El cuadro general del caso no deja de ser altamente sensible, cuanto menos y sin perjuicio de otros elementos, si se tiene en cuenta, de un lado, el denominado Acuerdo de Paris de 2015 sobre cambio climático adoptado en la 21ª Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas y, de otro lado, el informe especial del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático -IPCC publicado el 8 de octubre de 2018, relativo a los impactos de un calentamiento global de 1,5º C sobre los niveles preindustriales y las sendas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero para limitar dicho calentamiento, informe que va exponiendo que las actividades humanas son ya las responsables de un aumento de las temperaturas globales de aproximadamente 1º C sobre el nivel preindustrial lo que indica que, al ritmo actual, el aumento de 1,5º C se alcanzará entre 2030 y 2052. Y que, en el caso de España, este aumento de la temperatura es superior a la media en casi 0, 5º C.
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Si ello se le une el factor temporal y llegados a las alturas de mediados de 2021 pocos esfuerzos deben efectuarse para mostrar que se está llegando tarde, muy tarde, también con la Ley 7/2021, de 20 de mayo, de cambio climático, cuando de lo que se trata, en especial y a salvo otros supuestos, es mantener el incremento de la temperatura media global por debajo de los 2º C respecto a los niveles preindustriales e, incluso si es posible, por debajo de 1,5º C asegurar la coherencia de los flujos financieros con el nuevo modelo de desarrollo y aumentar la capacidad de adaptación a los efectos adversos del cambio climático y promover la resiliencia. Resiliencia definida por el IPCC como la capacidad de los sistemas económicos, sociales y ambientales para afrontar una perturbación o impacto respondiendo o reorganizándose de forma que conservan su función esencial, identidad y estructura, al tiempo que mantienen su capacidad de adaptación, aprendizaje y transformación. Para alcanzar estos objetivos todos los países se comprometieron a presentar sus contribuciones nacionales determinadas -NDCs, en sus siglas en inglés-, que deben recoger sus objetivos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero.
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Y es que, si una cosa resulta clara nítida y brilla con luz propia, a riesgo de simplificar demasiado, es que es más procedente desde todos los puntos de vista anticiparse y actuar ya para con una neutralidad climática que abordar tardíamente las consiguientes consecuencias, con la pléyade de daños, perjuicios, riesgos y más y más costes cuya distribución justa está francamente comprometida.
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Pero la actuación a realizar no es baladí ni ociosa sino altamente cualificada al punto que a los efectos de la Unión Europea se apunta a unos objetivos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero a 2030, un 55 % de reducción de gases de efecto invernadero respecto al año 1990 y que, para lograr la neutralidad climática de la UE, se recoge el objetivo de neutralidad climática para 2050 en la legislación.
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Y así y en ese marco en España se afirma que la región mediterránea es una de las áreas más vulnerable frente al cambio climático al constatarse que se ha acelerado el deterioro de recursos esenciales para nuestro bienestar como el agua, el suelo fértil o la biodiversidad y amenazando la calidad de vida y la salud de las personas.
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Y todo ello con una estimación de las emisiones del conjunto de la economía española en el año 2030 que deberán reducirse en, al menos, un 23 % respecto al año 1990 y se deberá alcanzar la neutralidad climática o la plena descarbonización a más tardar en el año 2050. Además, en el año 2030 deberá alcanzarse una penetración de energías de origen renovable en el consumo de energía final de, al menos, un 42 %, un sistema eléctrico con, al menos, un 74 % de generación a partir de energías de origen renovable y mejorar la eficiencia energética disminuyendo el consumo de energía primaria en, al menos, un 39,5 % con respecto a la línea de base conforme a normativa comunitaria. Dichos objetivos, además, serán revisables, sin que puedan suponer una disminución del nivel de ambición medioambiental y deberán reflejar la mayor ambición posible.
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En definitiva, resulta necesario aplicarse a todo ello y, además de otras órbitas, en la de la planificación y gestión territorial y urbanística con la componente ambiental, resulta innegable que pasa a tener que considerar también, en esencia y sustancialmente, las exigencias del cambio climático y así se pone de manifiesto en el artículo 21 de la Ley 7/2021, de 20 de mayo, de cambio climático y transición energética, como igualmente debe serlo en las legislaciones sobre la materia en las Comunidades Autónomas -así, entre otras, en la Ley de Cataluña 16/2017, de 1 de agosto, del cambio climático, la Ley de Andalucía 8/2018, de 8 de octubre, de medidas frente al cambio climático y para la transición hacia un nuevo modelo energético, la Ley de Baleares 10/2019, de 22 de febrero, de cambio climático y transición energética, entre otras-, en los supuestos correspondientes de los entes locales y los demás instrumentos de las demás administraciones.
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Ahora bien, en su relación igualmente concurre la Disposición Transitoria Tercera de la Ley 7/2021 en relación con las letras a y b del apartado 1 del artículo 21 de esa ley relativos a la consideración del cambio climático en la planificación y gestión del desarrollo urbano, de la edificación y de las infraestructuras del transporte, ya que esas disposiciones no serán de aplicación a los planes, programas y estudios cuya tramitación ya se hubiese completado en el momento de entrada en vigor de esta ley. En las modificaciones posteriores de dichos documentos se deberán integrar los criterios no incluidos en la fase estudio.
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Y la problemática surge cuando se trata de indagar la inmunidad de lo establecido en esa ley en la medida que los planes, programas y estudios tuviesen su tramitación completada -sic-.
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En materia de planificación la tramitación deberá entenderse completada cuando concurra la final resolución definitiva del procedimiento a entender como la adopción del acuerdo de aprobación definitiva puro y simple.
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Las dudas surgen cuando el pronunciamiento que concurra no sea de esa naturaleza, sino que se haya dictado un acto, pero precisado de otros que finalmente alcancen la plenitud de efectos de una aprobación definitiva de rigor.
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La práctica va poniendo de manifiesto que con asiduidad se van adoptando acuerdo de trámite hasta cualificado en le medida que o bien se adopta un acuerdo o resolución en que se aprueba definitivamente el planeamiento -sic pero se suspende la tramitación hasta se elabore un texto refundido en que se incorpore unas determinadas prescripciones a comprobar para finalmente alzar la suspensión y pasar a la debida publicación y entrada en vigor. O bien se suspende la tramitación sin aprobación definitiva -sic hasta que se incorporen determinadas prescripciones a verificar posteriormente a fin y efecto de aprobar definitivamente el plan y pasar a la debida publicación y entrada en vigor.
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En el primer supuesto bien parece que por haberse ejercido en su integridad el ejercicio de potestad de planeamiento en un sentido concreto y determinado puede entenderse que la tramitación sustantiva se ha completado y las labores posteriores de comprobación hasta la publicación y entrada en vigor nada añaden a ese ejercicio ya completo.
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No obstante, en el segundo supuesto, inclusive adornado con incorporación de prescripciones con opciones dignas y con necesidad de valorarlas en su interrelación, no permite alcanzar la misma conclusión cuando la verificación posterior se ancla decisivamente en el final ejercicio posterior de la potestad de planeamiento, máxime cuando allí y no antes se valoran las opciones de ordenación elegidas en sus efectos integrales y cabe estimarlas o desestimarlas fundadamente.
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En todo caso y volviendo sobre la trascendencia de la nueva ley estatal en sede de planificación territorial o urbanística debe resaltarse la mayor profundización y hasta una mayor delimitación y limitación que se trata de operar sobre el ejercicio de potestad de planeamiento y en concreto desde la perspectiva medioambiental y claro está del cambio climático que además y determinantemente deberá ajustarse a todas sus exigencias.
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Baste la cita de los objetivos y finalidades que se tratan de conseguir en la componente temporal que se indica y que obliga, desde ya y en los casos que procedan, a ponderarlos inexcusablemente motivando y justificando lo que se trata de abordar.
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Efectivamente quizá se pudiera defender una mayor complejidad en sede la evaluación ambiental de estratégica de planea y programas en sede de planeamiento territorial y urbanístico, pero quizá mejor debe considerarse como unos nuevos pasos, seguramente no los últimos ya que deberá esperarse a los nuevos que se vayan dando, para sujetar el ejercicio de la potestad de planeamiento a las innegables exigencias ahora del cambio climático y posteriormente a las derivadas y las que se objetiven debidamente por los instrumentos jurídicos de su razón.
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Pasos trascendentes desde luego a nivel del debido control jurisdiccional posterior habida cuenta que olvidarlos, soslayarlos o lisa y llanamente vulnerarlos, en cualesquiera planificación general o especial de la naturaleza que sea, perjudicará y comprometerá en su esencia la conformidad a derecho de lo que en el aire y sin cobertura alguna se haya dispensado.
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Obsérvese que simplemente por no evidenciarse la componente del cambio climático ni acreditarse ningún estudio en esa materia en una figura de planeamiento, como anteriormente resultaba de ausencia total y absoluta de evaluación ambiental estratégica cuando resulta obligado, tenía una relevancia decisiva tanto en sede de adopción de medidas cautelares contencioso administrativas como llegado el supuesto a nivel de pronunciamientos de fondo de sentencia a resultas de las estimaciones de nulidad de la figura de planeamiento que se considerase.
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