Apenas faltan menos de quince días para la entrada en vigor de una de las reformas más relevantes en lo que concierne a la regulación del ejercicio de la abogacía, hablamos en concreto de la Ley 34/2006 de 30 de octubre (que ha permanecido en vacatio legis nada menos que cinco años). Indudablemente, el cambio más significativo de esta novedad legislativa se corresponde con los nuevos requerimientos que, en adelante, se exigirán a los futuros licenciados en derecho para el legítimo ejercicio de la profesión. En concreto, la superación de: un curso de formación teórica, un curso de formación práctica y una prueba final de evaluación (presupuestos éstos que constan en el art. 1 de la mencionada Ley).
Es entendible este mayor grado de rigor y preparación que de ahora en adelante va a requerirse para el ejercicio de esta actividad profesional, habida cuenta de las elevadas cotas de responsabilidad (en algunos casos, sobre materias muy sensibles como puede ser la defensa de derechos fundamentales) que un abogado puede llegar a asumir. Parece evidente que, los meros conocimientos derivados de la carrera de derecho son del todo punto insuficientes para ejercer una dirección técnica eficaz, lo que a efectos prácticos, obliga a muchos licenciados a iniciar su ejercicio profesional por medio de periodos de prácticas, en no pocos casos, de poca o nula utilidad formativa.
Se entiende por tanto que, por medio de esta reforma, existe una pretensión por parte del legislador de que los licenciados de futuras generaciones estén en condiciones de asumir, (casi desde el primer momento en que finalizan con éxito los nuevos cursos formativos y pruebas de selección) unas mayores atribuciones en materia de asesoramiento y defensa legal, sin necesidad de empezar casi de cero, al afrontar su primer trabajo, como habitualmente ha venido sucediendo hasta ahora.
Y eso es así por el, a mi juicio, erróneo enfoque que del Derecho como disciplina se ha venido impartiendo. Una formación con reminiscencias decimonónicas, excesivamente centrada en el formato de clase magistral y en el conocimiento memorístico, en la que se ha relegado de manera sistemática la crucial importancia que tiene la aplicabilidad práctica de esta disciplina, en definitiva, la idea de que las Norma no es un ente en si mismo objeto de adoración, sino una herramienta al servicio de los ciudadanos encaminada a proporcionar una solución civilizada a los problemas derivados de la realidad de las cosas.
Cada curso de la carrera de Derecho parece un compartimento estanco; lo que un alumno aprende en un año de carrera, es olvidado, casi en su totalidad, al año siguiente, para dejar paso a los nuevos conocimientos a memorizar; el alumno, en no pocos casos, carece de un conocimiento mínimamente armónico de las materias que estudia, es decir, de una capacidad para interrelacionar esos conocimientos adquiridos de cara a plantear una solución jurídica a un problema práctico. Todo lo cual tiene sus repercusiones en la finalidad de los Masters y Postgrados, muchas veces forzosamente orientados a ejercer un rol de cursillo intensivo recordatorio de las principales materias de la carrera de Derecho que de una auténtica formación complementaria y enriquecedora del recién licenciado que desea ampliar sus conocimientos.
Pienso que esta reforma puede suponer una tabla de salvación para cambiar, de manera definitiva, esa deriva nefasta que durante tantos años se ha venido prolongando. De por sí resulta elogiable que, el Legislador, en los art. 3, 10 y 14 de la misma, se haya tomado la molestia de detallar el contenido que, desde una dimensión formativa, habrán de tener, respectivamente: la titulación universitaria, el curso de postgrado de formación teórica y las prácticas externas. Si bien la redacción de estos preceptos adolece de cierta vaguedad y oscurantismo en algunos de sus apartados, entiendo que puede ser un buen punto de partida, así como referencia, para redefinir cuáles deben de ser los nuevos criterios rectores en el proceso formativo de los futuros profesionales del Derecho; una formación que ponga un acento infinitamente mayor en la noción del abogado como auténtico solucionador de conflictos de orden práctico y no mero memorizador de normativas, una formación multidisciplinar que, más allá del contenido estrictamente jurídico, haga especial hincapié en disciplinas (a mi juicio) tan imprescindibles para un abogado como pueden ser la oratoria, las técnicas de negociación, o incluso la psicología.
Tal como se ha reseñado más arriba, la Ley ofrece unas primeras pautas en el buen sentido, el éxito o el fracaso quedarán al albor de que exista una verdadera voluntad de cambio en relación a una cultura formativa desfasada.
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