Un solo episodio de fraude, corrupción, delito medioambiental, fallo tecnológico o uso indebido de datos puede desencadenar multas millonarias, investigaciones mediáticas, pérdida de confianza e incluso la desaparición de la empresa. De ahí surge una pregunta crucial: ¿puede el compliance, cuando está bien diseñado y ejecutado, realmente salvar a una empresa?
Sujeto responsable
A partir de la reforma del Código Penal de 2010, España introdujo la posibilidad de exigir responsabilidad penal a las personas jurídicas por delitos cometidos en su beneficio o interés. Esta transformación supuso un giro radical en la concepción del Derecho Penal económico: la empresa dejó de ser un mero instrumento pasivo para convertirse en un sujeto responsable capaz de ser juzgado, sancionado y sometido a medidas tan graves como la suspensión de actividades, la clausura temporal, la intervención judicial o incluso la disolución. No se trata de una teoría abstracta, múltiples sentencias posteriores han confirmado que la empresa puede ser penalmente responsable incluso aunque no exista un beneficio económico directo, siempre que el delito se haya cometido en el marco de su actividad y haya sido facilitado por fallos sistémicos en el control interno.
La responsabilidad de la empresa descansa sobre tres elementos esenciales: la comisión de un delito por una persona vinculada a la organización; la existencia de una conexión funcional entre ese delito y los intereses empresariales; y la constatación de que la empresa carecía de mecanismos adecuados para prevenir, detectar o reaccionar. La ausencia de controles —o la existencia de controles meramente formales— se interpreta como una falta de cultura ética y de diligencia, lo cual puede agravar notablemente la posición de la empresa en un procedimiento penal.
Escudo jurídico y estratégico
En este contexto, el compliance deja de ser un mero protocolo interno para convertirse en un verdadero escudo jurídico y estratégico. La legislación permite que, si la empresa acredita la existencia de un modelo de organización y gestión eficaz para prevenir delitos —y no solo escrito, sino operativo, real y adaptado a su riesgo— pueda incluso quedar exenta de responsabilidad penal. Pero la eficacia no se presume: debe demostrarse con evidencias, recursos adecuados, supervisión constante, cultura ética y actuaciones diligentes. Además de su capacidad para evitar sanciones, un buen modelo de compliance profesionaliza procesos, refuerza la gobernanza, mejora la trazabilidad interna y envía una señal clara a clientes, inversores y autoridades: la empresa apuesta por la integridad.
La figura del Compliance Officer cobra entonces un protagonismo particular. Aunque no responde penalmente por el simple hecho de ocupar este cargo, sí puede serlo cuando participa en la comisión del delito o cuando incumple gravemente sus deberes de supervisión. Para que su trabajo sea creíble y efectivo, la organización debe proporcionarle independencia, recursos, formación, autoridad real y capacidad para emitir recomendaciones que no puedan ser ignoradas por la alta dirección. Un responsable de cumplimiento sin herramientas es, en realidad, un riesgo disfrazado de solución.
Más allá del marco jurídico ya conocido, existen tendencias emergentes que están transformando por completo la función del compliance. Una de ellas es la aparición del compliance algorítmico. Con la implementación creciente de la inteligencia artificial en procesos como contratación, scoring de clientes, toma automatizada de decisiones o vigilancia interna, surgen riesgos nuevos que hace una década eran impensables. Un algoritmo mal entrenado puede generar discriminación automática, sesgos, vulneración de derechos, fallos de seguridad o incluso facilitar delitos informáticos. Las nuevas normativas europeas, como el AI Act, obligarán a las empresas a integrar auditorías algorítmicas, trazabilidad de decisiones automáticas y controles específicos sobre el uso de datos y modelos de IA.
También están surgiendo delitos corporativos emergentes que van mucho más allá del fraude económico tradicional. Las empresas deben prevenir hoy cuestiones como el greenwashing punible —informes de sostenibilidad manipulados o métricas ambientales falsas—; delitos medioambientales derivados de infraestructuras digitales, como la contaminación tecnológica o el uso ilícito de energía; manipulación de datos masivos; creación de deepfakes que puedan causar perjuicio a terceros; o ciberdelitos cometidos desde servidores corporativos sin participación humana directa. Esto obliga a ampliar el enfoque hacia un compliance multidisciplinar que abarque aspectos ESG, tecnológicos, de privacidad y de ciberseguridad.
En paralelo, está surgiendo una tendencia decisiva denominada “prueba digital del compliance”. Hoy no basta con afirmar que se ha capacitado a los empleados o que se han implementado controles. Los jueces buscan evidencias trazables: logs automáticos, historiales de acceso, registros de auditoría, análisis forense, informes digitales, capturas de actividad, trazabilidad de decisiones internas y cualquier indicio objetivo de comportamiento ético. El compliance del futuro será, por necesidad, digitalizado, monitorizado y respaldado por datos.
Compliance conductual
Este enfoque se complementa con el auge del compliance conductual. Las empresas más avanzadas están incorporando conocimientos de psicología y ciencias del comportamiento para entender cómo se toman realmente las decisiones en la organización, dónde se producen los sesgos, por qué se incumplen los controles y qué incentivos pueden rediseñarse para minimizar errores. En lugar de confiar exclusivamente en protocolos, se analiza cómo las personas interactúan con ellos, convirtiendo el cumplimiento en una parte natural —y no forzada— de la cultura corporativa.
Para que todo esto funcione, no basta con un manual de cientos de páginas. El proceso debe comenzar con un análisis de riesgos específico y adaptado al sector; continuar con la implantación de controles reales y efectivos; reforzarse mediante formación constante, canales de denuncia confiables y una cultura ética auténtica; mantenerse vivo a través de auditorías, revisiones periódicas y actualizaciones normativas; y activarse con rapidez cuando surge un incidente, mediante protocolos de investigación interna y medidas correctivas proporcionales. Nada de esto funcionará si la alta dirección no demuestra un compromiso real, visible y coherente, porque la cultura se irradia desde arriba.
La conclusión es simple pero contundente: en un mundo donde los riesgos penales se expanden, donde la tecnología introduce nuevos peligros y donde las expectativas sociales demandan ética y transparencia, el compliance deja de ser un coste para convertirse en un activo estratégico. Las empresas que lo entiendan estarán en posición de evitar sanciones, atraer inversión, retener talento y fortalecer su reputación. Las que no, arriesgan a que cualquier incidente —por pequeño que parezca— se convierta en un punto de no retorno. En esta nueva era corporativa, no contar con un programa de compliance eficaz no es solo una imprudencia: es, probablemente, el mayor riesgo penal al que una organización puede enfrentarse.
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