URBANISMO

El autismo urbano como síntoma de la degradación del espacio público democrático

Tribuna
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Not In My Back Yard (NIMBY o nymbización) [no en mi patio trasero]: reacción que se genera entre determinados estratos sociales que se organizan para enfrentarse a los inconvenientes que supone la instalación en su entorno inmediato de ciertas actividades, instalaciones o desarrollos urbanísticos sociales que son percibidos como peligrosos, molestos o degradadores, pero sin oponerse a las actividades o a esas políticas de vivienda social en sí mismas consideradas.

El Becerro Galicano del Monasterio de San Millán de la Cogolla, uno de los cartularios medievales más historiográficamente fecundos, nos informa que el 15 de septiembre del año 800, al abad Vítulo y su hermano Ervigio fundaron en la localidad de Taranco de Mena (Burgos), el cenobio de San Emeterio. Y la tradición sostiene que en aquel lugar de culto, al dictado del abad, el notario Lope escribió por vez primera el nombre de «Castilla»[1]. De todos es sabido que el nombre de Castilla, desde un punto de vista etimológico, se refiere a la «tierra de castillos». Los glosadores árabes la denominaban Qashtāla, término derivado de al qaçr, que a su vez es una deformación del latín castrum (castillo o guarnición militar) y de su plural castra (campamento o cuartel).

Este exordio léxico-historicista no tiene otro objeto que enfatizar la fundacional imbricación que en la antigüedad tenía la presencia de las murallas en el origen de las ciudades, no en vano, el término tradicional chino para expresar «ciudad» y «muralla» es común: Ch’eng. Consustantividad predicable además desde muy diferentes puntos de vista: la seguridad, el trabajo, la vivienda o la libertad de los individuos. En efecto, los lienzos que rodeaban las poblaciones constituían, en primer lugar, una garantía de que la seguridad de la población era efectiva, protegiendo a sus habitantes de las agresiones externas. Pero además de esa función meramente protectora, las murallas significaban esencialmente libertad: libertad porque permitía al campesino que cruzaba sus puertas eludir las onerosísimas servidumbres feudales; libertad que facilitaban unas relaciones basadas en el derecho y no en la inequidad; libertad al sentirse amparado por la fuerza, el dinamismo y el poder de la ciudad frente al dominio arbitrario del Estado feudal;  libertad para, en su interior,  ejercer un trabajo autónomo y no ancilar; libertad, en fin,  para un desarrollo moral, gremial y familiar al refugio de unos muros no alienantes, sino integradores y que configuraron el embrión de lo que ahora pugna por aflorar como novedoso derecho humano emergente: el derecho a la ciudad. El burgo ofrecía seguridad, trabajo y, lo realmente novedoso: dignidad. Y lo hacía, además, abandonando las sinapsis mágicas o supersticiosas, para sustituirlas por vínculos racionales, libres, civiles e individuales, a menudo de naturaleza sinalagmática, desarrollando la dimensión política de la persona y, por ende,  fraguando el concepto de ciudadano (GIGOSOS PEREZ y SARAVIA MADRIGAL, Tres técnicas para situar los derechos humanos como horizonte del urbanismo, Historia Contemporánea 39, 2010). La ciudad no era únicamente urbs, sino que se convertía en civitas o polis, espacio colectivo en el que desarrollarse política, social, económica y culturalmente. Como decían aquellos primeros burgueses medievales, «el aire de la ciudad nos hace libres».

A finales del siglo XIX, la urbanística moderna prescindió de estos talabartes amurallados, optando por dedicarlos a bulevares o a la edificación, como nuevas áreas de expansión urbana, al resultar ya inoperantes ante la evolución de las técnicas bélicas. Esta modificación del paradigma de ciudad estaba también umbilicalmente unida al advenimiento de una modernidad impulsada desde la democratización y la generalización de los derechos. Verbigracia, Barcelona tuvo murallas durante dieciocho siglos y desde finales del siglo XVIII, era un clamor entre la población las demandas para su derribo. Casi 150.000 personas vivían apiñadas dentro de sus muros medievales con serios problemas de higiene y salubridad derivados de un hacinamiento insoportable: 859 habitantes por hectárea en 1859 mientras que Madrid tenía 384; París, 356, y Londres, 86. Mientras la ciudad se asfixiaba dentro de sus murallas, extramuros había un inmenso terreno de huertos y campos de tiro. Demolidas las murallas en 1854, Barcelona despegó y se pudo construir el inmenso Eixample, casi veinte veces mayor que la vieja ciudad, lo que supuso un crecimiento demográfico de más de 350.000 habitantes entre 1854 y 1900. Desde Jericó, hasta la caída del Muro de Berlín, pasando por las de Constantinopla o, las referidas de la Ciudad Condal, la demolición de las murallas ha supuesto siempre un avance en la lucha contra los dogmatismos, la intolerancia y la endogamia social.

Por todo ello, es singularmente desmoralizador advertir como en los últimos tiempos las ciudades, en un delirante derrotero involutivo, han vuelto a amurallarse implacablemente, pero no en aras de protegerse de un enemigo exterior; más al contrario, levantando tabiques interiores con el único propósito de eludir el contacto con la propia ciudad, compartimentándose en una suerte de topografía urbana insular y convirtiendo a sus habitantes en prisioneros de su propio autismo social. Aquella seguridad, aquella libertad que dispensaban las barbacanas, las almenas, los adarves o las atalayas, y que se suponía igual para todos los ciudadanos, hoy se reinventa en beneficio exclusivo de determinados colectivos y, por tanto, de manera incompatible con la más elemental definición de ciudadanía.

Tendencia por cierto que, a pesar de históricos pronunciamientos jurisdiccionales, lejos de corregirse, se ha incrementado exponencialmente. La primera y más notable reacción del poder judicial frente a la vulneración de los derechos civiles a través de mecanismos de planeamiento urbanístico se produjo en la década de los setenta en los Estados Unidos, cuando un grupo de ciudadanos afroamericanos con bajo nivel de renta y ante la incapacidad para acceder a una promoción de viviendas de precios exorbitantes que se construían en Mount Laurel (Nueva Jersey), presentaron a las autoridades municipales un proyecto inmobiliario alternativo de viviendas asequibles. Ante la negativa del Ayuntamiento a concederles las licencias y autorizaciones precisas, los interesados pidieron amparo al Tribunal Supremo de Nueva Jersey el cual, en su resolución de 24 de marzo de 1975 (Southern Burlington County N.A.A.C.P. v. Mount Laurel Township, 67 N.J. 151, 336 A.2d 713 [1975]), no sólo prohibió a los municipios excluir de sus términos la promoción de vivienda asequible, sino que les impuso la obligación de proporcionar zonificación urbanística para viviendas protegidas: «Si la buena planificación de un área permite que la clase alta y la clase media vivan allí, también debe permitir que los menos favorecidos puedan residir de manera realista y práctica», dijo el tribunal. 

La «Mount Laurel Doctrine» influyó extraordinariamente en la política de equidad en la promoción inmobiliaria en todo el país, limitando el uso de la zonificación excluyente como medio para impedir la construcción de viviendas asequibles en comunidades de alto nivel adquisitivo, de forma que familias menesterosas pudieran también disfrutar de vecindarios sin crimen, buenas escuelas y trabajos estables.  

Pues bien, a pesar de la acreditada eficacia social de la referida doctrina, en 1985, Leonard B. Sand, juez del Distrito Federal del Sur de Nueva York, consideró que las autoridades de Yonkers, un municipio colindante con la ciudad de Nueva York, habían segregado deliberadamente a sus ciudadanos al aprobar una planificación urbanística que concentraba toda la vivienda pública en una milla cuadrada, la cual además adoptaba la estructura arquitectónica de grandes bloques (Public Housing Complex, PHC) que antes habían fracasado en otras promociones protegidas de la ciudad de Nueva York. Por ello, ordenó que la ciudad se integrara construyendo nuevas viviendas –con el mismo diseño que las que se hacían para los «blancos»- para los residentes de minorías raciales y económicamente más débiles, en zonas residenciales de perfil «wasp». La batalla legal entre el ayuntamiento de Yonkers y el Tribunal Federal se extendió durante años y atrajo la atención de toda la nación, generando cambios en los equipos de gobierno municipal, dimisiones, tensión vecinal, la bancarrota de la ciudad habida cuenta de las cuantiosísimas multas coercitivas que día tras día le imponía el Juez Federal,  el suicidio del alcalde Wasiscko y hasta una extraordinaria seria de HBO creada por el gran David Simon.

Desde una perspectiva continental, los efectos del planeamiento urbanístico en los derechos humanos de los ciudadanos se han contemplado también por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en sentencia de 5 de julio de 2005 (Moldovan y otros v. Rumanía) -EDJ 2005/119033-, en la que consideró que las condiciones habitacionales y la  discriminación racial a las que las autoridades sometieron a los demandantes lesionaron su dignidad humana y su derecho a no recibir tratos inhumanos o degradantes. Asimismo, y siendo parta demandada el reino de España, en  STEDH de 9 de diciembre de 1994 (López Ostra v. España) -EDJ 1994/13609-, se estimó amparable el derecho a la vivienda a través de la protección de la vida privada y familiar frente a la contaminación, humo y malos olores  producidos por una planta de tratamiento de residuos, no prevenida ni eliminada por las autoridades públicas; o finalmente, la STEDH Connors v. Reino Unido, de 27 de mayo de 2004-EDJ 2004/25735-, en la que se sostuvo que el desalojo  del demandante de su vivienda no había respetado las garantías del proceso debido, al no aportar una justificación adecuada de tal injerencia en el hogar y la vida familiar.

¿Qué es lo que ha ocurrido entonces para que ese útero urbano, durante siglos ente vivificador, que ofrecía protección, garantizaba derechos y promovía el desarrollo económico, cultural y social de sus vecinos, se haya convertido en un lugar hostil en el que la desconfianza diseña los desarrollos urbanísticos, la insolidaridad desactiva las iniciativas comunes y el miedo discrimina a las personas?

La respuesta a esos interrogantes debe buscarse en la crisis del espacio público democrático. El referido entorno responde a un paradigma accesible y evolutivo, que permite la interacción entre personas y que regula y racionaliza la convivencia social. Un espacio cuya decadencia pone en riesgo el normal ejercicio del derecho a la ciudad del que hablábamos al principio. Las dinámicas dominantes en materia urbanística en la mayoría de las ciudades del mundo desarrollado tienden a debilitar y privatizar los espacios públicos merced a una pautas urbanizadoras depredadoras, excluyentes y privatizadoras que generan fragmentación, marginación y exclusión social, favoreciendo y estimulando la distinción de las clases altas y medias que buscan enfatizar su imagen diferenciada y privilegiada, en la banal creencia de que los muros, las barreras y los sistemas de vigilancia de los complejos residenciales do moran, son garantía de que el lumpen no les alcanzará.

El desarrollo urbano así concebido, ha incrementado la segregación social y la distancia o separación física; nunca como ahora las regiones urbanas han evidenciado de manera tan descarnada la desigualdad y la exclusión de los estratos de población de menos recursos. Se principia con la estigmatización de capas urbanas de población a los que conviene separar por su diferencia o por su potencial peligrosidad, criminalizándolos; a continuación se les reprime, especialmente si se hacen presentes en el espacio público y, por último, se identifica el espacio público abierto como intrínsecamente peligroso, favoreciéndose así un escenario dominado por el miedo y la desconfianza (ALVARADO-ALEGRIA, El derecho a la ciudad como derecho humano emergente, Digital Ciencia Universidad de Querétaro, 2014).

De esta forma, estos espacios pierden sus cualidades ciudadanas, para convertirse en entornos de tránsito, centros de negocios cosificadores de la persona o calles despojadas de toda singularidad, mera estandarización urbana, donde se repiten las franquicias de restauración (sic), las cadenas hoteleras anodinas y el ocio embalsamado y con derecho de admisión. Ejemplos paradigmáticos de esta homogeneización urbana los encontramos en la otrora fascinante calle 42, en la infantilizada Times Square de Nueva York o, sin ir más lejos, en nuestra Plaza del Callao,   muestras de urbanismo aséptico, higienizado, turístico –en su peor acepción-, desparasitado, superficial, insípido y desprovisto de cualquier arraigo con la historia de la ciudad; los «no-lugares», según definición del pensador francés Augé, a los se abocan nuestras ciudades: intercambiadores de transporte en pugna por ser el más aborrecible estéticamente hablando; reiteración de formas arquitectónicas monumentales en ciudades pretendidamente globales; sustitución de cafés centenarios por Starbucks y puerilización urbanística.

Pero aun quedaba un paso más en esta mutación del paradigma ciudadano. A la mitosis urbana interna se le ha unido en los últimos años, su desubicación a nivel nacional. Si la crisis del espacio público democrático ha derivado en la compartimentación de la ciudad, su degeneración a nivel estatal ha supuesto una apreciable brecha entre las grandes ciudades y el resto del Estado, donde un redivivo panpopulismo ha encontrado un fértil caldo de cultivo para sus bálsamos de Fierabrás, sus panaceas omnipotentes y simples que resuelven por ensalmo problemas complejos. La constante apelación del oclócrata al discurso epidérmico, irracional, sentimental, en un degradante ejercicio de la política, es acogido con entusiasmo por una parte de la población empíricamente identificable y extraordinariamente vulnerable a causa de la crisis económica, a la que se estimula para que voten «contra alguien» y no «para algo» merced a la manipulación de hechos y de la información, del empleo de un maniqueo neolenguaje fundamentalmente basado ora en espantajos vinculados con la situación económica,  ora en la inminente invasión del bárbaro desde el Mar de las Sirtes o desde el desierto tártaro y, últimamente, con la instalación de la aberrante «posverdad» como artificio comunicativo de referencia.

Esta combinación de factores ha acarreado, indefectiblemente, un profundo y ambivalente sentimiento tanto de pertenencia como de alienación en la ciudadanía de estas grandes urbes, pero vinculada no tanto por rancios factores identitarios o étnicos, como por la sensación de pertenecer a redes transnacionales de orden cultural, económico y social, cristalizando en una suerte de diplomacia urbana con un creciente poder en el desarrollo global. Influencia intensa que, sin embargo, no ha sido capaz de contrarrestar fenómenos electorales como el Brexit británico, la frustrada reforma constitucional italiana, el auge de populismos excluyentes en Alemania o Francia o la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, a pesar de que la mayoría de los votantes de ciudades como Londres, Milán, París, Berlín o Nueva York sufragaron  netamente en contra del sentir electoral del resto de sus respectivos compatriotas. Fenómeno electoral que, precisamente, no ha hecho sino amplificar la sensación de diferenciación y de desubicación de estas colectividades frente al resto del Estado-nación.  

Ur, Babilonia, Esparta, Atenas, las Repúblicas Marítimas renacentistas, las Stadtstaaten alemanas… A lo largo de la historia, las ciudades han sido protagonistas de las más importantes transformaciones sociales: inicio de revoluciones, cuna de tendencias, origen de descubrimientos y avances técnicos, modelos de organización laboral, política y económica y sedes del control político, del poder económico, del conocimiento y de la información (preparémonos para las smartcities, Masdar City (Abu Dabi) o Songdo (Corea del Sur), son ya realidades en las que todos los sistemas de información, mediante redes inalámbricas e identificación por radiofrecuencia, interactúan gestionando en términos de la máxima eficiencia la información proveniente de las viviendas, los comercios, los centros de trabajo, la vía pública…). 

Son muchos los interrogantes que nos sugiere la actual coyuntura socioeconómica ¿las megas urbes acabarán por sustituir a los Estados nacionales? ¿Nos dirigimos hacia una «coruscanización» del planeta? ¿Son más eficientes las respuestas a nivel municipal o local que las estatales para la resolución de los desafíos globales? ¿Qué implica en el gobierno de una comunidad la cercanía con el administrado? Y al hilo de esta última ¿Puede hablarse seriamente de proximidad local en poblaciones de más de veinte millones de habitantes? ¿Son viables estas concentraciones inaprehensibles de seres humanos, máquinas y edificaciones con formas de convivencia sostenibles? ¿Es capaz la limitada normativa local de dar respuesta a las demandas de unas comunidades jurídicas de mayores dimensiones que decenas de países? 

En conclusión, la insostenibilidad del desarrollo urbano como consecuencia de la quiebra del espacio público democrático, ya se verifique a nivel local o nacional, supone un vaciamiento del derecho a la ciudad, tanto en su manifestación ad intra como ad extra, convirtiéndola en un lugar inhóspito para sus habitantes y ajeno para su entorno estatal.

La recuperación de ese entorno público, restaurando su vocación de foro para el desarrollo y fortalecimiento de las relaciones sociopolíticas entres seres humanos adultos, largamente debilitadas cuando grupos de población se arrogan un mejor derecho que otro, es una exigencia insoslayable para el fortalecimiento de un derecho a la ciudad que facilite la reducción de la estratificación económica, social y cultural y que atempere esa cándida sensación de seguridad que nos proporcionan nuestras burbujas vitales, a cuyo interior únicamente permitimos que acceda aquella información que mejor se adapte a nuestro sentir, en lugar de basar nuestras opiniones sobre la realidad que asoma con s

Nota a pié de página:

1) «Ego Vitulus abba, et frater meus Erbigius, in loco qui dicitur Taranco, in territorio Mene, et Sancti Martini, quem sub dicionem manibus nostris fundavimus ipsam baselicam in civitate de Area Patriniani, in territorio Castelle».

Este artículo ha sido publicado en la "Revista de Urbanismo", el 1 de febrero de 2017.

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