Pese a que pueda existir una creencia generalizada que desde hace ya algunos meses se encuentra en vigor una nueva norma concursal, lo cierto es que en el momento de publicarse estas líneas la tan nombrada a lo largo de estos últimos meses reforma del Texto Refundido de la Ley Concursal está todavía a punto de entrar en vigor.

La reforma del texto refundido de la Ley Concursal y algunos de los peligros que la acechan

Tribuna Madrid
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La razón de esta errónea creencia, que podría habitar en cualquier lego en materia de insolvencia, no es otra que infinita literatura y los eternos debates que desde hace poco más de un año, agosto de 2021, generó lo que en aquellas fechas se hizo público en forma de Anteproyecto de Ley de Reforma del Texto Refundido de la Ley Concursal.

A lo largo de estos doce meses, los ciudadanos en general hemos asistido  a lo que me atrevería a calificar como un debate sin precedentes en la historia legislativa de este país: cientos de congresos, charlas y mesas, miles de páginas escritas bien en forma de artículos, enmiendas, propuestas y un ruido ensordecedor en los mentideros de los diferentes colectivos afectados por la reforma, han servido para que todos y cada uno de los operadores de la insolvencia que se sintieran -nos sintiéramos- afectados por la nueva ley resultante tuviésemos la oportunidad  de expresar nuestra opinión sobre cada uno de los artículos del Proyecto.

Hoy, con la reforma publicada en el BOE el pasado 6 de septiembre (Ley 16/2022, de 5 de septiembre de reforma del Texto Refundido de la Ley Concursal, en adelante “la Ley”), resultaría ya en mi opinión necesario dejar atrás todos los debates y discusiones -en su mayoría enriquecedores- que nos han traído hasta aquí y comenzar a afrontar los retos de la inmediata entrada en vigor de la Ley.

Es por ello, que a partir de este momento lo que corresponde es empezar a concienciarnos -todos- de la necesidad de hacer de esta nueva ley el mejor instrumento posible para enfrentar el problema de la insolvencia en nuestro país.

Es por esta razón y porque mucho y bien se ha escrito ya sobre las innumerables novedades y modificaciones que presenta la Ley, por lo que en este breve artículo me atrevo a apuntar lo que considero algunos riesgos inmediatos que pueden poner en peligro una correcta y pacífica puesta en práctica de la misma. Algunos de estos riesgos creo, modestamente, está al alcance de los diferentes operadores solventarlos y otros, me temo, dependerán una vez más de la voluntad de los poderes públicos por tratar de solucionarlos.

 La ley ante el peligro de la “profecía autocumplida”

No es necesario poseer conocimientos mínimos de psicología para tener una simple idea de lo que significa una “profecía autocumplida”. No obstante, resulta útil acudir una vez más a Google para poder encontrar -de entre cientos- una definición que la configura como un “fenómeno psicológico a través del cual convertimos en realidad unas expectativas anticipadas ante una determinada situación”, de tal manera que una vez que emitimos un pensamiento predictivo, es muy probable que el mismo se acabe convirtiendo en realidad a través de nuestros propios actos.

¿Qué tiene que ver esto con la nueva Ley y su entrada en vigor? En mi opinión, mucho. A nadie se le escapa que el Anteproyecto de Ley de reforma contenía, desde su misma Exposición de Motivos, una crítica abierta al actual sistema en el que se venía desenvolviendo nuestro derecho concursal. Dicho juicio, se veía refrendado por el contenido propio del Anteproyecto que, entre otras muchísimas cuestiones, afectaba directamente a las labores y funciones de dos de los protagonistas más importantes en cualquier procedimiento concursal: los jueces y los administradores concursales.

Que el Anteproyecto perseguía -obligado por la transposición de la Directiva, se decía- potenciar los instrumentos preconcursales y al mismo tiempo desjudicializar los procesos de insolvencia era algo evidente. Sin embargo que para ello se partiera -en opinión de los colectivos afectados- de la constatación pública, cercana al escarnio, del fracaso sistémico del derecho concursal y que ello coincidiera con un cambio de paradigma en el que sus funciones, las de los jueces y administradores concursales, se vieran ciertamente alteradas supuso -bajo mi punto de vista- que en los meses siguientes a la publicación del Anteproyecto (posteriormente Proyecto) asistiésemos a un sinfín de críticas por parte de ambos colectivos.

Es en esa labor crítica y en la reacción de la totalidad de las asociaciones en torno a las cuales se agrupaban dichos colectivos (principalmente el de los administradores concursales), donde podemos encontrar una explicación a los encendidos debates que tanto en congresos como en papel se han producido a lo largo de todo este año. Nada más ilustrativo que constatar las más de 600 enmiendas a las que se tuvo que enfrentar el Proyecto de Reforma.

No es objeto de estas líneas entrar a valorar si el principio de intervención judicial mínima por el que parece optar la Ley es o no el adecuado o si finalmente la recuperación de la figura del administrador concursal en determinados procesos resulta acertada o no. A este respecto, cada uno tendrá su opinión y como tal resultará respetable, aunque es evidente que existen posiciones encontradas.

En cualquier caso, lo que no puede admitir duda por ninguno de los operadores que estaremos obligados a actuar en el campo de las insolvencias es la vital importancia del papel que ambos colectivos, el judicial y el de los administradores concursales, habrán de jugar a la hora de poner en práctica y contribuir al éxito o no de esta nueva Ley.

Desde mi punto de vista, tan relevante será la intervención judicial -mínima o no- de los jueces mercantiles a la hora de resolver la formación de clases, ayudar a perfilar la figura del experto y sus informes, dotar de las garantías debidas al prepack, establecer criterios uniformes que doten de seguridad frente a posibles impugnaciones los autos de homologación, etc. como la del colectivo de los administradores concursales a quienes, además de seguir ejerciendo con la misma rectitud y profesionalidad su función en el seno del concurso creo que tendrán una inmejorable oportunidad de convertirse en operadores de la preinsolvencia, asesorando a compañías en dificultades para que acudan a los nuevos mecanismos de reestructuración de la deuda que recordemos -y esto es importante- no han de ser necesariamente cotizadas o grandes corporaciones (una de los principales prejuicios que se achacan al Libro II y que considero necesario erradicar).

Por todo ello, confío en que seamos capaces de abortar este riesgo de la “profecía autocumplida” y que por tanto desde la honestidad y competencia de ambos colectivos acaben fracasando muchas de sus predicciones.

La ley frente  la desconfianza entre los operadores

Que nuestro derecho de la insolvencia, al menos el que hemos practicado desde 2003, se ha sustentado en la desconfianza es algo que, por evidente, creo que no admite discusión. Que ese recelo haya sido una de las causas del fracaso del sistema o, sencillamente, algo que no haya contribuido a su éxito es una cuestión que admitiría sin duda un debate más amplio.

En cualquier caso, mi experiencia personal tras casi veinte años dedicándome al derecho concursal constata que cada proceso, hace años concursales y recientemente cada vez más preconcursales, comienza con la sospecha. Y aquí las responsabilidades no pueden estar, a mi juicio más repartidas: el miedo de la compañía a la reacción de sus acreedores en el momento en el que reconozca las dificultades; la sospecha por parte de los acreedores de que el deudor siempre esconde algo; la presunción del administrador concursal de que los acreedores han tratado de aprovecharse del deudor hasta el último momento; las dudas del juez de turno de que en el proceso todo el mundo oculta o busca algo. Es evidente que, en un contexto como este, lo más fácil es fracasar.

Pues bien, desde mi punto de vista ha llegado el momento de superar todas esas sospechas y ser capaces de entablar procesos basados en la confianza entre los actores del proceso. Y para ello, hemos de celebrar como un reto:

  • Que se haya aprobado un nuevo marco legal de la insolvencia que supone un evidente cambio de paradigma;
  • Que sea constatable -creo que esto tampoco debería ponerse en duda- una madurez, sensibilidad y profesionalidad por parte de los acreedores financieros (actores principales en la mayoría de los procesos) muy alejada de las prácticas e intereses mostrados en la crisis del 2008;
  • Que los asesores legales de los deudores y el colectivo de administradores concursales sean capaces de sacar partido de los institutos preconcursales y de convencer a los deudores de las bondades de los mismos. El concurso ya nunca podrá suponer una solución a los problemas;
  • Que todo deudor tenga derecho a acudir y gestionar la “probabilidad de insolvencia” como un estadio normal, sin temor a tachas de infamia y sin que ello le expulse del mercado.

Si como bien señala el profesor Garcimartín, los planes de reestructuración no son más que “procesos de negociación colectiva entre el deudor y sus acreedores para conservar el valor del negocio”, es evidente que cualquier negociación basada en la desconfianza mutua estará abocada al fracaso.

Es por ello que uno de los retos que presenta la nueva Ley y de la que dependerá en gran medida el éxito de la misma, será la necesidad de eliminar las barreras y prejuicios que hasta ahora venían presidiendo las relaciones entre los diversos operadores. Si logramos establecer ese marco de relativa confianza, no tengo dudas de que los procesos serán más efectivos (en la medida en que se acuda a ellos en respuesta a esa alerta temprana) y rápidos (por cuanto logremos eliminar la litigiosidad liberando de ella a nuestros tribunales).

La ley y el tratamiento del crédito público

Pero lamentablemente no todo va a depender de la voluntad y disposición de los operadores de la insolvencia.

Que el tratamiento que la Ley otorga al crédito público y la sobreprotección que resulta del mismo va a suponer un impedimento para una eficaz puesta en práctica de los mecanismos de exoneración es algo que, por evidente, no precisa de mayor explicación. Que la promulgación de la Ley no va a poder poner fin a este debate y que el mismo terminará, más pronto que tarde, resolviéndose en altas instancias judiciales tampoco.

Es evidente que el legislador, amparado en la justificación de que España es una “economía social” donde el crédito público es de todos y por ello debe resultar protegido, ha perdido una gran oportunidad de regular de una manera más eficaz los mecanismos de exoneración. Esta regulación, auténtica opción de política legislativa, creo que lamentablemente servirá para perpetuar una ya incipiente “economía concursal sumergida” y, lo que es más importante, desperdicia una magnífica ocasión para normalizar el fracaso.

El tiempo y sospecho que los tribunales terminarán resolviendo si efectivamente esta opción del legislador resulta respetuosa o no con los términos impuestos por la Directiva.

Pero si sobre el tratamiento del crédito público en el ámbito de la segunda oportunidad se han escrito cientos de páginas y existe una cierta unanimidad sobre el resultado de su regulación y cómo afectará la misma al éxito o fracaso de los procesos, mucho menos se ha debatido sobre el tratamiento de cierta clase de crédito público (los familiarmente conocidos como “Avales ICO COVID”). Es evidente que esta falta de literatura responde al hecho de que los afectados por dicho tratamiento son los acreedores financieros y de ahí la creencia de que dicha normativa no tiene trascendencia “social” en comparación con todo lo que pueda afectar a la segunda oportunidad. Pero, desde mi punto de vista, nada más alejado de la realidad.

La regulación a la que me refiero, aparece recogida en la Disposición Adicional Octava de la Ley y supone, en la práctica, un verdadero torpedo en la línea de flotación de los planes de reestructuración que, no lo olvidemos, se configura como la verdadera clave de bóveda de este nuevo derecho preconcursal. De la dicción de esta Disposición, resultará, en la práctica, la creación en cualquier plan de reestructuración -y allí donde estén presentes este tipo de créditos- de una nueva clase súper privilegiada a la que resultará imposible afectarla con ninguna medida de reestructuración. De este modo, esos créditos resultarán inmunes al proceso y cualquier reestructuración resultante deberá contemplar el pago íntegro de los mismos.

La trascendencia de esta previsión se comprende mejor si tenemos en cuenta que desde el inicio de la pandemia las entidades financieras han concedido más de un millón doscientas mil operaciones con “Aval ICO COVID” y que el monto total de financiación ha superado los ciento treinta mil millones de euros (con más de noventa mil millones de euros de aval público desplegado).

El hecho de que el éxito de las reestructuraciones donde esté presente crédito con Aval ICO COVID dependa de la disposición de los acreedores a asumir más sacrificios de los que en puridad les correspondan supone sin duda una apuesta muy arriesgada. Honestamente, cuesta entender que cuando está en juego la viabilidad de una empresa se excluya de manera sistemática a este particular crédito público de esa “comunidad de sacrificios” que supone todo proceso de reestructuración.

Frente a lo anterior, alguien podrá alegar que los apartados b) y c) del ordinal 3 de dicha Disposición remite a una posible autorización del Departamento de Recaudación de la AEAT para poder involucrar a dichos créditos en los planes de reestructuración, pero creo que la experiencia vivida a lo largo de todos estos años nos legitima para ser muy poco optimistas con esta alternativa. En cualquier caso, siempre estará en manos de dicho organismo involucrarse en este tipo de procesos y acudir a la toma de decisiones en los mismos basados en criterios estrictamente económicos y de viabilidad de cada empresa que se pretenda reestructurar. Ojalá así sea.

 La ley y el reto de modernizar la justicia

El último, pero no por ello menos importante, de los peligros que nos encontraremos a la hora de poner en práctica la nueva Ley es la crónica necesidad de modernizar -o sencillamente dotar de los medios humanos y materiales debidos- a nuestros juzgados y tribunales.

Por evidente que resulte la constatación, de nada servirá una regulación completa y acertada unida a una encomiable voluntad de colaboración entre operadores si no se dota a los procedimientos de los recursos necesarios para tramitar los mismos. En este sentido, es necesario poner de relieve que de poco habrá servido el tratar de establecer las bases de un nuevo derecho de la insolvencia si los juzgados en general y los mercantiles en particular continúan siendo oficinas judiciales infradotadas de recursos.

Así las cosas, es imposible no perder de vista que una de las modificaciones más ambiciosas de esta reforma se recoge en el Libro III de la Ley, donde se regula el denominado “procedimiento especial para microempresas”.

El simple hecho de que la entrada en vigor de este procedimiento se haya demorado y que su entrada en vigor dependa de los correspondientes desarrollos reglamentarios, creación de plataformas, el establecimiento de formularios que cumplimentar o la creación del nuevo Registro Concursal, impiden lógicamente llevar a cabo una mínima valoración crítica del mismo.

Sin duda alguna, se echa en falta el hecho de que promulgada la Ley no hayamos tenido la oportunidad de experimentar mínimamente con algún proceso piloto los aspectos a favor y en contra de un procedimiento “especial” llamado a ser aplicado -de manera potencial- a más de la mitad del tejido empresarial de nuestro país.

Muy triste resultaría que una reforma tan ambiciosa como la que estamos a punto de estrenar descarrilara al poco de iniciar su andadura porque los raíles por los que deba transitar la misma no estén adaptados a las necesidades de la época en la que vivimos.

Lefebvre celebra el Congreso Concursal 2022 el 29 de septiembre en el que los expertos analizarán las principales líneas de la reforma concursal obligadas por la Directiva 1023/2019 de la UE.


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