Introducción
El escenario global en el que se van a insertar las líneas que siguen es problemático. Lo era antes y sigue siéndolo tras la publicación del Texto Refundido de la Ley Concursal (TRLC). Las acometidas que sucesivamente van recibiendo todos los profesionales que se dedican, por encargo judicial, a la tarea de administrar/salvar/liquidar empresas concursadas y procurar soluciones a los deudores no empresarios en estado de insolvencia, absolutamente crucial para la conservación (o el rescate) de nuestro tejido productivo, han endurecido sobremanera las condiciones para el desempeño de esta función, adentrándola en terrenos de lo que, en algunos puntos, pudiéramos calificar de abierta hostilidad. Mucho cabría decir de las razones que han llevado a esta situación global, sin parangón en los países del entorno y nuestro nivel económico, y sin duda habría que buscarlas en todos los operarios del sistema concursal, sin excepción. Son razones, de mayor o menor entidad, derivadas de la experiencia de estos últimos 16 años, que, en un debate sosegado y constructivo, orientado a reparar las grietas del sistema más allá de simplemente señalarlas y lamentarse por ellas, deberían servir de apoyo para encontrar un punto de equilibrio que permitiera mantener viva y estimular una actividad profesional ineludible, necesitada de un nivel mínimo de calidad y sofisticación técnica y, a la par, de una retribución mínima asegurada y acorde al trabajo efectivamente desarrollado en interés del concurso.
El fenómeno de huida del concurso por parte del deudor se ha trasladado, lamentablemente, a los profesionales concursales. Conocida la cultura concursal del empresario nacional, tradicionalmente reacio al concurso, se ha generado una nueva cultura concursal, propia ahora de los profesionales expertos en insolvencia, que los aleja y les hace igualmente reacios a la administración concursal, con el consiguiente peligro de centrifugar la excelencia.
Sirva este excurso previo para adelantar la idea de que tratar el tema retributivo suponer aludir a una cuestión candente y aún en evolución, y enfatizar que, por supuesto, su origen es estrictamente legal. Hablamos de la ley, de las decisiones adoptadas en el pasado, de su contenido y de su forma, caótica y desordenada. No hablamos de su interpretación judicial. La doctrina jurisprudencial proveniente de la llamada Justicia mercantil ha sido, desde septiembre de 2004, un factor de modernización imprescindible de nuestro Derecho Concursal, y aunque por supuesto cabe discutir su argumentario cada vez que se ha asomado a nuevos problemas técnicos y a la ponderación de los muy diversos intereses que convergen en un concurso de acreedores - entre ellos cómo solucionar el problema de la remuneración de los profesionales designados, sin dejar exhausta la masa activa pero sin imponerles el trabajo pro bono -, el problema de la retribución de la administración concursal deriva directamente de los instrumentos normativos promulgados por el legislador, sustentados como principio básico en la desconfianza.
Anticipo así que, aunque evidentemente se mencionará, las líneas que siguen no versan sobre la reciente Sentencia del Tribunal Supremo (STS Sala 1ª núm. 349/2020, de 23 de junio), que interpretando la Disposición Transitoria 3ª de la Ley 25/2015 (en adelante DT3ª), ha confirmado que la misma, y tal y como se había resuelto tanto en el Juzgado de lo Mercantil de Pamplona como en la Audiencia Provincial de Navarra, tuvo retroactividad impropia y, por ello, fue de aplicación a las liquidaciones concursales abiertas antes del 30 de julio de 2015 (fecha de entrada en vigor de aquella DT3ª), afectando así a la retribución de la administración concursal en fase de liquidación (más concretamente, al límite anual para su devengo). Qué efectos habrá de producir esta sentencia - única por ahora, técnicamente brillante, como era de esperar, y por supuesto discutible, abierta al debate académico y del foro[1] - en la retribución devengada, en muchas ocasiones cobrada, de los administradores concursales, es algo de la que ya nos ocupamos en los Juzgados. Lo relevante aquí es destacar que nuestro Alto Tribunal se limita a interpretar la ley aplicable al caso concreto y al momento en que tal caso se suscitó.
La cuestión que se va a tratar no versa sobre esa retroactividad de la disposición transitoria mencionada, por entender que ésta ha quedado sobrepasada por la entrada en vigor del nuevo TRLC. La conclusión que se alcanza tras el estudio del nuevo material normativo con el que nos ha dotado el Ejecutivo con su Real Decreto Legislativo 1/2020 de 5 de mayo, que ha entrado en vigor como sabemos este 1 de septiembre, es que la norma transitoria de 2015 ha quedado derogada y que, por mor de esta derogación, la limitación retributiva que, para la liquidación concursal, estableció transitoriamente la Ley 25/2015 no es de aplicación desde el 1 de septiembre de 2020, no ya a las liquidaciones abiertas a partir de esa fecha, sino tampoco a las liquidaciones abiertas con anterioridad al 1 de septiembre de este año. La STS núm. 349/2020 ha acabado por pronunciarse sobre un problema en estos momentos superado.
Para abordar estas cuestiones, se hará referencia primeramente al escenario general de lo que se ha dado en llamar el Derecho transitorio y, más concretamente, a la eficacia concreta de una disposición transitoria y la derogación propia de los textos legales refundidos, para seguidamente contemplar el panorama existente a 1 de septiembre de 2020 en la anterior Ley Concursal de 2003 en materia de retribución de la administración concursal. Tras ello, se tratará la Disposición Transitoria única y la Disposición Derogatoria única del TRLC y el efecto que han producido ambas en la norma transitoria que antes regía en ese ámbito.
1. La naturaleza intrínseca de la disposición transitoria como norma temporalmente limitada, destinada por concepto a su pérdida de vigencia.
1.1. Derecho transitorio y disposiciones transitorias.
El debate que sigue sobre la eficacia temporal del nuevo TRLC se asienta, por supuesto, en materia de Derecho transitorio, aunque como veremos este término sólo puede ser entendido de forma general y amplia, no técnica: más que el Derecho transitorio, lo relevante será comprender que las limitaciones retributivas impuestas con ocasión de la Ley 25/2015 sólo llegaron a establecerse y han sobrevivido cinco años en una norma transitoria, lo que marcó decididamente su eficacia ad futurum.
Siendo el Derecho una realidad dinámica y sujeta a una evolución constante, por efecto de la propia dinámica social que regula, la transición entre las normas que se dejan atrás y las nuevas no es sencilla: todas aquellas relaciones jurídicas y situaciones que se crean y consuman de acuerdo con una ley no causan ningún tipo de dudas, desde el punto de vista de la eficacia temporal de la norma que las regulaba, pero no ocurre lo mismo con todas aquéllas que se encuentran en fase de ejecución o todavía no consumadas o liquidadas cuando acontece la transición normativa. En una definición clásica en esta materia, De Castro señaló que el Derecho transitorio se integra por el conjunto de “normas determinadoras de las disposiciones que han de regir las relaciones jurídicas existentes al producirse un cambio legislativo”. El objetivo y razón de ser de las normas de Derecho transitorio, por tanto, es despejar la incertidumbre de cuál sea el derecho aplicable a la certeza de las situaciones, resolver el tránsito de una ley a la otra y con ello decidir qué situaciones o relaciones se conservan en la disciplina de la ley derogada y cuáles se someten a la nueva, de modo que, como concluía HERNÁNDEZ-GIL, “las normas transitorias tienen una vigencia limitada de duración finita y temporal que llegado el momento se agotan”[2].
Para abordar esta tarea global, el legislador acude a las Disposiciones transitorias específicas de cada ley, que pueden en ocasiones tener determinado alcance retroactivo. Esto es lo que el Tribunal Supremo, por ejemplo, ha venido estableciendo con ocasión de la promulgación de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC), la Ley de Propiedad Intelectual, la Ley de Sociedades de Capital o, en nuestro caso, la propia Ley Concursal de 2003 o la Ley de Segunda Oportunidad de 2015. Pero junto a las Disposiciones transitorias particulares se sitúa el Derecho Transitorio en cuanto tal, que recoge una serie de principios generales que impregnan todo el ordenamiento, configurándose como patrones generales a seguir, un Derecho transitorio común que, en nuestro ordenamiento, está configurado por los artículos 9.3 de la CE, 2.3 del Código Civil y las Disposiciones Transitorias del mismo Código Civil.
El primero de estos preceptos, de rango constitucional, establece que “la Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”. Como señaló el Tribunal Constitucional en su Sentencia 27/1981, de 20 de julio, los principios constitucionales recogidos en el artículo 9.3 de la Constitución no son compartimentos estancos sino que, por el contrario, cada uno de ellos cobra valor en función de los demás.
Destaquemos, de entre esos principios, a dos de ellos: el principio de seguridad jurídica, reiteradamente analizado por el Tribunal Constitucional, según el cual sin seguridad jurídica no hay Estado de Derecho digno de ese nombre, tiene dos vertientes, una objetiva, referida a la certeza sobre la norma; y otra subjetiva, referida a la previsibilidad de los efectos de su aplicación por los poderes públicos: debe entenderse pues como la certeza sobre el ordenamiento jurídico aplicable y los intereses jurídicamente tutelados (STC 15/1986, de 31 de enero, FJ 1), como la expectativa razonablemente fundada del ciudadano en cuál ha de ser la actuación en la aplicación del Derecho (STC 36/1991, de 14 de febrero, FJ 5), o como la claridad del legislador y no la confusión normativa (STC 46/1990, de 15 de marzo FJ 4).
El otro es el principio de irretroactividad, que la Constitución aplica a dos tipos de disposiciones: las disposiciones sancionadoras no favorables, lo que interpretado a sensu contrario supone que la Constitución ampara la retroactividad de las leyes más favorables, y las disposiciones restrictivas de derechos individuales, que han de entenderse referidas al ámbito de los derechos fundamentales y de las libertades públicas. Fuera de estos dos supuestos, nada impide que el legislador dote a la ley del ámbito de retroactividad que estime oportuno en los grados que la doctrina ha expuesto[3].
Tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Supremo admiten la aplicación retroactiva de las normas a hechos, actos o relaciones jurídicas nacidas al amparo de la legislación anterior, siempre que los efectos jurídicos de tales actos hayan superado ya el estadio de meras expectativas, es decir, que no se hayan consumado o agotado, que no se perjudiquen derechos consolidados o situaciones beneficiosas para los particulares[4].
El artículo 2.3 del Código Civil, por su parte, dispone que “las leyes no tendrán efecto retroactivo si no dispusieren lo contrario” y, como salvaguarda de la anterior excepción, el artículo 4.2 del Código prohíbe la aplicación analógica de lo que los clásicos llaman el “iuris singulare”, que integra no sólo las normas penales y las excepcionales (tan de actualidad este año), sino igualmente las normas de alcance únicamente temporal desde su origen, al establecer que “las leyes penales, las excepcionales y las de ámbito temporal no se aplicarán a supuestos ni en momentos distintos de los comprendidos expresamente en ellas”.
(Leer artículo completo sobre la retribución de la administración concursal)
[1] Creo que el criterio del Alto tribunal ya está claro, pero si se abre un debate técnico sobre la solución adoptada de entre todas las posibles - que desplaza la decisión final a la consideración individualizada de cada concurso por parte del juez encargado, como imponía esa norma transitoria -, la parte central del debate debe recaer en la clave de arco de la decisión, que es la consideración de que el administrador concursal afectado no es titular de ningún derecho consolidado, sino de una mera expectativa de cobro.
[2] Hernández Gil, A. “Disposiciones transitorias”, en “Comentarios al Código Civil, T II” Ministerio de Justicia, Madrid, 1993, p 2180 y ss.
[3] Retroactividad en grado máximo, cuando la norma afecta tanto a la relación jurídica básica como a los efectos jurídicos producidos y ejecutados con arreglo a la normativa anterior, retroactividad en grado medio, cuando la norma es aplicada a los efectos jurídicos dimanados de la relación jurídica básica que aunque habiéndose generado bajo la vigencia de la norma anterior, hayan de ejecutarse bajo la vigencia de la nueva, y retroactividad en grado mínimo, cuando la nueva norma se aplica a los efectos producidos bajo su vigencia aunque nacidos de una relación anterior.
[4] El Tribunal Constitucional, en sus Sentencias de 10 de abril de 1986 y 29 de noviembre de 1988, limitó el alcance del principio de irretroactividad señalando que “no hay retroactividad cuando una ley regula de manera diferente y pro futuro situaciones jurídicas creadas y cuyos efectos no se han consumado, pues una norma es retroactiva, a los efectos del art. 9.3 de la Constitución, cuando incide sobre relaciones consagradas y afecta a situaciones agotadas, ya que lo que prohíbe el artículo citado es la retroactividad, entendida como incidencia de la nueva Ley en los efectos jurídicos ya producidos de situaciones anteriores, de suerte que la incidencia en los derechos, en cuanto a su proyección hacia el futuro, no pertenece al campo estricto de la irretroactividad”, añadiendo en STC de 16 de julio de 1987 que “la prohibición de la retroactividad sólo es aplicable a los derechos consolidados, asumidos e integrados en el patrimonio del sujeto, y no a los pendientes, futuros y condicionados o a las expectativas”.
Las SSTS Sala 1ª núm. 349/2020 de 23 de junio, referida a la administración concursal y la DT3ª de la Ley 25/2015, y la núm. 992/2011, de 16 de enero de 2012, se hacen eco de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que recoge lo anterior y lo subsume en otro tipo de distinción, entre retroactividad propia o auténtica y retroactividad impropia. Según la primera de esas sentencias, "(e)n materia de retroactividad, el Tribunal Constitucional ha distinguido entre aquellas disposiciones legales que con posterioridad pretenden anudar efectos a situaciones de hecho producidas o desarrolladas con anterioridad a la propia ley, y ya consumadas, que ha denominado de retroactividad auténtica, y las que pretenden incidir sobre situaciones o relaciones jurídicas actuales aún no concluidas, que ha denominado de retroactividad impropia. En el primer supuesto -retroactividad auténtica- la prohibición de retroactividad operaría plenamente y solo exigencias cualificadas del bien común podrían imponerse excepcionalmente a tal principio. En el segundo -retroactividad impropia- la licitud o ilicitud de la disposición resultaría de una ponderación de bienes llevada a cabo caso por caso teniendo en cuenta, de una parte, la seguridad jurídica y, de otra, los diversos imperativos que pueden conducir a una modificación del ordenamiento jurídico, así como las circunstancias concretas que concurren en el caso ( SSTC 126/1987, de 16 de julio, 182/1997, de 28 de octubre, 112/2006, del Pleno, de 5 de abril de 2006 ), distinción a la que se refirió esta Sala en la STS, del Pleno, de 3 de abril de 2008, RC n.º 4913/2000".
Esta doctrina ha sido reiterada por el Tribunal Constitucional en sentencias más recientes, que igualmente recoge el Tribunal Supremo, como la STC 51/2018, de 10 de mayo.
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