Me estaba resistiendo a cualquier análisis de las propuestas fiscales lanzadas últimamente a la opinión pública, porque no me parecían mínimamente construidas ni económica ni fiscalmente. En el mejor de los casos, puede uno encontrar una motivación recaudatoria que ya hace muchos años dejó de ser el único justificante de los impuestos, ya que el sistema tributario tiene que atender a otros fines y condicionantes como la equidad horizontal y vertical o el crecimiento. Pero en esto seguimos una tendencia que ha operado sobre el sistema tributario en los últimos años como consecuencia de las necesidades financieras públicas derivadas de la crisis económica y la dificultad para contener el gasto público. Desde el 2010 lo importante es recaudar. Así que si el gobierno de turno tiene vocación de aumentar el gasto público por las razones que sean, necesitará incrementar los ingresos fiscales a corto plazo si quiere cumplir sus objetivos de déficit, satisfacer a sus socios y tranquilizar a sus bases. Y la manera más fácil parece que es la modificación legislativa como si se hubiera llegado a la conclusión de que el sistema tributario recauda ya el cien por cien de su potencial normativo.
Se aplaza así de nuevo lo que debería acometerse de una vez: la reforma de la Administración tributaria. Y no puedo evitar el topicazo doctrinal de que el sistema tributario será lo que la Administración tributaria llamada a aplicarle dé de sí. No se puede insistir sistemáticamente en el discurso político sobre el mucho fraude que padecemos y no actuar en materia de Administración tributaria. Pero reformar la Administración es trabajo costoso y poco lucido, de ciclo superior a los cuatro años de una legislatura ordinaria, cuyos réditos serán recogidos por equipos posteriores, así que, casi inevitablemente, como ocurre en este momento, estamos abocados a hablar de cambios legislativos sustantivos que nacen con esta tara original.
El otro aspecto de algunos de los cambios que se piden o anuncian que produce desgana técnica para su consideración, es el ataque a las rentas laborales altas, a los grupos empresariales internacionalizados o a esquemas fiscales legales que han posibilitado la consolidación y desarrollo en el país de actividades económico-financieras de valor, subyacente en varias de las medidas que se proponen o exigen. Se olvida que la contribución de las rentas laborales bajas y altas es desde siempre muy superior relativamente a las profesionales y empresariales en el IRPF, que el Impuesto sobre Sociedades se sostiene sustancialmente por la recaudación derivada de los grandes grupos empresariales, nacionales e internacionales, que por otra parte dan soporte al sistema de retenciones y a la aplicación del IVA y que los regímenes especiales de beneficios fiscales son primariamente interés económico del Estado para incentivar actividades o atraer recursos que de otra manera no existirían o se desplazarían a otras economías competidoras. Cuidado, pues, con estas líneas de trabajo porque generan mucho malestar entre los contribuyentes por su injusticia implícita y pueden provocar efectos económicos negativos superiores a los ingresos que pretenden generar.
En otros países, como Estados Unidos, las cosas van en otra dirección. En el Impuesto sobre la Renta se han bajado tipos marginales y estirado tramos de la tarifa, que es la receta que necesitan nuestros rendimientos del trabajo en el IRPF. En el Impuesto sobre Sociedades, la reforma americana introduce la exención sobre dividendos de fuente extranjera y elimina para las sociedades el impuesto mínimo del 20%.
Por otra parte, sorprende todo esto en una coyuntura económica a la baja donde hace falta mantener el consumo e incrementar la inversión, porque para ello hacen falta estímulos económicos y fiscales y seguridad y certeza sobre las normas y su aplicación. Las subidas fiscales no parecen ser la mejor terapia en este contexto y mucho menos los cambios de rumbo sobre fiscalidad internacional o regímenes fiscales especiales. Por ello, me atrevo a decir, que hoy por hoy la estabilidad normativa en materia fiscal, salvo reformas obligadas, sería la mejor plataforma de saneamiento y consolidación económica.
Y no quiero desviarme-perderme más. Por empezar por lo técnicamente explicable, entre estas reformas obligadas, aunque tampoco tiene que ser ahora ni tenemos que empeñarnos en ser los primeros, llegará más tarde o más temprano la relativa a la llamada economía digital. Fiscalmente, el riesgo de la economía digital radica en su capacidad de alejar la tributación del beneficio del lugar donde se crea valor o se obtienen ingresos. Simplificando, se gana dinero en una jurisdicción tributaria y se tributa por la ganancia en otra, lo que evidentemente no puede ser del agrado de las Autoridades fiscales afectadas ni es coherente con los principios generalmente admitidos en materia de fiscalidad internacional.
De aquí que la OCDE se pusiese en la pista de esta cuestión desde los comienzos de BEPS, de modo que la Primera Acción de su Plan de Ejecución se dedicó a este problema, que, evidentemente, requiere una solución globalizada para que pueda ser eficaz y neutral.
El problema es la lentitud de los trabajos de la OCDE para llegar a conclusiones finales sobre los retos y adaptaciones que la economía digital plantea a los sistemas tributarios, estando previsto el informe final para 2020. Mientras tanto la cuota de mercado de la economía digital crece, aumentando las dificultades de control de las Administraciones tributarias.
Por ello, la Comisión Europea ha buscado transitoriamente su propia solución en forma de un Impuesto sobre Servicios Digitales, que a largo plazo formará parte del Sistema del Impuesto sobre Sociedades de los Estados Miembros y a corto plazo funcionaría como un impuesto sobre servicios de estructura indirecta pero de finalidad directa: los beneficios de una presencia digital significativa. Se trata del DIGITAL TAXATION PACKAGE presentado por la Comisión el 21 de marzo de este año.
La solución transitoria, que por el momento es la que nos interesa por más inmediata, consiste en un Impuesto sobre Servicios Digitales, sobre los ingresos obtenidos por este tipo de servicios (publicidad, mediación, venta de datos…), al 3% sobre los ingresos brutos, atribuible en función del lugar donde los servicios se prestan, para empresas cuyos ingresos mundiales superen los 750M de euros y 50M de euros al menos procedan de actividades digitales dentro de la Unión Europea.
La idea es que las obligaciones propias del Impuesto puedan cumplirse en un solo Estado Miembro, que compartirá la información con los demás Estados interesados. Lo que se llama un mecanismo ONE-STOP-SHOP, heredado del IVA. El IVA, impuesto sobre el consumo en destino, es mucho más capaz de afrontar la tributación de la economía digital que el Impuesto sobre Sociedades.
La fecha prevista de aplicación es el 1 de enero de 2020, pero dependerá de la consecución de un acuerdo unánime de implantación de los Estados Miembros, porque descartamos implantaciones individuales asimétricas, por perjudiciales para la unidad de mercado y el desarrollo de las economías digitales de los países que lo intenten. Sin globalización cualquier iniciativa acabará fracasando. El Parlamento Europeo, además, está proponiendo cambios de cierta importancia en las propuestas de la Comisión, que habrá que ver como se concretan finalmente.
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