Lejos quedan los tiempos en los que las noticias se recibían en el “parte” que oían nuestros abuelos en sus vetustos aparatos de radio y en la limitada prensa escrita de la época, que sufrían una férrea censura, hoy proscrita por el artículo 20-2 de nuestra Constitución de 1978. Desde entonces, han ido proliferando las cadenas de radio, la televisión pública y luego los canales privados, los diarios y revistas on line, las plataformas de pago, los blogs, foros, podcasts y las redes sociales, con el resultado de que en la actualidad tenemos un constante e intenso bombardeo de información.
El derecho a la Información es considerado como uno de los pilares del sistema democrático, como instrumento para la formación de una opinión pública libre, razón por la que es mencionado expresamente por el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de Naciones Unidas de 10 de diciembre de 1948, y está consagrado como derecho Fundamental en el apartado d) del artículo 20-1 de la Constitución, quedando configurado como el derecho (y obligación) de periodistas y Medios de Comunicación a comunicar información veraz, así como de los ciudadanos a recibirla. Es lo que conocemos como la Libertad de Prensa.
Conviene no confundir el derecho a la Información con el derecho a la Libertad de Expresión (recogida en otro apartado, el a), del citado artículo 20-1 de nuestra Constitución), en virtud de la cual pueden verterse libremente opiniones personales, siempre que no sean vejatorias o difamatorias, y sin hacerlas pasar como si se estuviera haciendo la crónica de un hecho. En consecuencia, toda persona es libre de manifestar su opinión sobre lo que crea oportuno, guste o no guste a los demás, siempre que no caiga en el insulto o la ofensa; pero lo que no cabe es disfrazar de supuesta opinión una afirmación como si de un hecho se tratara, en cuyo caso estaría sometida a los presupuestos exigidos para la información, esto es: veracidad, fin informativo e interés general.
Sentado lo anterior, es necesario distinguir entre la verdadera información y lo que ahora se llaman las “fake news”, que siempre existieron –aunque no se les diera este nombre–, ya que la tentación de publicar noticias sin contrastar o sobre la base de meros rumores, con la finalidad de manipular la opinión pública, o con la ambición de incrementar lectores y audiencia (o ahora “likes” y seguidores en las redes sociales), es algo que viene de antiguo. Y esto es lo que marca la línea del auténtico periodismo, que requiere una diligente actitud de comprobación e investigación periodística, como garantía de veracidad para los destinatarios de la información, así como escudo protector para los emisores de la información ante cualquier ataque, en virtud de la “Exceptio veritatis” amparada por la jurisprudencia del Tribunal Supremo (STS 5-5-1988, 28-4-1989, 1-6-1989 y 11-10-1989).
Y es que el tema no es trivial, ya que este tipo de noticias, que siempre han sido dañinas y han sido el origen de muchos conflictos estériles, hoy en día pueden tener un efecto aún más demoledor debido a la fulminante e inmediata viralidad con la que se transmiten por redes sociales (Facebook, Twitter, YouTube, etc.) y sistemas de mensajería instantáneo (WhatsApp, Line, etc.) y la extendida costumbre de los usuarios de no profundizar y quedarse con el titular o mensaje corto que reciben (a veces, incluso, un simple “meme”), con lo que no es difícil generar una creencia globalizada sobre la supuesta veracidad de una cuestión, aunque sea totalmente falsa.
Este fenómeno, conocido como desinformación, además de las connotaciones éticas que pueden reprocharse, tiene sus consecuencias legales, en particular, para los responsables del lanzamiento de esta información falsa, considerándose tal la que sea incierta, así como todas aquellas afirmaciones cuya veracidad no pueda acreditarse, pues ello vulneraría el derecho Fundamental al Honor de la persona afectada (extensible también a las personas jurídicas en virtud de la jurisprudencia del Tribunal Supremo, STS 20-3-1997, 21-5-1997, 9-10-1997, 15-2-2000, 5-72004), reconocido por el artículo 18-1 de la Constitución y por la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de Protección Civil del Derecho al Honor, a la Intimidad Personal y Familiar y a la Propia Imagen.
¿Y quiénes serían los responsables desde el punto de vista jurídico? La respuesta está en el artículo 65-2 de la Ley 14/1966, de Prensa e Imprenta, de 18 de marzo, que establece que son responsables solidarios la empresa Editora, el Director de la publicación y el periodista autor del artículo. Asimismo, los titulares de la página web donde se haya publicado la noticia, tienen la consideración de prestadores de servicios de la sociedad de la información y, por tanto, están sujetos a responsabilidad civil y penal, a tenor de lo dispuesto en el artículo 13 de la Ley 13/2002, de 11 de julio, de Servicios de la Sociedad de la Información y de Comercio Electrónico.
¿Y cuáles serían estas consecuencias legales? En caso de que la información incierta o inexacta suponga una vulneración del derecho Honor, no estaría respaldada por el derecho a la Información, en tanto que no sería veraz, provocando un daño reputacional y económico. De esta forma, la persona física o jurídica afectada podría reclamar ante los Tribunales civiles que se declare que se ha producido esta intromisión de su derecho al Honor, que se suprima la información falsa, que la sentencia condenatoria tenga una difusión pública adecuada a las circunstancias (en periódicos, webs, redes sociales, etc.), así como que se conceda una indemnización económica.
En los casos más extremos, podría considerarse que la información falsa lesiona la dignidad de la víctima de forma especialmente grave como para constituir un delito de injurias; o un delito de calumnias, por atribuirle la comisión de un delito a pesar de tener conocimiento de su falsedad. En estos supuestos podrían iniciarse acciones judiciales ante los Tribunales penales, en cuyo caso podrían imponerse penas de prisión de hasta dos años, en virtud de lo dispuesto en los artículos 208 y siguientes del código penal, sin perjuicio de la responsabilidad civil ex delicto que debería asumir el autor de los hechos.
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