¿Cómo opera, a efectos prácticos, la regla de la protección de la discrecionalidad empresarial del artículo 226 LSC?, ¿establece una presunción de legitimidad de la actuación de los administradores sociales?, ¿debe el actor probar la falta de concurrencia de sus requisitos?; ¿en qué circunstancias puede ser invocada por el administrador demandado en el ejercicio de la acción individual de responsabilidad del artículo 241 LSC?, ¿puede ser esgrimida en el ámbito de la responsabilidad de los administradores en la preinsolvencia?
La posición fiduciaria de los administradores sociales, que tiene como fuente el contrato de administración celebrado con la sociedad se define a partir de la imposición de dos deberes básicos: el deber de diligencia y el deber de lealtad. Su regulación se diseña con fórmulas deliberadamente genéricas, con invocación a parámetros generales de actuación del buen padre de familia, de un ordenado empresario, de un gestor diligente, o de un representante leal. Esta falta de concreción inicial del perímetro de los deberes contrasta en cierta medida con el establecimiento en la legislación de un completo sistema de acciones para hacerlos efectivos, que viene presidido por la idea de incrementar la exigencia de responsabilidad de los administradores en las sociedades de capital.
La acción social de responsabilidad es el instrumento procesal específico que permite la exigencia de responsabilidad a los administradores sociales, que si incumplen sus deberes deberán indemnizar el daño sufrido al patrimonio social. La ley establece un completo mecanismo de legitimaciones, que faculta primordialmente a los titulares del contrato, -a los socios-, pero que se completa con la necesaria garantía de tutela de los minoritarios, (a quienes se atribuye legitimación directa en ciertos casos, y respecto de los que se establece un mecanismo para dejar indemne su patrimonio por los gastos judiciales en que hubieren incurrido, art. 239.2 LSC), y con el reconocimiento de legitimación subsidiaria a los acreedores sociales y a los interesados legítimos.
La reforma operada en la LSC por la Ley 31/2014 supuso un hito innovador en la configuración de la responsabilidad de los administradores sociales. Desde estas mismas páginas de nuestro Foro hemos tenido ocasión de indagar en su significado, en diversos aspectos, (pueden consultarse los números 35, de enero de 2015, sobre infracciones del deber de lealtad; el nº 72, de marzo 2019, sobre legitimación activa para su exigencia; el nº 92, de enero de 2021, sobre responsabilidad de los administradores bajo la legislación de emergencia derivada de la pandemia; o el nº 103, de enero de 2022, sobre la acción individual por impago de deudas), en particular en la nueva configuración del deber de lealtad, desde el entendimiento de que las infracciones de este deber son las más graves y las más difíciles de detectar, por lo que se han establecido instrumentos específicos para agravar la sanción de los administradores desleales.
Paralelamente, el deber de diligencia ha discurrido por aguas más tranquilas, ahormado en sus moldes tradicionales, en general desde el consenso de que el estándar del ordenado empresario permitía reaccionar frente a las infracciones del administrador negligente con las herramientas comunes de otros sectores del ordenamiento, (en particular, los diseñados para el contrato de mandato, o para la gestión de negocios ajenos o, en general, desde el régimen jurídico del arrendamiento de servicios). Pero a poco que se repare en las circunstancias de hecho en las que se desenvuelve la actuación del administrador social, se advertirá que el parámetro del estándar de diligencia presenta peculiaridades, tributarias del entorno, necesariamente cambiante, en el que se opera. El administrador es titular de poderes discrecionales, tanto en el ámbito externo, (en el desempeño propio de sus funciones representativas y de gestión de la empresa social), como en el ámbito interno, (de la gestión de un contrato incompleto como es el contrato de sociedad, en sus relaciones con los socios), y si sobre algo existe consenso es sobre la inconveniencia de juzgar el resultado de sus decisiones con sesgo retrospectivo, y sobre la imposibilidad de sustituir el criterio de diligencia por el criterio de un tercero, por más que éste resulte adornado de las cualidades de independencia y de imparcialidad.
Por estas razones, la idea que preside en la actualidad la regulación de la responsabilidad de los administradores sociales es la de incrementar el estándar de cumplimiento del deber de lealtad y de relajar, en cierto modo, la exigencia del deber de diligencia. Pero las cosas, en la práctica, no son tan sencillas, entre otras razones porque la diferencia teórica o dogmática de los dos deberes no siempre se plantea en la realidad fáctica con nitidez, de manera que existen situaciones que, al tiempo de constituir infracciones del deber de diligencia, suponen al mismo tiempo infracciones del deber de lealtad. Un ejemplo de esta afirmación lo constituye la realización por los administradores de conductas altruistas, de donaciones a cargo del patrimonio social, incentivadas por las modernas teorías que incorporan a la causa del contrato social finalidades filantrópicas, (sostenibilidad, cambio climático, derechos humanos, etc.), que pueden plasmarse en conductas de los administradores sociales susceptibles de ser enjuiciadas desde la doble perspectiva de incumplimientos de la diligencia debida, o de la anteposición de intereses propios o de terceros a los de la sociedad. Las demandas, por lo demás, no suelen identificar con claridad ambos deberes, con los consiguientes problemas procesales derivados de la exigencia de sistemas de legitimación diferentes. Los socios, individualmente y al margen de su participación en la sociedad, están legitimados para accionar en exigencia del deber de lealtad, pero si exigen el cumplimiento del deber de diligencia deberán superar el requisito de capital mínimo establecido en la ley, (art. 239.1 LSC).
La convicción de que la pauta del administrador diligente no puede ser la exigencia del éxito empresarial, y de que resulta exigible mantener un alto grado de discrecionalidad, unido a la inconveniencia del sesgo retrospectivo, -como incentivo contrario a conductas aversivas al riesgo-, ha dado lugar a la teoría de la necesidad de dotar a los administradores de un puerto seguro que les ponga a salvo de las acciones de responsabilidad y del enjuiciamiento ex post de su conducta por los tribunales. Este es el origen, al otro lado del Atlántico, de la teoría de la business judgment rule, (BJR, en adelante), que, aunque ya era tenida en cuenta en algunas resoluciones de nuestros tribunales, obtuvo consagración legislativa en España con la reforma de 2014. Desde entonces, el artículo 226 ha sido objeto de múltiples comentarios doctrinales, que vienen desentrañando todos y cada uno de los elementos de la hipótesis normativa: el ámbito de las decisiones estratégicas y de negocio, la exclusión de las decisiones que afecten al administrador y a otros administradores, los conceptos de buena fe y las exigencias de información suficiente y del procedimiento de decisión adecuado. Al tiempo de operar como una causa de exclusión de la antijuricidad de la conducta del administrador, la regla sirve para integrar el enjuiciamiento del parámetro de la diligencia, pues al administrador diligente hay que exigirle la adopción de decisiones informadas, por procedimientos adaptados a las pautas empresariales y a los usos del sector económico en el que se opera. Lógicamente estas exigencias no pueden ser las mismas en la gran empresa que en las pymes, que conforman la mayoría de nuestro tejido empresarial, en las que administración y propiedad aparecen ordinariamente confundidas, (¿acaso puede hablarse en las pymes de toma de decisiones sin interés personal?). Quizás por esta razón las ocasiones para aplicar la regla en nuestros tribunales no son tan frecuentes. Pero, con las adaptaciones que fueren del caso, al administrador diligente hay que exigirle el establecimiento de mecanismos de monitorización del riesgo empresarial, que garanticen el flujo de información suficiente desde los aspectos puramente técnicos del negocio hasta el órgano llamado a la adopción de las decisiones operativas. La estrategia autocomplaciente de oponer a la imputación de falta de diligencia el desconocimiento del funcionamiento de la empresa, debería producir el efecto contrario al pretendido.
Una de las cuestiones que más ha ocupado a la doctrina que ha estudiado la formulación española de la regla de la BJR, es la de determinar si ésta opera con el valor de una presunción de legitimidad de la conducta del administrador, -de manera que el actor debe acreditar su incumplimiento-, o si más bien es el administrador el que, para exonerarse de responsabilidad, debe acreditar el cumplimiento de todos y cada uno de sus requisitos, de forma que opera como una excepción que enerva la acción de responsabilidad. La presunción del artículo 236.1 LSC, (la responsabilidad se presume, salvo prueba en contrario, cuando el acto sea contrario a la ley o a los estatutos), parece apuntar hacia la primera dirección. No faltan opiniones que ven en los requisitos del artículo 226 una suerte de enunciación legal de los parámetros normativos que deben fundamentar el juicio de diligencia. En los comentarios de nuestros expertos tendrá ocasión el lector interesado de profundizar en este espinoso embrollo, que afecta al entendimiento de las normas de distribución de la carga de la prueba, y que puede condicionar el éxito de la acción de responsabilidad.
En los últimos tiempos ha cobrado un inusitado interés la cuestión de cómo deben modularse los deberes fiduciarios de diligencia y lealtad en situaciones de crisis empresarial, en particular en relación con la proximidad de la insolvencia. La situación generada tras la pandemia, -con una profusa legislación de emergencia que ha incidido directamente en las normas de responsabilidad, como sucede con la suspensión de la obligación de disolver temporáneamente, o con la suspensión del deber de solicitar el concurso-, y sobre todo, la exigencia de transposición de la Directiva (UE) 2019/1023, de 20 de junio de 2019, sobre marcos de reestructuración preventiva, ha avivado en nuestro país el debate sobre si, en estas situaciones de dificultades financieras, el administrador debe tomar en cuenta intereses ajenos, -singularmente, el interés de los acreedores-, cuya consideración puede transformar la exigencia de los deberes fiduciarios frente a la sociedad. En este contexto, suele entenderse, -así lo sugería el artículo 18 de la propuesta de Directiva y, de forma más matizada, el artículo 19 de su versión final-, que en las proximidades de la insolvencia opera un cambio de deberes, en la misma medida que puede afirmarse que, en tales situaciones, la sociedad ya no pertenece a los socios, que han perdido todo incentivo en las estrategias de conservación a medio o largo plazo. Al problema de la necesaria limitación temporal de este escenario de la preinsolvencia, -que el proyecto de reforma del TRLC parece clarificar-, se superpone la cuestión de qué tipo de conductas son exigibles a los administradores en situaciones de preconcursalidad, y si la propuesta de un plan de reestructuración preventiva puede suponer en todos los casos una conducta exigible. El considerando 71 de la Directiva, en línea con lo que antes habían pautado otros textos internacionales, ofrece criterios de enjuiciamiento del estándar de diligencia, pero no contiene referencia alguna a si, en estas situaciones, el administrador sigue contando con el salvavidas de la BJR. ¿Existe margen en la preinsolvencia para la adopción discrecional de decisiones estratégicas o de negocio?, ¿o más bien se está ante un escenario en el que se intensifican los deberes legales, que se solapan con los deberes propios exigibles en el concurso de acreedores?, sobre estas cuestiones consultamos la opinión de los expertos.
En este contexto de la preinsolvencia, quizás sea la obligación de seguimiento o monitorización del riesgo empresarial la pauta más segura para establecer el estándar de la conducta exigible. El administrador diligente debe acudir a los mecanismos de alerta temprana, que le faculten para la adopción de decisiones informadas sobre el advenimiento de la situación de crisis empresarial, de manera que debería orientar su actividad a la minimización de las pérdidas. Sin embargo, nos planteamos si resulta realista, -y todavía antes, si resulta conveniente-, exigir a los administradores sociales que se comporten con imparcialidad, a modo de árbitros en el conflicto de intereses entre los socios y los acreedores, por ejemplo, asignándoles un estatus similar al de los administradores concursales. Creemos que esta tesis supondría excluir la aplicación de la regla de la discrecionalidad empresarial, y dificultaría incluso la exigencia de responsabilidad, con el riesgo de difuminar el estándar de cumplimiento de los deberes legales. También resulta de interés comprobar el posible funcionamiento de la regla en sede de calificación concursal, cuando se trate de actuaciones del administrador diferentes al mero cumplimiento de obligaciones legales. Llamativamente, la invocación de la BJR en calificación no resulta insólita en la práctica de los tribunales, como demostrarán los comentarios que siguen. Sobre ello, los expertos disertarán respecto de la vigencia de la regla en otros espacios de litigiosidad societaria, como el de la impugnación de los acuerdos sociales. Acaso la discrecionalidad empresarial podría concebirse como un principio estructural del Derecho societario.
Finalmente, en este repaso de situaciones controvertidas para la aplicación de la teoría de la discrecionalidad empresarial, planteamos a nuestros expertos el problema de si la BJR debe jugar también en el ámbito de las acciones de responsabilidad individual del administrador societario, contempladas con carácter general a través de la regla del artículo 241 LSC, que también ha sido objeto de análisis desde estas mismas páginas. La acción de responsabilidad presenta perfiles propios, y aunque los criterios de diligencia con que se juzga la actuación del administrador en el cumplimiento de sus deberes fiduciarios pueden servir como pauta de enjuiciamiento, no deben hacer olvidar que en la acción individual la conducta del administrador debe causar un daño directo al patrimonio del acreedor o del tercero. Por ello, la aplicación de la BJR no resulta incuestionable. Comprobará el lector que no todos los expertos compartirán esta visión de las cosas.
Creemos que, con el Proyecto de reforma del Texto Refundido de la Ley Concursal agotando su trayectoria legislativa, nos encontramos en un momento propicio para reflexionar sobre unas cuestiones en las que no existe unanimidad ni en la doctrina, (como siempre, nuestros expertos se afanan en recoger referencias doctrinales completas y actualizadas), ni en la práctica de los tribunales, y en las que el Derecho español no debería desentonar con las legislaciones del entorno.
Este foro ha sido publicado en el "Boletín Mercantil", en mayo de 2022.