1.- Caracteres y naturaleza jurídica de las funciones de la administración concursal y del sistema retributivo vigente
Los principios que delimitan, pautan e informan la actividad de la administración concursal (AC), en tanto que órgano necesario del proceso, son la objetividad, la imparcialidad y la eficiencia en el ejercicio de sus funciones, con frecuencia complejas, que indefectiblemente implican la asunción de responsabilidades indelegables y suelen suscitar situaciones de tensión entre el “interés concursal”, que legítimamente representan, y el no menos legítimo del deudor. Y, en no pocas ocasiones, la AC ha de dirimir e impulsar soluciones que concilien la igualdad de trato a los acreedores del concursado con la posibilidad de dar continuidad a la actividad productiva que éste, ya sea empresario o profesional autónomo, viene desarrollando.
Se trata, ciertamente, de una actividad, la de la AC –cuya naturaleza jurídica ha sido analizada por la mejor doctrina desde la perspectiva de la heteroeficacia de sus actuaciones orgánicas[1]–, que exige considerable dedicación y esfuerzo y merece una retribución adecuada y suficiente para la satisfacción de los requerimientos profesionales inherentes al correcto desarrollo de la función encomendada ex lege a este órgano, con arreglo a los principios de carga de trabajo, complejidad y responsabilidad que le son propios.
Lo cierto es, sin embargo, que la regulación reglamentaria dada hasta la fecha a la retribución de los administradores concursales –supuestamente objetiva, justa y adecuada al caso concreto– dista mucho de ser satisfactoria, como demuestra el hecho de que los criterios mantenidos por los Juzgados mercantiles y las Audiencias Provinciales al respecto han sido divergentes, en especial respecto de los honorarios de la AC en la fase de liquidación, que van desde la consideración de los mismos como imprescindibles para la realización de las operaciones liquidatorias, hasta su inclusión en el concepto de “resto de créditos contra la masa”, pasando por la asimilación de estos honorarios a las costas y gastos del concurso.
El tratamiento de esta cuestión debe enmarcarse en el contexto normativo en que se inscribe, es decir en la Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal (en adelante, LC), en la Ley 38/2011, de 10 de octubre, y en el Real Decreto-ley 4/2014, de 7 de marzo, contextualización cuya evolución pone en evidencia un cambio antitético de paradigma, que discurre desde el planteamiento originario de la LC, uno de cuyos principios configuradores es el de la unidad de procedimiento y de sistema, hasta la introducción de especialidades procedimentales para las personas naturales y para las pequeñas empresas, operadas, respectivamente, por la Ley 38/2011 y por la Ley 14/2013.
El art. 34 LC estableció un mandato para la regulación reglamentaria de los honorarios profesionales de la AC, que vino a desarrollar –de forma provisional– el Real Decreto 1860/2004, optando por un sistema de aranceles basado principalmente en el activo del deudor concursado y, en menor medida, en su pasivo, con determinados factores de corrección, a modo de parámetros moduladores, en función de la previsible complejidad del concurso, del número de acreedores y de establecimientos y, en algunos casos, del número de trabajadores, así como del régimen de actuación de la AC en orden al alcance de sus funciones orgánicas, distinguiendo en este sentido dos supuestos: el de mera intervención y el de sustitución de las facultades de disposición y administración del patrimonio del deudor.
Como es sabido, la determinación de la retribución de la AC la realiza el juez del concurso, dividiéndola en la correspondiente a la fase común y a las fases sucesivas. El propio juez puede decidir discrecionalmente los plazos para la percepción de los honorarios de la AC, disponiendo, en la generalidad de los casos, que el cincuenta por ciento de la retribución correspondiente a la fase común se perciba una vez que el auto por el que se aprueben devenga firme, y el cincuenta por ciento restante al tiempo en que adquiera firmeza la resolución que ponga fin a la fase común. Sobre la cantidad que se determine para esta primera fase, la AC percibirá en la siguiente un diez por ciento mensual hasta el sexto mes, reduciéndose hasta el cinco por ciento en los meses sucesivos, hasta el duodécimo, si la duración de la tramitación y aprobación del convenio o, en su caso, de la liquidación, lo justifican.
2.- Crítica del modelo retributivo y del criterio jurisprudencial que interpreta la aplicación del mismo en los supuestos de insuficiencia de la masa activa del art. 176 bis LC
La aparente sencillez del modelo retributivo por el que optó el legislador no debe ocultar las numerosas disfunciones y dificultades de orden práctico que para su aplicación han ido surgiendo desde la entrada en vigor de la LC; de ahí que la Disposición adicional única del RD 1860/2004 previera la necesidad de ajustar el modelo retributivo diseñado en función de las circunstancias fácticas de la economía y, en su contexto, de las situaciones reales de insolvencia. Pero, no obstante la razonabilidad de tal previsión, lo cierto es que hasta junio de 2012 –tras ocho años de “rodaje” de la LC y múltiples evidencias de los desajustes del modelo– no se elaboró un borrador de proyecto de Real Decreto que contemplaba una profunda revisión del arancel retributivo de la AC, cuyas principales variaciones se concretaban en la fijación de unos honorarios máximos de 1.200.000 euros, la limitación de la retribución a 12 meses para la fase de liquidación, el establecimiento de una cuenta de garantía arancelaria que asegurara la efectividad de la retribución con un mínimo de 1.500 euros para aquellos supuestos de masa activa insuficiente, el posible aumento de los honorarios para los casos de previsible complejidad y, en fin, para los concursos conexos, así como el derecho de la AC a percibir la retribución prevista para las fases común y de liquidación en los supuestos de solapamiento de ambas.
Sin perjuicio de algunas consideraciones críticas –que desbordarían el alcance y la oportunidad de este breve artículo[2]–, las previsiones del proyecto en cuestión son, a todas luces, lógicas, necesarias y urgentes. Pero está claro que ni el Gobierno ni el poder legislativo tienen la misma percepción de las nociones de necesidad y urgencia que la inmensa mayoría de los operadores jurídicos, de modo que la esperada reforma del estatuto de la administración concursal sigue, en tan importante aspecto, pendiente “ad calendas graecas”, de suerte que la resolución de las dudas interpretativas que suscita la aplicación casuística de un sistema retributivo inadecuado e insuficiente se confía al prudente arbitrio de los Juzgados de lo mercantil –en la restringida medida en que el marco normativo vigente permite interpretaciones flexibles–, y al superior criterio del Tribunal Supremo, cuyas resoluciones, dicho sea con la debida consideración, no siempre aportan luz al debate de las cuestiones controvertidas.
En efecto, el Tribunal Supremo, en su Sentencia 390/2016, de 8 de junio, viene a estimar parcialmente el recurso de casación instado por la Tesorería General de la Seguridad Social en el que solicitaba que, en el caso concreto, se ordenara el pago de los créditos contra la masa por el orden de sus vencimientos, conforme a la prelación legalmente establecida, condenando a la AC a su abono por este orden. El Alto Tribunal declaró al respecto: “a) Que los honorarios de la administración concursal son créditos contra la masa imprescindibles, una vez que se haya comunicado la insuficiencia de masa activa, únicamente cuando respondan a actuaciones estrictamente necesarias para obtener numerario y gestionar la liquidación y el pago; b) Que la determinación de tal carácter de honorarios imprescindibles, así como su importe, se hará a propuesta de la administración concursal y por resolución del juez del concurso, previa audiencia de los demás acreedores contra la masa; c) Que el resto de honorarios de la administración concursal se incardinarán en el concepto “Los demás créditos contra la masa” del apartado 5º del art. 176 bis 2 de la Ley Concursal”.
En definitiva, el Tribunal Supremo (en adelante TS) incluye los honorarios correspondientes a la fase común y los no estrictamente necesarios para la liquidación del patrimonio del deudor en el cajón de sastre del art. 176 bis 2.5º LC, y remite la consideración del atributo de imprescindibilidad de cualesquiera honorarios devengados durante la fase de liquidación al juez mercantil, a propuesta de la AC; lo que no deja de ser paradójico, toda vez que se prevé que el propio órgano jurisdiccional que aprobó la retribución de ésta para todas las fases del concurso deba luego pronunciarse sobre la “subespecie” cualitativa de no-se-sabe-qué parte de tales honorarios devengados responde teleológica y específicamente a actuaciones de la AC necesarias strictu sensu para el mantenimiento y la mejor realización de la masa activa en la fase de liquidación. Se trataría, pues, de un ejercicio de discernimiento y justificación de actos necesarios, por oposición a otros de la misma especie, virtualmente preteridos de antemano por mor de la mencionada interpretación abstracta del TS, lo que nos lleva a formularnos una pregunta retórica de difícil respuesta: ¿Cuáles son las posibles actuaciones de la AC prescindibles en orden al planeamiento y ejecución de las operaciones liquidatorias, y con base en qué criterios objetivos deben identificarse y cuantificarse, sin alterar el equilibrio sinalagmático de la relación prestacional que informa las funciones de este órgano, necesario por definición?
En el mismo orden de consideraciones obstativas al criterio del TS enunciado, ¿qué sentido tiene someter a audiencia de los demás acreedores contra la masa, como indica el fallo de la Sentencia comentada supra, la propuesta de la AC acerca de las actuaciones de ésta merecedoras de la consideración de imprescindibles en las tareas de liquidación de la masa activa del concurso y, consecuentemente, de tratamiento singular en el pago de las mismas?
3.- Conclusiones
Se diría que el criterio manifestado en las últimas resoluciones del TS soslaya la fundamentación lógica de los presupuestos de eficacia de la actuación de la AC y su correlatividad con las bases del sistema de retribución legalmente establecido, e ignora la previsión contenida en la Disposición adicional única del Real Decreto 1860/2004 en orden a la evaluación de los resultados de la aplicación del arancel de los administradores concursales.
El anterior razonamiento concierne a un nivel práctico, cuya comprensión requiere, a mi entender, una aproximación cuantitativa al fenómeno de la insolvencia en nuestro país, en el concreto ámbito concursal, a lo largo de los once años transcurridos desde la entrada en vigor de la Ley 22/2003, que tome en consideración el volumen de activos y pasivos de los deudores concursados, puesto en relación con los honorarios de la AC. Durante dicho período se han declarado en España aproximadamente 55.000 concursos, de los que únicamente un 0,03% han meritado aranceles superiores a un millón de euros, resultando que más del 70% de los concursos devengan derechos de retribución para los administradores concursales inferiores a 9.200 euros, concentrándose casi el 80% de los honorarios en apenas el 30% de los procedimientos declarados. La conclusión es obvia: la calidad de los concursos es muy baja y, en consecuencia, lo es también, en general, la retribución de la AC, tanto más si se tiene en cuenta que la mayor parte de los honorarios aprobados por el órgano jurisdiccional no se llega a cobrar, dada la paupérrima situación de los deudores concursados, puesta en evidencia por la constatación, cada vez más frecuente, de la insuficiencia de masa activa con la que atender siquiera los gastos del propio procedimiento.
El estigma de la insolvencia subyace en la mentalidad de la mayoría de los empresarios, reacios a confiar la solución de sus problemas de sobreendeudamiento e insolvencia a la vía concursal, y ello explica que el número de concursos declarados, en general tardíamente, sea muy inferior al que debería de ser, abundando en su lugar los acuerdos de refinanciación en condiciones manifiestamente insuficientes e inapropiadas, huidas hacia delante que no hacen sino agravar los problemas endémicos de la economía productiva. Así las cosas, la solución normativa no constituye precisamente, en vista de sus decepcionantes resultados –más del 93% de los concursos acaban en liquidación y casi un 59% de las empresas concursadas carecen de recursos suficientes para atender el pago de los créditos contra la masa– un estímulo para la opción que la LC debería representar, en orden a la protección de los intereses de los acreedores, a la recuperación del crédito y la preservación y saneamiento de la actividad empresarial, fines que la Ley 22/2003 proclama en su Exposición de Motivos. Se entiende, pues, que, en semejante contexto de dificultades, probables frustraciones finalistas y riesgos conexos, la política retributiva de los administradores concursales deba ser revisada con criterios realistas, en atención a la función nuclear que desarrollan y a las responsabilidades que asumen.
[1] TIRADO, IGNACIO, “La naturaleza jurídica de la administración concursal”, en Los administradores concursales, pág. 15, Thomson-Civitas, 2005.
[2] Los informes de los colegios de abogados y de economistas sobre el R.D. 1860/2004 solicitaban la elevación de la “cantidad básica” hasta un mínimo de 3.000 euros, con independencia de las circunstancias del concurso o, alternativamente, la elevación de los porcentajes aplicables en los tramos iniciales de la escala decreciente, propuestas cuya razonabilidad es evidente, a tenor de la realidad estadística de los procedimientos declarados desde la entrada en vigor de la Ley Concursal.
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