Penal

El acoso escolar: aproximación criminológica, victimológica y jurídico penal

Tribuna
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Una reflexión sobre el acoso escolar exige deslindar de forma precisa sus elementos identificadores, evitando toda equiparación del acoso con la agresión, física o psíquica, que puntualmente un alumno puede sufrir o cometer, supuesto identificable como un acto de violencia escolar.

El acoso escolar es un comportamiento frecuente y persistente guiado por el ánimo deliberado de perjudicar, del cual es difícil defenderse al existir una asimetría de poder entre los agresores y las víctimas que posibilita la sustitución, como regla rectora de la interacción personal, del principio de igualdad por el principio de jerarquía fundado en el dominio y la sumisión. El acoso escolar supone, por lo tanto, una modalidad de violencia de subyugación. Tiene como notas específicas: la existencia de una conducta violenta, la construcción de un contexto de dominio y la presencia del espacio educativo.

La existencia de una conducta violenta integrada por un elenco de actos de diversa naturaleza (entre otros, burlas, amenazas, intimidaciones, agresiones, exclusiones, insultos, vejaciones, rumores infundados, difusión de imágenes comprometidas) que se prolongan en el tiempo es un elemento estructural del acoso. Lo determinante es, por lo tanto, el conjunto de actos que integran una conducta deletérea. En concreto, cada uno de los hechos examinado de forma individualizada no presenta gran relevancia y, sin embargo, puestos en común en una dinámica conjunta adquieren el carácter de grave vejación (en este sentido, TCo 81/2018, de 16 julio -EDJ 2018/531249-). De forma paulatina se extiende el protagonismo del uso de las tecnologías de la información y de la comunicación para la materialización del hostigamiento. El empleo de internet y de las redes sociales confiere especial lesividad al acoso por múltiples motivos. Así: i) permite la invasión de todos los entornos en los que se desenvuelven las víctimas, multiplicando la sensación de subyugación de las mismas, ii) posibilita la difusión de expresiones vejatorias, de imágenes íntimas o de propuestas de exclusión (o de todo ello de forma coetánea o sucesiva) a un entorno ilimitado de personas, lo que potencia exponencialmente la estigmatización de las víctimas dada la proyección de lo publicado a su entorno familiar, amical, social o educativo, iii) favorece que lo trasladado a la red permanezca en la misma por un período de tiempo indefinido, consolidando, de esta manera, el estado de sumisión creado, iv) imposibilita que, debido al carácter global de la red, las víctimas puedan controlar la información que sobre ellas circula por la misma, lo que incrementa su sensación de angustia y de temor así como la percepción de estar indefensas en manos de los autores, y, finalmente, v) dificulta, en un número no despreciable de casos, la obtención de fuentes de prueba sobre los autores del acecho sistemático mediante el uso de técnicas específicas dirigidas a preservar el anonimato y/o el origen de la comunicación. Por ello, es especialmente importante que, tal y como disciplina el art.83 LO 3/2018, de 5 diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales (BOE de 6 de diciembre de 2018) -EDL 2018/128249-, se garantice el derecho a la educación digital encaminada, entre otros objetivos, a que el uso de los medios digitales sea respetuoso con la dignidad humana, atribuyendo, para ello, al sistema educativo, entre otras funciones, la de incluir en los programas formativos el análisis de los elementos relacionados con las situaciones de riesgo derivadas de la inadecuada utilización de las TIC, con especial mención a las situaciones de violencia en la red.

La construcción de un contexto de dominio que sustituye la igualdad en la relación por la sumisión en la interacción es inherente al acoso. Como ha quedado referido, la dinámica violenta busca sojuzgar a las víctimas, humillándolas y vejándolas. El dominio puede edificarse de diversas maneras, tales como la integración en un grupo desde el que se somete a las víctimas o a través del empleo de la red como un instrumento de injerencia permanente en el devenir vital de las mismas. Lo determinante es la existencia de un patrón de conducta de sometimiento violento del que cada uno de los actos constituye una ejecución fragmentaria. No es adecuado, por lo tanto, tomar la parte por el todo, valorando de forma autónoma cada uno de los actos violentos como si fuera autosuficiente y no un fragmento de una violencia sistémica. Cuestión distinta es que cada uno de los hechos que integran el comportamiento se ejecute de diversa manera o incida en esferas distintas de la indemnidad de las víctimas. Ello no excluye que sean parte de un contexto de dominación violento que busca sojuzgar a las víctimas.

La presencia del espacio educativo como vínculo o nexo entre los agresores y las víctimas permite la calificación del acoso como escolar. Se ha destacado que la mayor o menor presencia del acoso escolar se vincula a factores como: i) la justificación o permisividad de la violencia como forma de resolución de conflictos entre iguales, ii) el tratamiento habitual que se da a la diversidad actuando como si no existiera, iii) la falta de respuesta del profesorado ante la violencia entre los escolares y iv) la ausencia de una específica formación en los alumnos en el uso de las herramientas digitales. Que el acoso se produzca en el espacio educativo (cuando se trata de conductas que tienen lugar en el centro) o en relación con el espacio educativo (cuando se trata de comportamientos que tienen lugar fuera de él entre personas cuyo vínculo proviene de proceder del mismo centro educativo) hace especialmente dañino. Ello porque germina en un contexto diseñado para, de forma colaborativa con el sistema familiar y el conjunto social, educar en el respeto a los derechos humanos de todos.

II. Los integrantes del acoso escolar: los victimarios, las víctimas y los espectadores

El acoso escolar genera un espacio de poder que se construye en torno a tres figuras: los victimarios, que son los que ejercen el poder; las víctimas, que son las que padecen el poder y los espectadores, que son los que facilitan la consolidación del poder.

Los victimarios tienden a estructurar sus relaciones interpersonales conforme a pautas de poder y control al presentar, en la mayoría de las ocasiones, una personalidad agresiva, unos mecanismos inhibitorios débiles y una actitud favorable a desplegar estrategias violentas para afirmarse o reivindicarse. Al respecto, la escasa tolerancia a la frustración, la débil habilidad social, la impulsividad extrema, el rechazo al cumplimiento de las normas, la hostilidad hacia las figuras de autoridad, la mínima empatía hacia el sufrimiento ajeno y el rechazo a lo diverso son factores que explican su identificación con un modelo conductual estructurado en torno al dominio. La violencia, en sus diversas manifestaciones, constituye una estrategia de sumisión del «otro» por la vía de hecho que confiere sentido al propósito de negación de la subjetividad e individualidad de los domeñados por la conducta violenta. En un número muy frecuente de casos, los victimarios buscan aliados que refuercen su poder. Este apoyo puede provenir del grupo de los iguales –lo que confiere más rendimiento a su fuerza- o del uso de las tecnologías de la información y la comunicación- lo que atribuye especial intensidad y extensión al propósito de dañar-, o de la convergencia de ambos aliados, sinergia que maximiza la potencialidad destructiva del hostigamiento.

Las víctimas suelen ser elegidas y tal patógena selección puede obedecer a factores personales (inseguridad, baja autoestima, elevada formación), grupales (pertenencia a minorías étnicas o colectivos marginales), relacionales (dificultades de aprendizaje o de expresión) o vinculados a su identidad u orientación sexual (homosexualidad, lesbianismo, bisexualidad, transexualidad). Al respecto, ser percibido como diferente, débil, valioso o atractivo posibilita ser destinatario del acoso escolar, al alimentar dinámicas en las que la violencia trata de difuminar los elementos que individualizan y caracterizan a las víctimas. Con frecuencia los agresores justifican el acoso tildándolo como una estrategia reactiva ante las provocaciones de las víctimas, acentuando, de esta manera, el sentimiento de culpabilidad que, en muchas ocasiones, asola a las mismas. La huella destructiva del acoso es palpable: angustia, ansiedad, temor, absentismo, fracaso escolar y aparición, en los casos extremos, de procesos depresivos que pueden desembocar en ideas y prácticas autolíticas. Las víctimas del hostigamiento hacen una lectura del entorno vital en clave notoriamente pesimista, con una reducción del campo de las opciones de salida que cercena la posibilidad de percibir la realidad de otro modo. Ello alimenta una sensación subjetiva de pérdida de control de la propia trayectoria vital. Esta «visión en túnel» alcanza notable intensidad cuando las agresiones proceden de los integrantes del grupo del que se forma o se formó parte. No en vano, la confianza personal se nutre en gran medida de la interiorización de la imagen positiva que otros tienen de uno. Por ello, la ridiculización y la vejación por el grupo del que se forma parte es un mensaje de indiferencia y exclusión que ubica a los afectados en una especie de nada subjetiva. Cualquier persona, máxime si es menor de edad, puede sufrir un daño significativo si el grupo que le rodea muestra un cuadro limitado, degradante o despreciable de él, máxima expresión del rechazo y consiguiente exclusión. El desmoronamiento de los cimientos de la propia identidad produce un efecto especialmente dañino en las personas que, por su edad, se encuentran incursas en un proceso de construcción de la propia personalidad. Por esa razón la quiebra del sentimiento de seguridad en uno mismo y de confianza en los demás presenta especial magnitud cuando se trata de víctimas adolescentes que viven un proceso de maduración gradual. En esta fase vital se intensifica la percepción personal de fragilidad y, correlativamente, se incrementa la búsqueda del ropaje emocional en el entorno de los iguales, que en la adolescencia trata de alcanzarse desde el sentimiento de pertenencia a un grupo.

Los espectadores son personas que no se involucran en una situación en la que otras personas necesitan ayuda. Presentan un territorio común con el agresor: la negación. No sabía o no podía son las justificaciones frecuentes de los silentes. Los factores explicativos de su omisión consciente son plurales: la indiferencia, la falta de confianza en la autoridad y el temor a sufrir represalias o ser considerado como «chivato» son los más frecuentes. Su silencio no es neutro: abstenerse de actuar confiere a los victimarios la seguridad de que no habrá resistencia de los observadores, lo que refuerza su actuar e incrementa la debilidad de las víctimas. La estrategia del silencio ante la violencia genera más violencia dado que los agresores y las víctimas les confieren un significado antitético. Los victimarios estiman que se trata de un apoyo implícito a su conducta, lo que confiere fuerza a la sensación de impunidad por lo que hacen. Las víctimas perciben que están solas e indefensas dada la falta de reacción del entorno de iguales y la nula de respuesta del colectivo de los docentes. La patología que supone la «conspiración del silencio» tiene especial relevancia cuando la falta de ayuda y de protección a quienes sufren el acoso tiene lugar en el sistema educativo, dado que la educación tiene que estar encaminada, entre otros objetivos, al respeto de los derechos humanos de todos y al asentamiento, como estatuto cívico, de la convivencia inclusiva de los distintos. Al respecto, la LO 1/1996, de 15 enero, de Protección Jurídica del Menor -EDL 1996/13744- (en redacción conferida por la LO 8/2015, de 22 julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia -EDL 2015/125943-): i) exige al sistema educativo que traslade el conocimiento que los menores deben tener de sus derechos y deberes como ciudadanos, incluyendo aquellos que se generen como consecuencia de la utilización en el entorno docente de las tecnologías de la información y comunicación (art.9 quáter 3 -EDL 1996/13744-), ii) estipula como principio rector de la actuación de los poderes públicos la protección contra toda forma de violencia, incluida la realizada a través de las nuevas tecnologías, la violencia de género o la violencia en el ámbito educativo, incluyendo el acoso escolar (art.11.2 i) y iii) obliga a toda persona o autoridad, y especialmente a aquellas que por su profesión o función detecten una situación de maltrato, de riesgo o de posible desamparo de un menor, que lo comuniquen a la autoridad, sin perjuicio de prestarle el auxilio inmediato que precise (art.13.1 -EDL 1996/13744-). Esta última mención normativa construye una posición de garante de los educadores que les obliga a desplegar una actividad para evitar el acoso escolar o poner fin al mismo, de forma que la inactividad o la actividad aparente claramente inidónea para proteger a las víctimas puede generar una responsabilidad por comisión por omisión siempre que, en términos axiológicos, la no evitación del resultado equivalga a su causación activa (art.11 CP -EDL 1995/16398-).

En definitiva: la erradicación del acoso escolar precisa garantizar el derecho de los menores a estar libre de cualquier trato vejatorio u humillante en el espacio docente, lo que exige una involucración activa de toda la comunidad educativa en el diseño de un entorno de convivencia que haga difícil que se produzca el hostigamiento.

III. El acoso escolar y la intervención jurídico penal

La política pública en materia de acoso escolar debe integrar componentes preventivos y reactivos, evitando la tendencia a desplazar al campo de la responsabilidad penal la discusión de los problemas sociales. La prevención precisa la disminución de los factores de riesgo de implementación de una estrategia de sumisión violenta y el coetáneo aumento de los factores de protección frente al mentado riesgo. En tal línea converge la creación de entornos vitales de calidad en el seno familiar, educativo y social, con promoción de los valores democráticos de convivencia inclusiva y resolución no violenta de los conflictos interpersonales, así como la construcción de una buena ciudadanía digital.

El Derecho penal constituye el último recurso estatal en la evitación de las conductas violentas en el contexto educativo. En todo caso, su existencia, respetando su papel de última ratio del sistema institucional, es necesaria cuando, a pesar de las estrategias preventivas, se produce una situación de acoso escolar. Al respecto cabe indicar que el art.19 CP -EDL 1995/16398- dispone que cuando un menor de dieciocho años cometa un delito podrá ser responsable con arreglo a lo dispuesto en la ley que regule la responsabilidad penal del menor. En desarrollo de esta previsión se promulgó la LO 5/2000, de 12 enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores (en adelante LORPM) -EDL 2004/86223-.

La LORPM establece que la responsabilidad penal de un menor es exigible a partir de los catorce años. Los delitos cometidos por menores de catorce años conllevará la aplicación de las normas sobre protección de menores previstas en el Código Civil -EDL 1889/1- y demás disposiciones vigentes (art.3 LORPM -EDL 2004/86223-). En todo caso, la LORPM no contiene injusto específicos cometidos por personas mayores de catorce años y menores de dieciocho. Los ilícitos penales que pueden conllevar la exigencia de responsabilidad penal de menores son los descritos como delitos en el Código y las leyes penales especiales (art.1.1 y 5.1 LORPM). Al respecto, el acoso escolar puede encontrar acomodo en una pluralidad de delitos que protegen derechos fundamentales de las víctimas. Destacan, al respecto, los delitos de lesiones (art.147 s CP -EDL 1995/16398-), amenazas (art.169 s CP), coacciones (art.172 CP), injurias y calumnias (art.205 s CP), agresiones y abusos sexuales (art.178 s CP), descubrimiento y relevación de secretos (art.197 CP) y el nuevo delito de acoso (art.172 ter CP, configurado legalmente como un injusto residual y que ha sido objeto de una exégesis específica en las SSTS 324/2017, de 8 mayo -EDJ 2017/53948- y 544/2017, de 12 julio -EDJ 2017/143050-). El examen de cada una de estas figuras excedería claramente de los límites de esta reflexión. Por ello, vamos a circunscribir nuestro examen al estudio del injusto que con mayor precisión recoge los elementos definidores del acoso escolar: el delito contra la integridad moral descrito en el art.173 CP.

El delito contra la integridad moral se define en el art.173 CP -EDL 1995/16398- en los siguientes términos: el que infligiera a otro un trato degradante menoscabando gravemente su integridad moral.

La expresión integridad moral ha sido calificada de indeterminada. En todo caso, la idea nuclear gira en torno al derecho de toda persona a ser tratada conforme a su dignidad, sin ser humillada o vejada, cualesquiera que sean las circunstancias en que se encuentre o la relación que tenga con otra persona (TS 824/2003, de 5 junio -EDJ 2003/80545- y 58/2015, de 10 febrero -EDJ 2015/9347-).

En el plano jurisprudencial, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (por todas, SSTEDH caso Irlanda c. Reino Unido, 18-1-78 -EDJ 1978/1-, c. Campbell y Cosas c. el Reino Unido de 25-2-82 -EDJ 1982/8229-, caso Labzov c. Rusia, 16-6-05 -EDJ 2005/70699- y c. Mariya Alekhina c. Rusia de 17-7-18 -EDJ 2018/116390-) reseña que la tortura, los tratos inhumanos y los tratos degradantes son graduaciones de una misma escala, especificando que la evaluación de la intensidad de la humillación o degradación padecidas, necesaria para vulnerar el art.3 CEDH -EDL 1979/3822-, debe realizarse, en cada caso, analizando la intensidad y la duración de la conducta vejatoria así como las circunstancias específicas de las víctimas, tales como su edad y estado de salud. El Tribunal Constitucional (por todas SSTCo 120/1990 -EDJ 1990/6901-, 137/1990 -EDJ 1990/7866- y 57/1994 -EDJ 1994/1755-) vincula la integridad moral con la inviolabilidad de la persona, ubicando dentro de la esfera de la integridad moral conductas idóneas para envilecer, humillar o vejar. Siguiendo esta línea argumental, la jurisprudencia del Tribunal Supremo estima que la integridad moral comprende todas las facetas de la personalidad: la identidad individual, el equilibrio físico, la autoestima o el respeto ajeno que debe acompañar a todo ser humano (TS 1218/2004, de 2 noviembre -EDJ 2004/197346- y 1237/2011, de 23 noviembre -EDJ 2011/291715-). De esta manera puede afirmarse que la integridad moral constituye un atributo de la persona por el mero hecho de existir, con la consiguiente proscripción de cualquier uso instrumental de un individuo. Por lo tanto, se trata de un bien jurídico que tutela el derecho a ser tratado como un ser humano libre y final y no como un medio instrumental (TS 159/2011, de 28 febrero -EDJ 2011/78993-), prohibiendo, en definitiva, su cosificación.

La imprecisión de la acción prohibida- infligir a otra persona un trato degradante- ha sido resaltada en el plano jurisprudencial, estimando que este déficit en la determinación del injusto es difícilmente compatible con la exigencia de taxatividad de los tipos penales (TS 58/2015, de 10 febrero -EDJ 2015/9347-). Con carácter general encuentra cabida en la expresión trato degradante los comportamientos persistentes- incluso una única conducta dotada de una significativa intensidad lesiva- que produzcan en las víctimas un sentimiento de terror, de angustia y de inferioridad, humillándolas, envileciéndolas o quebrantando su resistencia física y moral (TS 10161/2009, de 26 octubre -EDJ 2009/245288- y 20/2011, de 27 enero -EDJ 2011/6701-). En definitiva, protagoniza un trato degradante el que con varios actos (o uno dotado de especial intensidad lesiva) humilla, envilece, confiriendo a la persona que lo sufre la consideración de un objeto sujeto a su voluntad de sometimiento. Y, al respecto, en el acoso escolar la violencia persistente que se desenvuelve en el plano físico y psíquico integra una dinámica de dominación que busca la denigración y exclusión de las víctimas, constituyendo, por ello, un específico trato degradante. En todo caso es preciso que ese trato degradante menoscabe gravemente la integridad moral de las víctimas, lo que exige una ponderación de la conducta y del contexto en la que la misma se enmarca (TS 165/2015, de 10 marzo -EDJ 2015/50077-). Y, a la hora de efectuar esta valoración, destacan dos elementos en el acoso escolar, tal y como ha sido definido anteriormente: i) que las víctimas ven su existencia sofocada por un trato humillante y vejatorio que horada severamente su individualidad y ii) que la violencia proveniente de otros alumnos tiene lugar de una forma constante en el tiempo y engloba gran parte de las esferas en las que las víctimas desarrollan su vida, lo que provoca un clima asfixiante en el que las víctimas son sojuzgadas. Esta lesión de la dignidad no excluye que, además, puedan existir afectaciones específicas a la vida, integridad física, salud, libertad sexual u otros bienes de la víctima lo que justificará, ex art.177 CP -EDL 1995/16398-, que estos delitos sean sancionados separadamente con la pena que les corresponda a través de la figura del concurso de delitos (TS 1237/2011, de 23 noviembre -EDJ 2011/291715-, y 663/2014, de 15 octubre -EDJ 2014/203563-). Es incuestionable que los mencionados derechos son inherentes a la dignidad de la persona pero ninguno de ellos engloba todas las facetas de la integridad moral, que, en definitiva, es un todo de la que los demás derechos son manifestaciones parciales. De ahí que se afirme que la integridad moral es una realidad axiológica propia, autónoma e independiente de los derechos a la vida, a la integridad física, o a la libertad en sus diversas dimensiones.

Finalmente, la reacción jurídico penal al acoso escolar debe perseguir la consecución de tres objetivos: la reafirmación de la importancia del respeto a la dignidad de los menores en el espacio educativo, la resocialización de los infractores y la protección de las víctimas.

La reafirmación de la importancia del respeto a la dignidad de los menores en el espacio educativo exige que la reacción sancionadora transmita un mensaje explícito de desaprobación del comportamiento violento ejecutado, ratificando, de esta manera, la importancia de la tutela de la indemnidad de todos los menores que conviven en el medio escolar.

La resocialización de los infractores exige que se dote a la sanción de un contenido educativo fértil para asentar un proceso de inserción positiva en la comunidad. Básico en tal tarea es que los agresores comprendan el significado del sufrimiento infligido a las víctimas, tildándose de escasamente educativo un sistema reactivo que aliente la desresponsabilización. La obtención de este objetivo precisa que los que emplearon la violencia como lenguaje se pongan en el lugar de las víctimas, entiendan lo destructivo que es la vía de hecho, intenten reparar el daño hasta el máximo de sus posibilidades y desarrollen alternativas constructivas para resolver los conflictos interpersonales de forma no violenta.

La protección de las víctimas precisa el cumplimiento de tres exigencias: asistencia, atención y reparación. La asistencia precisa el diseño de un marco de contención del riesgo de nueva victimización, prohibiendo, cuando ello sea necesario, interacciones y/o comunicaciones que conlleven riesgos significativos de padecer conductas violentas. En este último caso, para conferir fuerza al mensaje de desaprobación del acoso y tutelar a quienes sufren el trato vejatorio, las modificaciones de entornos que sean imprescindibles para posibilitar el cumplimiento de las prohibiciones de interacción y comunicación deben afectar a los victimarios, no a las víctimas. La atención exige la evaluación del impacto psíquico que haya podido tener la experiencia violenta en las víctimas y, de ser precisa, la implantación de las estrategias terapéuticas ineludibles para su adecuado tratamiento. Finalmente la reparación en cuanto despliegue de un comportamiento restaurativo del daño injusto cometido: i) patentiza el esfuerzo personal de los agresores para reconocer y asumir las injusticias cometidas, ii) simboliza una aceptación pública de la vigencia de las normas que prohíben vejar y iii) facilita una reconstrucción integradora de las relaciones destruidas por la conducta ilícita.

 

Este artículo ha sido publicado en la "Revista de Jurisprudencia", el 15 de diciembre de 2018.


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