La sentencia del Tribunal Supremo de 15 de septiembre de 2011 (recurso de casación nº 1258/2009) estima el recurso de la Administración contra la sentencia de la Audiencia Nacional que anuló una sanción tributaria, por considerar de preferente aplicación el régimen de los recargos (art. 61.3 LGT de 1963).
Los hechos son conocidos y han dado lugar a numerosos procesos. En realidad, son una aguda expresión de ese fenómeno castizamente español de la picaresca, que tan gloriosas páginas ha dado a nuestra literatura, pero tan indeseables efectos provoca en las relaciones sociales.
Como no vamos a hablar de Rinconete y Cortadillo o de Guzmán de Alfarache, sino de Derecho Tributario, diremos que la conducta examinada consistía en efectuar un ingreso espontáneo, fuera de plazo, sin requerimiento previo, de retenciones a terceros del IRPF. Tales ingresos se incluían en las siguientes declaraciones periódicas, sin especificar a qué periodo correspondían, ni siquiera la mención de que se trataba de un ingreso tardío de deudas que debieron declararse y abonarse en periodos -mensuales o trimestrales- anteriores.
El debate se centra en determinar si con esa conducta, un tanto solapada, pues se cumplía en apariencia el deber de pago, aun extemporáneo, pero sin la información de datos esenciales para identificar la obligación, el concepto y el periodo, el retenedor -igual sucede con el IVA, del que había sentencias precedentes cuyo criterio la sentencia recurrida hizo suyo- podía beneficiarse del régimen de recargo del art. 61.3 LGT de 1963, cuando él mismo había huido de su aplicación, pues el ingreso extemporáneo hecho de esa manera pretendía zafarse precisamente del recargo, que no era fácil liquidar sin verificar los ingresos e imputarlos a su periodo. Además, había que decidir si era procedente, de no serlo el recargo, la sanción por omisión de ingreso de la totalidad o parte de la deuda tributaria (art. 79.a) LGT 1963).
El Tribunal Supremo niega validez a esa denominada regularización tácita, por no contener los datos necesarios para facilitar la comprobación de la situación tributaria afectada por el ingreso. La tesis me parece discutible pero, como quiera que en la cúspide de la pirámide jurisdiccional se encuentra el Tribunal Supremo -al menos mientras le sigan llegando asuntos- y los Tribunales inferiores, como nuestro propio nombre indica, estamos por debajo, pues se acepta.
Pese a ello, admite la sentencia de casación que el art. 61.3 de la vieja LGT no exigía de manera explícita que en el ingreso espontáneo y tardío fuera necesario consignar los datos precisos para que pudiera hablarse de regularización, como el concepto y periodo, esto es, la declaración, expresada formalmente, de que el pago correspondía al ingreso fuera de plazo de una obligación que debía quedar perfectamente identificada.
El Tribunal Supremo viene a declarar que el artículo 27.4 de la vigente LGT, que sí exige tales requisitos, puesto que prescribe que “para que pueda ser aplicable lo dispuesto… (sobre los recargos por declaración extemporánea sin requerimiento previo), las autoliquidaciones extemporáneas deberán identificar expresamente el período impositivo de liquidación al que se refieren y deberán contener únicamente los datos relativos a dicho período”, no es aplicable ratione temporis al caso.
Obviamente, se trata de una exigencia legal que no podía extenderse retroactivamente a las situaciones regidas por la ley anterior, pero lo que señala la sentencia es que tales requisitos de concreción de la deuda -incluso de exclusividad, pues se exige que los datos declarados se refieran sólo a esa deuda, sin mezclarla con otras- ya estaban virtualmente incluidos en el texto anterior, por considerarlos constitutivos de la idea misma de regularización, señalando como una contradicción conceptual la pretendida “regularización voluntaria tácita”, que no es tal si se efectúa de ese modo subrepticio.
Hasta aquí puede compartirse la sentencia del Tribunal Supremo, aun cuando la tesis principal de que la regularización -determinante del recargo- estaba sujeta a la observancia de exigencias que se reconocen como implícitas en la norma que las regulaba (el repetido art. 61.3 LGT anterior), no parece expuesta con el adecuado desarrollo argumental exigible al Alto Tribunal, máxime cuando termina desembocando en una consecuencia sancionadora.
Aquí es donde creo que se debilita argumentalmente la sentencia, en la identificación casi automática entre la ausencia de regularización y la sanción impuesta, que es lo que la Audiencia Nacional había anulado. Debe recordarse que el recargo y la sanción son mutuamente excluyentes, no sólo por disponerlo el art. 61.3, cuyo tratamiento no excluye los intereses de demora, pero sí la sanción, sino porque el tipo sancionador aplicado por la Administración y resucitado por el Tribunal Supremo excluye de la tipicidad el caso del pago espontáneo, ya que el art. 79.a) castiga la conducta omisiva de “dejar de ingresar…la totalidad o parte de la deuda tributaria, salvo que se regularice con arreglo al art. 61 de esta ley…”.
Ahora bien, que no proceda el recargo, incluso que no se haya dado la regularización, no determina per se la pertinencia de la sanción. De entrada, porque resulta muy problemático que el dolo necesario abarque la conciencia de que la regularización -que forma parte del tipo, como elemento excluyente-, era incorrecta. De otra parte, porque aquí no ha habido, en rigor, una omisión de ingreso de la deuda tributaria, sino un abono tardío que no perjudica a la Administración, salvo en los intereses de demora, lo que debía valorarse a la hora de cuantificar la sanción (art. 80) pues, de lo contrario, se trata de igual manera al que paga mal o paga tarde que al que no paga, todo ello por no hablar del dudoso respeto de la sanción al principio nulla poena sine lege.
Además, no se efectúa un análisis de la culpabilidad. Llama la atención -casi hasta la paradoja- que el Tribunal Supremo se haya extendido, en los últimos tiempos, en solemnes y prolijas declaraciones dogmáticas sobre los principios rectores del Derecho sancionador, creando un importante cuerpo de doctrina que tiene su epicentro en el principio de culpabilidad y luego, cuando tiene una ocasión magnífica para inspirarse en esa encomiable doctrina, parece abdicar de ella, pues el regusto que deja esta sentencia es que, una vez estimada la casación y constituida la Sala en tribunal de instancia, el recurso contencioso-administrativo se desestima de una manera poco reflexiva, tal vez porque también lo era el propio recurso de casación.
La idea que pervive es que, como no procedía el recargo, por no haber una verdadera regularización, la conducta examinada era típica, lo que parece bastar para sustentar la procedencia de la sanción.
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