1. La figura del consejero de sociedades mercantiles
Las sociedades mercantiles son instituciones complejas que encierran multitud de relaciones jurídico-económicas entre personas, físicas y/o jurídicas; en particular, de poder y control entre los distintos órganos sociales y sus miembros; y, cuando conciernen a terceros, las de representación.
En su seno coexisten una asamblea soberana (la propiedad), configurada como órgano deliberante y formador de la voluntad societaria: la junta general; la administración societaria, como órgano de representación, control y gobierno: los administradores individuales o el consejo de administración; y unas normas que regulan su funcionamiento: los estatutos y las leyes.
Estas entidades han ido evolucionando en consonancia con una realidad socio-económica dinámica y cambiante. De un lado, su estructura orgánica, formada por una asamblea soberana y una administración societaria, es determinada por el legislador en cada momento. Concretamente, regula el reparto de poderes, establece las competencias de sus órganos y fija las relaciones entre ellos. De otro, han abandonado la concepción de ser un mero vehículo legal a través del cual se realizan simples transacciones comerciales, para permitir la acumulación de capital, convirtiéndose en medios de organización de la vida económica.
La historia nos muestra su capacidad de adaptación. La sociedad mercantil típica del siglo XIX era propiedad de grandes o pequeños grupos de accionistas, administrada por ellos mismos o por quienes designaban, y limitada al tamaño de su riqueza personal.
Este tipo de entidad da paso a la sociedad de capital moderna, a una organización cuasi o jurídico pública. En la misma, la riqueza de innumerables accionistas se concentra bajo el control de una administración unificada. Además, su naturaleza exige que esta última sea especializada, profesional, con plena dedicación a dicha labor, y sin que sea necesario que sus miembros ostenten la condición de socios.
Para ello a. El primero les exige que actúen como “un ordenado empresario”. Este deber se configura como pauta de conducta o estándar ético, así como fuente de obligaciones. De la redacción literal del art. 225.1 del Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital (TR-LSC), se observa su vinculación a la naturaleza del cargo y de las funciones atribuidas, la obligación de cumplir lo dispuesto en las leyes y los estatutos, y, por último, de nuevo, el estándar ético general de diligencia de “un ordenado empresario”.
Este último paradigma surge, en nuestro Derecho, como estándar ético general de diligencia y pese a que los administradores no tienen la condición legal de empresarios. Actúan por nombre y cuenta de su organización, verdadero y único empresario. No obstante y desde un punto de vista económico, llevan a cabo su labor como tal, ya que coordinan factores de producción y adoptan decisiones, creando valor para los accionistas y perpetuándola en el largo plazo.
Todo ello hace que se les exijan pautas de conducta propias del empresario. Efectivamente, se adopta, en nuestro ordenamiento jurídico, el citado paradigma como estándar general del deber de diligencia asumiendo que, aún sin alcanzar la condición legal de aquel, actúan en el arte de los negocios como si lo fueran.
El legislador configura, de un lado, el tipo de conducta y, de otro, su grado. El primero es el correspondiente al empresario, es decir, un tipo de diligencia profesional que requiere un conjunto de conocimientos específicos. El segundo es el del ordenado empresario. Esto es, la prudencia con que actuaría uno de estos últimos cuando asume el riesgo y ventura de su actividad de negocio.
El deber de lealtad implica el desempeño del cargo y el desarrollo de las funciones de los administradores en interés de la organización. Deben desempeñar su cargo con la lealtad de un fiel representante, obrando de buena fe y en el mejor interés para la misma (art. 227.1 del TR-LSC).
Con el objetivo de elevar el estándar de buen gobierno de las organizaciones, se ha desarrollado un catálogo de los concretos deberes de lealtad. El mismo ha supuesto una continuación de la tendencia de concreción de los genéricos deberes de los administradores. En este sentido, se concreta en las siguientes obligaciones (art. 228):
a) No ejercitar sus facultades con fines distintos de aquellos para los que le han sido concedidas.
b) Guardar secreto sobre las informaciones a que haya tenido acceso en el desempeño de su cargo.
c) Abstenerse de participar en la deliberación y votación de acuerdos o decisiones en que ellos o una persona vinculada tenga un conflicto de intereses, directo o indirecto.
d) Desempeñar sus funciones bajo el principio de responsabilidad personal con libertad de criterio o juicio e independencia.
e) No ponerse en una situación en que sus intereses puedan entrar en conflicto con el interés social y con sus deberes para con la entidad.
Las obligaciones básicas derivadas del deber de lealtad suponen un conjunto tipificado de deberes concretos derivados del mismo, que sistematiza y clarifica la regulación consagrada anteriormente.
2. La certificación como consejero de sociedades mercantiles
Todo lo anterior ha hecho que la figura del consejero de sociedades mercantiles haya pasado a convertirse en una profesión. Esta figura no requiere contar para su ejercicio con una titulación determinada, por lo que tampoco precisa ningún tipo de colegiación obligatoria. Sin embargo, el mercado y las organizaciones demandan formación para dicha figura.
En este sentido Compliance Certifica ha elaborado un esquema para la certificación de personas para la categoría de consejeros de sociedades mercantiles de conformidad con la norma UNE-EN ISO/IEC 17024. Evaluación de Conformidad. Requisitos generales para los organismos que realizan certificación de personas, y que ha sido consensuado por un comité de expertos de primer nivel. Dicha certificación, que tiene validez en los 164 países miembros de la International Standard Organization (ISO), es una herramienta válida para la evaluación, objetiva e imparcial, de la capacidad de un individuo para realizar su actividad. La ulterior declaración pública, llevada a cabo por la certificadora, proporciona al mercado una información, útil y contrastada, sobre los criterios aplicados.
De conformidad con dicho esquema, el consejero de sociedades mercantiles es un profesional que participa, como mínimo, en las tareas que se detallan a continuación para la sociedad en la que presta sus servicios:
a) Gobernarla con los deberes de diligencia y lealtad.
b) Aprobar sus políticas y estrategias generales.
c) Velar por su control de riesgos.
d) Seguir su buena marcha y supervisar los resultados.
e) Formular las cuentas anuales, el informe de gestión y la propuesta de aplicación del resultado, así como las cuentas y el informe de gestión consolidados.
f) Analizar y aprobar las inversiones u operaciones de todo tipo que, por su elevada cuantía o especiales características, tengan carácter estratégico o especial riesgo fiscal, salvo que su aprobación corresponda a la junta general de accionistas.
Para todo ello el esquema les exige reunir conocimientos especializados en Derecho de Sociedades, así como en determinadas cuestiones contables, laborales, penales y tributarias. Por tanto, la certificación, una vez superado el examen correspondiente, es una herramienta eficaz para valorar sus competencias, por encima de la formación previa de que disponga cada profesional.
Sin duda sirve para validar la que se haya podido obtener de master y cursos organizados por las prestigiosas escuelas de negocios con que cuenta nuestro país o Universidades, así como es una garantía para las empresas de búsqueda de ejecutivos.
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