el propósito» como cuando «produzca el efecto de atentar contra la dignidad de una persona». Con este desdoblamiento, la normativa se sitúa en una línea de objetivación de la discriminación por razón de sexo, superando estadios jurídicos previos en los cuales se exigía la intención de discriminar para apreciar la existencia de discriminación sexista.

De este modo, hay acoso sexual si se acredita el propósito de atentar contra la dignidad o si esa intención se deduce de las circunstancias -por ejemplo, si hay tocamientos en zonas erógenas-. Y también hay acoso sexual -sin descartar que también puede haber propósito de atentar contra la dignidad, pero que no es necesario acreditar- cuando se produzca el resultado de atentar contra la dignidad aunque el propósito sea real o aparentemente otro diferente -por ejemplo, una intención jocosa, o supuestamente romántica, paternalista o halagadora-. En resumen, las intenciones del acosador decaen siempre que el resultado sea atentatorio de la dignidad de la persona.

IV. El acoso sexual no exige negativa

La antijuridicidad del acoso sexual se ha construido en muchas elaboraciones normativas, judiciales y doctrinales utilizando exclusivamente un estándar de carácter subjetivo según el cual sería acoso sexual un comportamiento de carácter sexual no deseado y si no fuera no deseado no sería acoso aún si fuera ofensivo. Aparenta ello ser una respuesta positiva frente al acoso sexual al dejar decidir a la persona receptora del comportamiento lo que es acoso sexual y lo que no es acoso sexual. De este modo, un acto en principio ofensivo no sería acoso si no es mal recibido por la persona receptora del comportamiento. Y a la inversa, un acto en principio inofensivo sería acoso si es mal recibido por la persona receptora del comportamiento. Sería, en suma, la persona receptora del comportamiento la que libre y voluntariamente definiría hasta dónde puede llegar un comportamiento sin ser acoso sexual y desde donde sería acoso sexual.

Pero las anteriores consideraciones se realizan como si en efecto las mujeres vivieran con igual libertad que los hombres. Y es que la propia dinámica de la exigencia impone a la persona receptora del comportamiento, si ha sufrido o prevé va a sufrir un acto de acoso sexual, la carga de decir no, con lo cual se desprotegería a aquellas mujeres que no dicen que no bien porque aceptan su rol de sumisión en una sociedad patriarcal o bien porque, aun no aceptándolo, no quieren enfrentarse. Muchas veces además el acoso sexual se produce en el contexto de una relación jurídica en la cual ya existe una situación de subordinación de la víctima como ocurre precisamente en el acoso sexual laboral, lo cual determina menor predisposición a manifestar una negativa.

No bastaría tampoco con decir que no para que un comportamiento pasado se pudiera considerar como no deseado, pues obviamente dicha negativa solamente tendría efectos de futuro, de modo que los comportamientos anteriores a la negativa, aunque se tratase de comportamientos calificables de ofensivos, no constituirían acoso sexual y solo lo constituirían -si en efecto se produjeren- aquellos posteriores a la negativa.

Únase a todo ello que, en caso de llegar a juicio, la persona receptora del comportamiento debería acreditar la negativa, lo que no siempre es fácil dado que estos comportamientos se suelen producir en contextos privados preordenados por el agresor.

Buscando evitar los inconvenientes más llamativos de esta exigencia de no deseado, se suele considerar que no es necesario un no rotundo para apreciar el carácter no deseado. Así, la STC 224/1999, de 13 diciembre -EDJ 1999/40149-, correctamente rechazó la necesidad de un no rotundo de la víctima para considerar existente un acoso sexual.

Pero si esto es así, lo más lógico sería prescindir del «no deseado» en la definición de acoso sexual, haciendo pivotar la antijuridicidad sobre la exigencia de que «tenga por objeto o resultado violar la dignidad de una persona», sin perjuicio de que, de acreditarse el carácter deseado, desaparezca la antijuridicidad. Bajo este planteamiento, si existe un comportamiento objetivamente ofensivo, se debe presumir que es no deseado, de modo que a la persona demandante o denunciante le bastaría con probar el carácter ofensivo sin necesidad de acreditar adicionalmente que ha dicho no al comportamiento objetivamente ofensivo, mientras a la persona demandada o denunciada correspondería acreditar el carácter deseado excluyente de la antijuridicidad.

Exigir en la definición que el comportamiento sea «no deseado» y además «tenga por objeto o resultado violar la dignidad de una persona» -que es lo que hace tanto el art.2.1.d) Dir 2006/54/CE -EDL 2006/98500- como el art.40 del Convenio de Estambul -EDL 2011/393212- conduce al absurdo de que un comportamiento que tenga por objeto o resultado violar la dignidad de una persona no es acoso mientras esa persona no diga que no. Aparenta aquí subyacer la idea de que a las mujeres les gusta que los hombres apliquen cierta fuerza para el acceso carnal, de ahí que -según la odiosa doctrina de la vis grata mullieris- solo hay violación -o, en su caso, acoso sexual- si manifiestan oposición de una manera terminante. Pero lo razonable es que el ilícito se consume con la ofensa, no con la negativa de la víctima, sin perjuicio de que si el comportamiento sexual en principio ofensivo le gusta a quien lo recibe, su consentimiento lo legitime.

Han sido todas estas consideraciones -y lo puedo afirmar por propio conocimiento al haber propuesto que ello fuera así en los trabajos legislativos- las que han determinado que, a pesar de que a los Estados miembros les resulta obligada la trasposición de la definición contenida en el art.2.1.d) Dir 2006/54/CE -EDL 2006/98500- y ahora igualmente el respeto al artículo 40 del Convenio de Estambul -EDL 2011/393212-, en la ley española se haya eliminado la exigencia de ser no deseado en la definición de acoso sexual; así como que en la ley francesa -no podríamos afirmar que siguiendo a la española o llegando por sí misma a igual convencimiento- se haya también eliminado.

V. El acoso sexual ataca la dignidad de la persona

¿Cuándo un comportamiento tiene el propósito o produce el efecto de atentar contra la dignidad de una persona? A nuestro juicio, la respuesta coherente con la objetividad del comportamiento derivada de la definición legal es que un comportamiento tiene el propósito o produce el efecto de atentar contra la dignidad de una persona cuando el acosador debe saber o sabe que su comportamiento es ofensivo, lo que supone incluir en el concepto de acoso sexual dos clases de comportamientos:

(a) En primer lugar, aquellos que el acosador, aunque nada le manifestara la víctima acerca de su rechazo al comportamiento, debiera saber que son ofensivos en atención a su gravedad -realizando al respecto un juicio sobre valores constitucionales, y en ningún caso un juicio de moralidad-, y a las circunstancias concurrentes -de tiempo y lugar, así como de condición de los diferentes intervinientes-, de las cuales dos circunstancias eventualmente concurrentes destacan por su habitual conflictividad:

- la previa actuación de la víctima, que solo debe ser relevante cuando, mediante insinuación de contenido inequívoco, haya consentimiento a la aproximación sexual -no siéndolo cuando hay un chantaje sexual porque siempre media intimidación al existir un temor racional y fundado, basado en el poder del acosador dentro de la relación laboral, a un mal inminente y grave, consistente en la pérdida de un derecho o en la no obtención de una expectativa- manifestado claramente -apreciando la manifestación con criterios objetivos y nunca con el criterio subjetivo del acosador-; y

- la existencia de previa relación sexual consentida, en cuyo caso es razonable exigir -frente a la regla general de no exigir decir no- la previa negativa de quien la rompe para poder hablar de un posterior acoso sexual -salvo si se tratase de una aproximación sexual con un componente coactivo especialmente fuerte, en cuyo caso aún no mediando esa negativa se podría considerar la existencia de un acoso sexual-.

(b) En segundo lugar, aquellos que el acosador, aunque no se puedan considerar ofensivos en atención a su gravedad y circunstancias concurrentes, sabe que son ofensivos para la víctima porque esta se lo manifestó expresamente o mediante actuación de contenido inequívoco. Por ejemplo, una mirada, aún de cierta persistencia, no es objetivamente ofensiva, pero si a su receptor/a le es molesta y así se lo manifiesta al emisor/a, su reiteración resultaría antijurídica y sería constitutiva de un acoso sexual. Tampoco una invitación a verse fuera de las horas de trabajo sin mediar ninguna forma de coacción explícita o implícita, pero sí la reiteración ante la negativa de la persona.

Este artículo ha sido publicado en la "Revista de Jurisprudencia" en abril de 2020.

 


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