Han transcurrido siete años desde el comienzo de la crisis financiera mundial, que comúnmente se sitúa en el hundimiento del banco estadounidense Lehman Brothers en septiembre de 2008.
Durante estos años hemos podido observar como los Estados han respondido de manera dispar a las crisis sufridas por sus bancos nacionales. Mientras en Estados Unidos o Islandia optaron por no intervenir en estas entidades permitiendo que las reglas de libre mercado castigasen los errores cometidos por sus gestores, en otros países como Holanda, Reino Unido o Alemania se acordaron importantes medidas de rescate que sirvieron para evitar el colapso de estas entidades, y se supone que también que el de sus mercados internos. Recordemos que mientras Reino Unido inyectaba 48.000 millones de euros en Royal Bank of Scotland, Lloyd's y HSBC, Holanda nacionalizaba en parte el ABN Amro y concedía a ING 10.000 millones de ayuda. En Alemania, Angela Merkel desoyó el criterio del Banco Central Europeo y aprobó un rescate bancario de 480.000 millones de euros.
Como todos sabemos, el Gobierno español aprobó el rescate de varias cajas de ahorro, comenzando por Caja Castilla La Mancha en el año 2009, al que siguieron las millonarias ayudas efectuadas a Caixa Galicia, Caixa Catalunya o la nueva Caja Madrid-Bancaja. Precisamente estas mismas entidades fueron las que desde 2007 habían venido aprobando la emisión de productos híbridos como deuda subordinada y participaciones preferentes. Estas misiones millonarias ahora sabemos que representaban una medida desesperada de sanear sus maltrechas cuentas, ya que conseguían convertir el dinero de miles de pequeños ahorradores en recursos propios de unas entidades que, sólo un lustro después, demostraron ser absolutamente insolventes.
Pues bien, esta misma situación tiene su paralelismo en nuestro país vecino Portugal. Tras la nacionalización en el año 2008 del Banco Portugués de Negocios (BPN), que acabó ocasionando pérdidas para las arcas públicas de casi 6.000 millones de euros, en 2014 el Gobierno portugués se negó a seguir el mismo camino con el Banco Espirito Santo. En lugar de su rescate, el ejecutivo acordó un novedoso mecanismo de "resolución" a través del cual el banco fue escindido en una parte quebrada y otra saludable -llamada Novo Banco- y capitalizada con un mixto de capitales públicos (3.900 millones) y del resto de bancos lusos (1.000 millones).
Como en el caso de las cajas de ahorro españolas, el Banco Espirito Santo también había emitido deuda subordinada como único remedio para conseguir el saneamiento de sus cuentas. Remedio que sólo unos años después no sólo se reveló ineficaz, sino que dejó atrapados los ahorros de cientos de miles de clientes.
Debemos recordar que las obligaciones subordinadas son un producto híbrido entre la deuda y las acciones. La deuda subordinada es pasivo para el banco y su denominación apela a su carácter subordinado en el orden de cobro en caso de una hipotética quiebra y, aunque tiene un vencimiento determinado si se desean amortizar antes de vencimiento deberá enajenarse como si de una acción se tratara, en este caso en un mercado secundario, con la posibilidad de perder parte o la totalidad del capital. No obstante, el principal problema radica en que, a diferencia de otros productos bancarios, existe un riesgo vinculado directamente a la solvencia de la entidad emisora, pudiendo perder no solo los intereses pactados sino también el capital invertido. Riesgo que desgraciadamente han comprobado miles de afectados, tanto en Portugal como en nuestro país.
Llegados a este punto, y dada la enorme similitud de presenta el caso del Banco Espirito Santo con, por ejemplo, el de Caja Madrid con sus participaciones preferentes, o de Bankia con su salida a Bolsa, la mejor vía que se les presenta a estos afectados para recuperar su dinero es el inicio de acciones judiciales instando la nulidad de la orden de compra de los títulos. Nulidad que, en todos los casos, deberá venir determinada por el error padecido por el inversor sobre un elemento esencial del negocio jurídico como es la solvencia de la emisora.
En palabras de la Sección 19ª de la Audiencia Provincial de Madrid (entre otras, sentencia de 20 de diciembre de 2013), sólo puede concluirse que existió dolo en la actuación llevada a cabo por la entidad de crédito en la medida que no se comunicó a los clientes la real situación financiera de la emisora al tiempo de suscripción de los productos, situación que poco después quedó públicamente evidenciada, cercana a la quiebra técnica por una sustancial falta de liquidez que precisamente se trataba de salvar captando fondos de los clientes minoristas.
Esta jurisprudencia, cada vez más mayoritaria, sostiene que la situación real de la entidad conllevaba la más que posible frustración de la finalidad para la que se adquirieron los títulos, lo que debe conllevar la declaración de nulidad de la inversión.
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