1.- Esta editorial me dio la oportunidad en marzo del corriente año (nº 1, pp. 1 a 5) de reflexionar, bajo el título "Los efectos del Tratado de Lisboa sobre los pilares de la Unión Europea: una visión jurisdiccional" -EDB 2011/2-, acerca de algunas de las consecuencias que para la tarea de los jueces nacionales tienen, en mi opinión, las modificaciones introducidas en el entramado institucional y normativo de la Unión Europea por dicho acuerdo internacional, firmado el 13 de diciembre de 2007 y en vigor desde el 1 de diciembre de 2009 -EDL 2008/123453-.
Entonces aludí a que las competencias de la Unión, exclusivas o compartidas en los términos de los arts. 3 y 4 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE) -EDL 1957/52-, se encuentran unidas por otra transversal, la que atañe a la tutela de las libertades públicas y de los derechos fundamentales enunciados en la Carta de 7 diciembre 2000 -EDL 2000/94313-. No otro alcance tiene su art. 51,1, conforme al que las instituciones, los órganos y los organismos de la Unión, en el marco del principio de subsidiariedad, así como los Estados miembros, cuando apliquen el derecho de la Unión, deben respetarlos y promover su aplicación. Ese carácter de urdimbre que une el entramado se evidencia aún más en el apdo. 2 del mismo precepto, en el que se precisa que la Carta no amplía los ámbitos de aplicación del ordenamiento de la Unión, ni crea ni modifica sus competencias. Les proporciona una nueva sustancia, con gran capacidad de integración, por arriba, en el nivel de las garantías básicas de los ciudadanos.
Así, pues, todos los actores en la escena comunitaria han de respetar los derechos fundamentales y las libertades públicas proclamados en la Carta -EDL 2000/94313-, promoviendo su aplicación. Y dado que tales derechos y libertades son emanación de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros y de los compromisos internacionales suscritos sobre la materia, en particular del Convenio firmado en Roma el 4 noviembre 1950 -EDL 1979/3822- (según reza el preámbulo de la Carta), deben ser interpretados y aplicados en armonía con aquellas tradiciones y con este Convenio (art. 52, apdos. 3 y 4), sin que en ningún casos pueda otorgárseles un alcance más restringido del que resulta de los mismos (art. 53).
Estas previsiones tienen hoy el mismo valor jurídico que los tratados, según dispone el art. 6,1 del de la Unión Europea (TUE) -EDL 1992/17993-, pero, además, reproduciendo una previsión del viejo art. 6,2 TUE, el actual apdo. 3 del art. 6 dispone que los derechos fundamentales que garantiza el Convenio de Roma -EDL 1979/3822- y los que son fruto de las tradiciones constitucionales comunes de los Estados miembros forman parte del derecho de la Unión como principios generales. Dado que los derechos y libertades de la Carta -EDL 2000/94313- son emanación de ese Convenio y de esas tradiciones, resulta que los preceptos que los plasman no sólo tienen el carácter y la fuerza vinculante propios de una previsión normativa de derecho originario (capacidad de penetración), sino que también, en cuanto principios, han de inspirar toda la actuación de la Unión (capacidad de difusión).
El proceso de integración en el que está empeñada la Unión Europea no actúa ya sólo mediante la armonización y la aproximación normativa en determinados sectores materiales, en los que ha asumido competencias en virtud de la cesión de soberanía por los Estados miembros, sino que por determinación positiva del "constituyente" opera también en la superestructura del sistema.
2. Una de esas garantías es la que atañe a la tutela judicial. El art. 47 de la Carta -EDL 2000/94313- reconoce a todos su efectiva prestación para la defensa de los derechos y libertades que les reconoce el ordenamiento de la Unión, a través de un procedimiento equitativo y público, seguido en un plazo razonable ante un juez independiente e imparcial, previamente establecido en la ley. La garantía incluye el derecho a ser defendido y representado en juicio, de forma gratuita si fuere menester para garantizar la efectividad del acceso a la justicia.
La proclamación de este derecho, en términos que recuerdan los del art. 6,1 del Convenio de Roma -EDL 1979/3822-, goza, pues, de esa doble dimensión, que le otorga, como a todos los derechos fundamentales y libertades públicas, una suerte de fuerza redoblada, la de la previsión positiva y la de principio inspirador.
Ocurre, sin embargo, que tratándose del derecho a la tutela judicial el "constituyente" de la Unión ha estimado necesario introducir una tercera perspectiva. El art. 19 TUE -EDL 1992/17993-, incluido entre las disposiciones institucionales, al describir el papel del Tribunal de Justicia de la Unión Europea le atribuye en el primer párrafo de su apdo. 1 la tarea de garantizar el respeto del derecho en la interpretación y en la aplicación de los tratados. Y a renglón seguido, en el siguiente párrafo, obliga a los Estados miembros a establecer las vías de recurso necesarias para garantizar la tutela judicial efectiva en los ámbitos cubiertos por el derecho de la Unión.
Creo que aquí hay ya un punto de mayor intensidad. No se trata sólo de una garantía fundamental, positivamente reconocida, que ha de ser interpretada y aplicada con arreglo al Convenio de Roma -EDL 1979/3822- y los demás pactos internacionales firmados por los Estados miembros y a sus tradiciones constitucionales compartidas, y de un principio inspirador del sistema, sino que, en cuanto derecho fundamental de prestación, limita la soberanía de los Estados miembros, exigiéndoles un determinado modus operandi.
Me explico.
Todas aquellas personas a las que el ordenamiento de la Unión atribuye derechos e intereses jurídicamente protegibles deben disponer de un juez imparcial e independiente, previamente determinado en la ley, que, a través de un proceso equitativo y público, atienda su causa y le proporcione una respuesta fundada. De otro lado, esta previsión debe inspirar la actuaciones de los poderes públicos de la Unión y de los Estados miembros cuando actúan en el ámbito del derecho de aquélla. Pero, además, estos últimos no pueden dejar de disciplinar los cauces procesales que sirvan a tal fin, han de desarrollar una actitud activa. Se trata de una obligación de hacer que nace de una norma de derecho originario, atinente a una garantía fundamental proclamada en la Carta -EDL 2000/94313-, cuyo contenido es claro y terminante. Parece, pues, que su efecto directo es indiscutible.
Es verdad que en el marco anterior al Tratado de Lisboa existían previsiones como las del art. 19 TUE, apdo. 1, segundo párrafo -EDL 1992/17993- (v. gr.: en la armonización de los procedimientos de adjudicación de los contratos públicos). También lo es que el Tribunal de Justicia, como en otros tantos ámbitos, y acudiendo a los principios que inspiran el sistema jurídico de la Unión (v. gr.: principio de cooperación), actuó como vanguardia del legislador estableciendo, a través de reglas como las de equivalencia y de efectividad, la obligación de los Estados miembros de disciplinar los instrumentos procesales para que las acciones fundadas en el derecho comunitario tuvieran, cuando menos, un trato igual, sino más favorables, que las sustentadas en el derecho interno.
Ahora bien, no lo es menos, que se trataban de previsiones aisladas y sectoriales o de pronunciamientos jurisprudenciales, sin las capacidades de "penetración" y de "difusión" propias de unas normas de derecho originario, con primacía y efecto directo evidentes. Por ello, no resulta extravagante afirmar que, después de Lisboa, los europeos podemos hoy, dándose las condiciones de competencia de nuestros tribunales, pedirles que tutelen los derechos que nos reconoce la Unión, con independencia de si existe un cauce procedimental específico para hacerlo y hayan o no nuestros legisladores incorporado esos derechos al sistema interno, siempre que quepa atribuir efecto directo a la norma que los reconoce. A la inversa, los jueces nacionales están obligados a dar curso a cualquier pretensión fundada en el derecho de la Unión, con independencia de si el derecho procesal interno cuenta con las vías procesales pertinentes.
3. Pero es que, además, se ha de reparar en que la obligación de los Estados miembros de disponer las vías procesales pertinentes para la tutela de los derechos emanados del ordenamiento de la Unión se plasma en un precepto, el art. 19 TUE -EDL 1992/17993-, cuyo objetivo es trazar las líneas maestras de la organización y de la competencia del Tribunal de Justicia. Esa obligación aparece después de ser definida su tarea nuclear (garantizar el respeto en la interpretación y aplicación de los tratados) y antes de esbozar, en el apdo. 3, los cauces a través de los que ha de cumplirla, entre los que se encuentra la cuestión prejudicial, de interpretación y de validez.
Existe, pues, en el Tratado una conexión entre el derecho a la tutela judicial y la cuestión prejudicial, que, como es sabido, constituye un incidente en el seno de un proceso principal ("vía de recurso") puesto a disposición de los jueces nacionales (art. 267 TFUE -EDL 1957/52-) para que, dado el caso, se dirijan al Tribunal de Justicia, al que compete en exclusiva la última interpretación del derecho de la Unión y la depuración de su componente derivado, con el fin de garantizar su uniformidad aplicativa y exegética, clave de bóveda del sistema.
Los Estados miembros se encuentran, por tanto, positivamente compelidos a disciplinar las vías de recurso pertinentes para la tutela judicial que reconoce a los ciudadanos el ordenamiento de la Unión y en el seno de esas vías juega un papel relevante la cuestión prejudicial. No basta con que esos cauces existan y se disciplinen de modo que queden asegurados los principios de equivalencia y de efectividad, sino que resulta menester que, en su concreta y real aplicación, se garantice, cuando resulte obligada, la intervención prejudicial del Tribunal de Justicia. De este modo, si no se dan las condiciones que, conforme a la doctrina Cilfit (Sentencia de 6 octubre 1982, asunto 283/81), permiten eludir el reenvío o si se trata de expulsar del mundo del derecho una norma derivada por oponerse a los tratados (Sentencia Foto-Frost, de 22 octubre 1987, asunto 314/85), la intervención de los jueces de Luxemburgo resulta ineludible.
Por consiguiente, aun existiendo en el plano normativo un cauce procesal que satisfaga, en abstracto, los principios de equivalencia y de efectividad, esta última nota puede desaparecer si, en su práctico desenvolvimiento, se soslaya la intervención del Tribunal de Justicia, provocando que el litigio sea resuelto mediante una norma seleccionada e interpretada por quien no corresponde o en virtud de mecanismos distintos a los previstos. Ocurrirá tal si esa selección se lleva a cabo previa interpretación del derecho de la Unión realizada, en ausencia de las condiciones Cilfit, por un órgano jurisdiccional que resuelve en última instancia o mediante la depuración del derecho derivado sin recabar el previo pronunciamiento del Tribunal de Justicia.
La indagación en la que en los últimos tiempos se encuentra embarcado nuestro Tribunal Constitucional (Sentencias 58/2004 -EDJ 2004/23381-, 194/2006 -EDJ 2006/93853- y 78/2010 -EDJ 2010/240730-) sobre los efectos en el art. 24,1 CE -EDL 1978/3879- de la decisión de un juez ordinario de resolver sin plantear la oportuna cuestión prejudicial un litigio en el que está comprometido el derecho de la Unión y en el que resultaba menester la intervención del Tribunal de Justicia, puede introducir luz en el debate y aclararnos la medida en que la nueva perspectiva abordada desde el Tratado de Lisboa -EDL 2008/123453- puede incidir en la cuestión.
4. El propio Tribunal de Justicia suministra alguna idea sobre el particular.
La Sentencia Unibet (de 13 marzo de 2007, asunto C-432/05) -EDJ 2007/8201-, después de recordar que el derecho a la tutela judicial efectiva es un principio general del derecho comunitario, emanación de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros, consagrado en el Convenio de Roma -EDL 1979/3822- y ratificado en la Carta -EDL 2000/94313-, que los jueces nacionales han de satisfacer en el ámbito del derecho comunitario, por así exigirlo el principio de cooperación (apdos. 37 y 38), subraya que ese derecho fundamental no pide, per se, la existencia en el orden procesal interno de un procedimiento o de un incidente autónomo que tenga por objeto principal impugnar la conformidad de las leyes nacionales con el derecho de la Unión (apdo. 47). Tal garantía ciudadana queda satisfecha si se suministran otros cauces procesales efectivos que satisfagan los mencionados principios de equivalencia y de efectividad (apdo. 65). Ahora bien, para que sea así, resulta menester que esa ordenación procesal permita la adopción de medidas cautelares que garanticen la efectividad de los derechos que emanan a favor del justiciables del ordenamiento de la Unión hasta que el órgano jurisdiccional competente se pronuncie sobre la conformidad con ella de la regulación nacional (apdo. 77), medidas cautelares que se han de adoptar en virtud de los criterios establecidos en el derecho nacional, siempre que, de nuevo, se respeten los repetidos principios de equivalencia y de efectividad (apdo. 83).
Si la tutela judicial efectiva exige la existencia de cauces procesales, aun no específicos, en los que pueda garantizarse con carácter cautelar los derechos que el ordenamiento comunitario atribuye al demandante y que la regulación interna pone en entredicho por su contradicción con aquel ordenamiento, de igual manera debe reclamar que esos cauces se transiten de forma adecuada y con la intervención del órgano en cada caso competente, de manera que, si la resolución del litigio requiere como presupuesto que se fije la exégesis de la norma de la Unión en conflicto o que se analice su validez por su oposición al derecho originario, la intervención de ese órgano (el Tribunal de Justicia) se convierte en prius para la efectividad de la respuesta. Visto a la inversa, si el juez nacional, sin dirigirse al Tribunal de Justicia debiendo hacerlo, zanja la disputa mediante una interpretación que deja fuera de juego la norma comunitaria habrá alterado el sistema de fuentes con el indeseable resultado de soslayar los derechos que la misma reconocía al justiciable, afectando a la efectividad de la tutela que estaba obligado a prestar.
En el caso de la sentencia Unibet se trataba de una normativa nacional (en materia de loterías) de cuya conformidad con el derecho comunitario derivado se dudaba. Ahora bien, en ocasiones el escenario no enfrenta a la norma interna con la previsión comunitaria, sino que ambas pueden ir de la mano, siendo la primera fiel trasposición de la segunda. Pero si el juez nacional tiene dudas de la legalidad de esta última por su oposición al componente originario del derecho de la Unión, queda indefectiblemente obligado a plantear la cuestión prejudicial (doctrina Foto-Frost), pudiendo en cuanto árbitro de sus sistema suspender la eficacia de la norma nacional en tanto resuelve el Tribunal de Justicia (Sentencia Zuckerfabrik, de 21 febrero 1991, asuntos C-143/88 y C-92/89). En este caso, si el juez nacional no se remite a Luxemburgo y deja inaplicada la norma que traslada al orden interno la comunitaria, por considerar que esta última es inválida, la incidencia sobre la tutela judicial resulta más clara, en la medida en que estará dejando de lado una disposición a la que se encuentra positivamente vinculado sin someterse a los controles (la cuestión prejudicial) diseñados por el legislador.
5. Y es que esos controles son un componente más de la prestación en que consiste el derecho a obtener la tutela judicial efectiva. No sólo se ha de obtener una respuesta jurídicamente fundada, sino que debe suministrarse por los cauces previstos en la norma y por quien en cada caso ha querido el legislador. Si la respuesta se produce manifiestamente al margen de esos parámetros, dando como resultado la preterición de los derechos que reconoce el ordenamiento de la Unión al justiciable, hay razones para pensar que la tutela prestada no ha sido efectiva en la medida en que, por tales razones, no está fundada en derecho.
Dicho de otra forma, el sistema quiere que la interpretación última del derecho de la Unión y la depuración de las normas derivadas que se opongan a los tratados competa en exclusiva al Tribunal de Justicia, a cuyo efecto disciplina la cuestión prejudicial del art. 267 TFUE -EDL 1957/52-, precepto que obliga a los órganos que resuelven el pleito en última instancia a dirigirse al Tribunal de Justicia, obligación que se torna en facultad para todos los demás (salvo que se trate de una cuestión de validez, en cuyo caso la promoción de la cuestión resulta forzosa para todos).
Así pues, cuando se dan las condiciones precisas para ello, la tutela judicial de los derechos que el ordenamiento de la Unión reconoce al justiciable pasa por el establecimiento de un diálogo cuya primera palabra la tiene el juez nacional y la última el Tribunal de Luxemburgo. Y en esa plática no caben terceros contertulios, salvo los intervinientes en el incidente prejudicial. Tan es así, que la jurisprudencia comunitaria más reciente refuerza la posición del tribunal nacional que remite la cuestión, impidiendo que nadie decida, salvo él mismo, retirar la cuestión.
A efectos prejudiciales, el dueño del proceso es el juez nacional, que valora la pertinencia y la relevancia del reenvío, quedando el Tribunal de Justicia obligado a responder, salvo que estime evidente que la interpretación del derecho comunitario solicitada no tiene relación alguna con la realidad o con el objeto del litigio principal, considere que el problema suscitado es meramente hipotético o compruebe que no se le han suministrado los elementos de hecho y de derecho imprescindibles para proporcionar una respuesta útil (v.gr.: Sentencia Bosman, de 15 diciembre 1995, asunto 415/93 -EDJ 1995/11890-). Una vez que el juez nacional resuelve plantear la cuestión, ya no hay marcha atrás, salvo que él mismo lo decida o el Tribunal de Justicia rechace a limine el interrogante por las razones expuestas.
Por ello, aun cuando el derecho interno vincule al juez inferior a la valoración realizada en vía de recurso por el superior, el ordenamiento de la Unión exige que aquél, cuando examina el asunto por segunda vez tras la anulación de su primer pronunciamiento, pueda libremente acudir al Tribunal de Justicia. Aún más, si, planteada la cuestión prejudicial y previsto en el orden interno un recurso de apelación contra la decisión de remisión, el órgano de la alzada la revoca o modifica sus términos, el art. 267 TFUE -EDL 1957/52- exige que en tales tesituras el juez que suscitó la cuestión no quede obligado a retirarla y a reanudar el procedimiento principal, desistiendo del reenvío prejudicial (Sentencia Cartesio, de 16 diciembre 2008, asunto C-210/06 -EDJ 2008/227354-).
Siendo así, resulta contraria al ordenamiento de la Unión una previsión nacional que, en vía de recurso, permite a un tribunal superior desdecir con carácter vinculante al inferior que se ha remitido al Tribunal de Justicia, obligándole a hacer caso omiso de las pautas interpretativas suministradas por este último e imponiéndole las suyas propias. Una vez practicado el reenvío y obtenida la respuesta, el juez remitente debe resolver el litigio principal conforme a la interpretación plasmada por el Tribunal de Justicia, descartando las valoraciones del órgano jurisdiccional superior si, a la vista de la respuesta prejudicial, estima que contradicen el derecho de la Unión (Sentencia Elchinov, de 5 octubre 2010, asunto C-173/09 -EDJ 2010/195184-).
Nadie, pues, puede interferir en el diálogo, ni siquiera el Tribunal Constitucional. Cuando un juez afronta un litigio relacionado con el derecho comunitario en el que ha de manejar una norma interna que considera contraria al derecho de la Unión y, al mismo tiempo, a la Constitución nacional, no queda privado de la facultad de dirigirse a título prejudicial al Tribunal de Justicia por el hecho de que, en su sistema procesal, la declaración de inconstitucionalidad requiera un recurso previo ante un órgano ad hoc (Sentencia Mecanarte, de 27 junio 1991, asunto C-348/89).
De este modo, sería contraria al derecho de las Unión una normativa nacional que, ante esa duda simultánea, organizara un procedimiento incidental prioritario de control de constitucionalidad, impidiendo a los órganos jurisdiccionales dirigirse al Tribunal de Justicia y reservando al Tribunal Constitucional la tarea no sólo de contrastar la conformidad de la norma controvertida con la Constitución sino también con el ordenamiento jurídico de la Unión, de manera que si concluye que se ajusta a dicho ordenamiento el juez ordinario encargado de decidir sobre el fondo del asunto queda vinculado por esa apreciación, cerrándosele la puerta para dirigirse a los jueces de Luxemburgo (Sentencia Melki y Abdeli, de 22 junio 2010, asuntos C-188/10 y C-189/10 -EDJ 2010/101644-).
No puede ser de otra forma si se tiene en cuenta que la "comunitariedad" de la norma nacional, de cuya constitucionalidad también se duda, requiere como presupuesto que se fije la exégesis del derecho de la Unión que ha de servir para realizar el contraste, tarea que sólo incumbe al Tribunal de Justicia.
6. En fin, en estos tiempos de mudanza y de futuro incierto, en los que la profunda crisis económica -y no sólo económica- en la que nos encontramos inmersos puede hacer vacilar algunas voluntades sobre la conveniencia de profundizar en el empeño europeo, no está de más echar la mirada hacia atrás, ver dónde nos encontrábamos hace un par de décadas, contemplar el camino recorrido y reflexionar.
Y, en mi opinión, la única conclusión es que no hay retroceso posible. Ya no se trata de una unión aduanera, ni siquiera de un mercado único cimentado en las clásicas libertades de circulación. Es el tiempo de la ciudadanía. Si hay que hablar de algún "mercado unitario", sería el de los derechos fundamentales (idea que le tomo en préstamo al inolvidable Dámaso Ruiz-Jarabo), barruntado al firmarse el Acta Única Europea en 1986, esbozado en el Tratado de Maastricht de 1992 -EDL 1992/17993- y perfilado en 1997 con el de Ámsterdam -EDL 1997/26609-, mediante la nueva redacción dada al art. 6 TUE, apdo. 2. "Mercado" que recibió un impulso renovado en Niza, con la proclamación de la Carta en el año 2000 -EDL 2000/94313- y que con el Tratado de Lisboa -EDL 2008/123453-, epígono del fracasado Tratado constitucional (que por ello no resultó un esfuerzo estéril), ha alcanzado carta de naturaleza normativa, al más alto nivel, el del derecho originario.
Y en este escenario el papel de los jueces nacionales queda reforzado. Les corresponde interpretar la Carta -EDL 2000/94313- y los derechos y libertades que proclama, según dice en el preámbulo, teniendo en cuenta su carácter de principios del sistema en cuanto emanación de las tradiciones constitucionales comunes a los Estado miembros, en los términos del art. 6 TUE, apdo. 3 -EDL 1992/17993-, sin olvidar que han de hacerlo a través de procedimientos en los que se garantice su efectiva tutela, según se desprende del art. 19 TUE, apdo. 1, párrafo segundo, y del 47 de la Carta.
Parece que nos dirigimos hacia la normalización de la tutela judicial en un sistema, el de la Unión Europea, en el que la cuestión prejudicial constituye una pieza clave cuando se trata de interpretar sus normas, si existen dudas al respecto en el seno de un proceso seguido ante un juez que resuelve en última instancia, o de controlar su validez, en cuyo caso no importa ante quién sea tramitado el procedimiento en el que surja el problema.
Este artículo ha sido publicado en la "Revista de Jurisprudencia", número 4, el 24 de noviembre de 2011.
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