Con rigor persuasivo y una indisimulada fe en las virtudes de la Ley como instrumento de regulación de la convivencia, el pasado día 23 de este mes ha pronunciado su lección de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España Ignacio Astarloa Huarte-Mendicoa. Lo ha hecho lamentando el actual deterioro del valor y el prestigio de la Ley y proponiendo un ambicioso programa para la reconstrucción de su teoría en la democracia contemporánea, urgido por la nuclear idea de garantizar la libertad.
Este importante discurso contiene algo que lo hace distinto de los recurrentes análisis de la crisis del ordenamiento a los que estamos acostumbrados. La impresionante geografía vital de su autor (Letrado de las Cortes Generales, Letrado Mayor del Parlamento Vasco, Letrado Mayor de las Cortes Generales, Subsecretario del Ministerio de Justicia, Secretario de Estado, Diputado al Congreso, Presidente del Consejo Consultivo de la Comunidad de Madrid, Abogado, Profesor universitario, entre otras cosas) le ha permitido ser testigo directo -cuando no protagonista- de muchas de las decisiones que han conformado el actual marco legislativo. Y desde esa atalaya privilegiada ofrece un completo y complejo análisis de la manera de ejercer la función legislativa, con propuestas para la reconstrucción de los límites formales y materiales de la Ley parlamentaria. El nuevo académico examina con detalle los obstáculos a los que se enfrentan su carácter ordenador general y su vocación de permanencia. Entre ellos: las “iniciativas ómnibus”, la proliferación de los preceptos intrusos, el arrogante abuso del decreto ley, la naturaleza irremediablemente efímera de algunos productos parlamentarios, la obsolescencia programada de otros, el uso reactivo y coyuntural de la iniciativa legislativa, la banalización del procedimiento en sede parlamentaria, o el excesivo e innecesario recurso al trámite de urgencia y a la delegación legislativa en las comisiones.
Con todo, el discurso se torna apasionante cuando se atreve a poner nombre al gran desafío al que está expuesta la Ley. Si es comprensible que en este río revuelto intenten pescar un poder ejecutivo en indefinida expansión y unos tribunales con frecuencia tentados por el activismo, lo paradójico es que sea el propio poder legislativo quien aparente menor preocupación por la crisis de la Ley.
Sabido es que las constituciones modernas encomiendan a la autonomía parlamentaria la capacidad de regular el detalle de sus procedimientos y de su configuración institucional interna. Astarloa enumera pormenorizadamente las ideas fuerza que servirían para recuperar la centralidad de la ley parlamentaria: aumento de la transparencia, publicidad de la memoria legislativa, valoración del impacto de la innovación normativa, potenciación del auxilio técnico de las secretarías generales de la cámaras, reivindicación de las ponencias legislativas y de los ponentes de las leyes, seguimiento atento y aprovechado de sus efectos, prudencia en la regulación de las novedades tecnológicas y científicas, y, en general, aumento de la corrección de la composición de la norma, dando el espacio necesario a la pausa, la deliberación y el compromiso. La creación, en fin, de una “cultura de la Ley”, que ayude a asegurar una “configuración exigente de la Ley”. Pues bien, lo que sorprende es que prácticamente todo esto ya está en manos del parlamento en virtud de su potestad de auto organización.
Probablemente es aquí donde hay que encontrar las claves para la inteligencia de la crisis de la Ley. Las asambleas son hoy más que nunca la prolongación de la dinámica de los partidos políticos, y en la necesaria clasificación de las prioridades de la gobernación se ha impuesto la consecución de resultados en determinado sentido y plazo sobre la calidad de los mismos. La siempre reivindicada autonomía parlamentaria nunca ha sido más rituaria y formal. El fastidioso control de la calidad se remite a la intervención en el proceso de decisión política de la burocracia gubernamental, que se presenta bajo la apariencia de una mayor capacidad técnica y una más intensa empatía con las necesidades del poder.
Esta crisis de la Ley resulta parecerse demasiado, en fin, a la crisis del parlamento; o de la democracia liberal, si se prefiere. Una supuesta razón técnica se impone, y el procedimiento parlamentario se desdeña como un peaje enojoso, un estorbo inevitable pero molesto en el camino de la imparable voluntad de llevar los programas electorales y sus infinitos apéndices coyunturales al Boletín Oficial del Estado. Ya en el siglo XIX explicaba Bagehot que el parlamento británico no era en realidad una instancia de decisión sino, en esencia, el momento de la publicidad de la política. El problema del parlamento contemporáneo sería que a la hora de desempeñar este honroso papel le han salido demasiados competidores. A lo anterior debe añadirse que entre las misiones que se encomiendan a los miembros del parlamento la de legislar no se asocia en la opinión pública contemporánea con lo más ilustre ni provechoso que se espera de ellos. La comprensible preocupación de los juristas por la calidad de las leyes parece estar alejada de las prioridades de quienes votan en las elecciones.
¿Queda en este panorama esperanza para esa cultura de la Ley que reivindica el nuevo académico?
No le falta razón a Tomás-Ramón Fernández cuando al contestar al discurso de ingreso en nombre de la Academia desvela cierta fatiga de ánimo; pero le sobran razones a Astarloa para no cejar en el empeño.
Y es que, precisamente porque la crisis de la Ley es trasunto de la crisis de los parlamentos, la insistencia en una reconstrucción seria de su teoría y su función lleva inevitablemente anudada la redención de la democracia. Para eso es preciso detenerse y pensar; y volver a contemplar al poder legislativo no como un obstáculo para la eficiencia del sistema, sino como un aliado de la misma, superando la inmediatez de la mera razón práctica y reivindicando su misión de integración política y social en el medio y largo plazo.
El defecto de percepción puede estar en suponer que la acción del parlamento se reduce a una sola modalidad expresiva. Nada menos cierto; el parlamento tiene la compleja virtud de poder desempeñar varias funciones, y a través de formas diversas. Es verdad que con frecuencia se refleja en la opinión pública sólo la variedad más vistosa del control parlamentario. Probablemente los medios de comunicación contribuyen a esta irrazonable reducción, sacrificando lo importante ante lo urgente, sumisos a las cláusulas del pacto mefistofélico con el que esperan obtener la pervivencia de sus cabeceras; pero esta trampa no se tiende sólo para el parlamento. ¿Qué impide reivindicar la multifuncionalidad parlamentaria y explorar el polimorfismo de sus expresiones? No se trata de pretender que el debate sobre el impulso y el control políticos, o la discusión del presupuesto, sean de peor condición que la tarea de elaborar las leyes, sino de reivindicar lo que es específico de ésta. No se debe legislar como se presupuesta; ni se deben construir las leyes con las mismas herramientas con las que se discute con el gobierno sobre la actualidad de la semana.
No puede ser más certero el análisis del nuevo académico cuando razona que devolver a la Ley su papel rector de la convivencia es reivindicar para el parlamento el papel que le corresponde en un sistema verdaderamente democrático. Y para sus miembros, la honra de ser legisladores y legisladoras: es importante que no olviden que empeñarse en un trabajo legislativo meticuloso y prudente no es menos valioso que aparecer en los titulares que dan las sesiones de control al gobierno. La reivindicación del poder de hacer leyes verdaderamente parlamentarias nada resta al inmenso poder del ejecutivo y suma mucho a la coherencia del sistema democrático y a la adhesión de la sociedad. La tarea de legislar con serenidad, transparencia, amplio acuerdo y buena técnica es una inversión muy rentable para el futuro. Seguramente es mejor que las leyes dejen de ser usadas como armas arrojadizas con las que combatir, en esta regresión a la protohistoria de la política en la que algunos aparentemente quieren situarnos. Conviene recordar que fue el comercio (el intercambio de las ideas, la composición de los intereses) -y no la agresividad de los nómadas predadores- lo que trajo la ciudad, la cultura y la civilización.
Cuando ese momento de serenidad y reflexión llegue, la clase política no podrá decir que no sabe por dónde empezar. La Academia, en la voz de su ilustre nuevo miembro, le ha sometido unas orientaciones bien concretas, que sintetizan con autoridad e inteligencia lo mucho que la ciencia jurídica puede ofrecer. Entre otras cosas, para que la reflexión y la serenidad lleguen cuanto antes.
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