Muchos fueron los comentarios coincidentes en calificar el año 2019 como el año del Compliance y las Buenas Prácticas Tributarias, escenario marcado, de modo sobresaliente, por las expectativas de desarrollo y avance hacia un nuevo modelo de relación jurídico-tributaria presidido e impregnado por los principios de confianza, transparencia y cooperación.
Sin duda, los propios representantes de las Administraciones tributarias marcaron el paso, personal y decididamente, en la difusión y también en la convicción (creo que, también sin duda, así es en algunos casos) de que se trataba del modo de entender las relaciones entre contribuyentes, Administraciones e intermediarios fiscales que demandaba la aplicación de los tributos en el contexto actual, en consonancia con las tendencias de actuación pública en un orden internacional. Así pudimos comprobarlo en aquel Congreso, con señaladas intervenciones en unas mesas de debate de composición plural que compusieron una completísima programación.
Y después de las palabras vinieron los hechos.
Entre la primavera y verano de 2019 comenzó a gestarse la plasmación de aquellas ideas en textos que pudieran detallar y acoger la asunción de los compromisos recíprocos que exige ese nuevo modo de entender las relaciones entre las Administraciones tributarias y los contribuyentes.
A mi entender, no se trata sino de la traslación al ámbito tributario de los paradigmas de actuación pública hacia los que se orienta la relación entre las Administraciones públicas y los ciudadanos, adquiriendo singular relevancia en materia tributaria la eficacia y la eficiencia exigibles al modelo de aplicación de los tributos para la mejor satisfacción de un interés público que no puede ser calificable como recaudatorio en unos términos desprovistos de toda conexión funcional con aquello que le otorga sentido: la contribución al sostenimiento del gasto público para la cobertura de los intereses generales. Todo ello con el menor conflicto posible, pudiendo, asimismo, calificarse los últimos años como un período de especial intensidad en la formulación de propuestas para la reducción de unos niveles de conflictividad tributaria que mantienen “embolsadas” o “capturadas” importantes cantidades de recursos financieros.
Modelo de relación cooperativa
En esta fase de “detalle” ya comenzaron a advertirse algunas dificultades y diferencias entre los operadores implicados en el tránsito hacia el modelo de relación cooperativa. Y también en aquellos meses se sucedieron múltiples comentarios y noticias de prensa relativos a estos desencuentros. En este mismo medio yo publiqué un comentario cuyos dos últimos párrafos eran los que siguen:
“Porque, al final, como en casi todo, la legitimidad que una sociedad le atribuye a su sistema tributario, y a cómo se aplica, depende de haber conseguido definir un adecuado equilibrio en la constante evolución que la realidad social demanda.
Creo, sin duda, que estamos ante un nuevo horizonte caracterizado por una reflexión y redefinición del papel que deben adoptar los tres agentes implicados en algo tan esencial como es la aplicación del sistema tributario. Pero ni hay dos sin tres, ni en ese caso puede ni debe haberlo. El reto es conseguir que sean las tres partes quienes pasen de las palabras a los hechos, del discurso a la ejecución. Y, además, debe asumirse que se trata de un reto cuyos logros no son eludibles, porque una sociedad cuyos ciudadanos y Administraciones no se relacionan en términos de confianza y legitimidad camina más pasos hacia el pasado que hacia el futuro”.
Reticencias y sospechas
Con esas líneas finales intentaba señalar la necesidad de conjurar las reticencias y sospechas de que el escenario marcado por las ideas pudiera salir malparado cuando los hechos lo situaran ante el espejo que siempre supone el contraste con la realidad, y las necesidades de ejecución que comporta. Y en marzo del 2020, o antes, llegó esa nueva realidad social; llegó el Covid-19 y los hechos se manifestaron con la máxima crudeza, enfrentando las ideas a un espejo mucho más complejo y crítico de lo que, probablemente, hubiéramos podido suponer; pero no por ello fuera de la realidad, porque la realidad se extendió hasta aquí. Y entonces llegó el crudísimo, y sorpresivo, momento de contrastar en el plano de la ejecución, en la dimensión de lo empírico, palpable y carente de toda abstracción, el calado de aquellas ideas de confianza recíproca, transparencia y relación cooperativa.
Vaya por delante mi absoluta convicción respecto a las enormes dificultades que comporta enfrentarse abruptamente a un escenario crítico imprevisto, articular soluciones cualificadas no sólo por componentes técnicos sino también políticos, y plasmarlas rápidamente en normas jurídicas en las que confluyen enormes tensiones simultáneas sobre las vertientes del ingreso y gasto público. Vaya también por delante mi absoluto respeto para quienes, en estos días no menos difíciles para ellos que para el resto, cumplen con estas exigencias en desempeño de su función pública. Pero creo que es poco discutible que la imagen visible en el espejo, el contraste entre la confianza de los contribuyentes en sus Administraciones tributarias y la realidad de los hechos se ajusta poco a aquel espíritu de los nuevos tiempos.
No es mi propósito insistir en la denuncia y reclamación de lo que a fecha de hoy – 13 de abril cuando se escriben estas líneas- es sobradamente conocido, sino intentar señalar constructivamente algunos rasgos de dónde y cómo nos encontramos, a la luz de ese principio básico: la confianza legítima, su fuerza e impulso vertebrador que, precisamente, debiera intensificarse en escenarios críticos. A mi entender, la confianza y la legitimidad se encuentran en tan estrecha dependencia que sería ilusorio pensar que una pérdida de confianza en la actuación pública no se traducirá en una retirada de la legitimidad que se le atribuye y reconoce.
En las últimas semanas la posición oficial respecto a si se iba a producir o no un aplazamiento del vencimiento de las obligaciones tributarias de próximo cumplimiento – de ingreso o informativas- ni ha sido clara, ni invariada, ni todavía se ha normativizado el anuncio de que finalmente se producirá con determinado ámbito y requisitos (a la espera de lo que parece que pudiera aprobarse mañana en próximo Consejo de Ministros). Eso supone que, como pronto, el 14 de abril de 2020 se contará con regulación relativa al cumplimiento de obligaciones tributarias cuyo plazo máximo de declaración o autoliquidación terminaba el 20 de abril de 2020. Sólo seis días.
Según parece se articulará, con determinados requisitos y ámbito, el traslado del vencimiento al 20 de mayo de 2020. Al margen del debate relativo a si un diferimiento de un mes es o no un cambio suficiente en el contexto en que nos encontramos, dado el recorrido de los últimos días, querría plantear de modo muy simple lo que podríamos llamar “la paradoja del cumplidor tributario”. Para ello puede bastar con una sucesión de interrogantes, cuya simplicidad condensa una realidad tan notoria que permite ahorrar más desarrollo.
Situémonos, a la luz de ese principio de confianza legítima, en la posición de ese contribuyente cumplidor tributario (y/o su asesor fiscal) que ha venido siguiendo el devenir de los últimos días y, al margen de cuál pudiera ser su opinión y criterio personal, confía en la posición reiteradamente afirmada por sus poderes públicos y acepta la posición según la cual los intereses generales, en un momento de tan intensa necesidad de gasto público sobrevenido, obligan a mantener la contribución según el calendario fiscal ordinario. Contribuyente cumplidor e intermediario fiscal que, también obligado a la aceptación, han tenido que planificar y desarrollar su actividad en condiciones muy distintas a las habituales. Y no han aguardado hasta el último día del plazo, sino que han presentado ya sus declaraciones y autoliquidaciones. Si aquellas de las que resulta una obligación de ingreso han sido domiciliadas, parece lógico entender que vaya a arbitrarse un automático traslado del vencimiento domiciliado al 20 de mayo. ¿Pero, y el contribuyente que hubiera ingresado?, ¿qué pasa con ese ingreso que hubiera podido diferir un mes? No es en ningún caso técnicamente un ingreso indebido, sino que, en términos llanos, lo que ha pasado es que este contribuyente “ha arrimado el hombro” antes de lo que hubiera sido exigible.
Claro, podrían acusar a este perfil de contribuyentes y/o asesores de haberse precipitado y no haber aguardado hasta el final, esperando a ver si finalmente se produce un cambio de posiciones oficiales y cuáles son sus condiciones. Lo absurdo en términos de actuación pública de este reproche es tan evidente, así como su absoluta confrontación con el principio de confianza legítima -que, no se olvide, en concreciones mucho más técnicas y de detalle ya viene siendo empleado como elemento de resolución en la jurisprudencia del TS y el TJUE- que acaba generando esa “paradoja del cumplidor tributario”.
La cosa puede no terminar ahí porque, evidentemente, quienes hayan venido cumpliendo con sus obligaciones tributarias hasta el día de hoy lo han hecho con la normativa sustantiva que está vigente que, en su inmensa mayoría, ni se ha adaptado ni contempla algunas de las situaciones que están surgiendo en este escenario crítico (a pesar de que alguna experiencia ya se tiene del largo ciclo de crisis).
Operaciones impagadas
El tratamiento en el IVA de las operaciones impagadas (basta recordar sus sucesivas modificaciones en la anterior crisis), la calificación de la condonación o rebaja de cuotas en los contratos de arrendamiento, el tratamiento de las donaciones con fines sanitarios o sociales que estos días están realizándose y recibiéndose (no se olvide, tampoco, la iniciativa privada en la cobertura de las necesidades de obligatorios equipos de protección para los trabajadores), las repercusiones fiscales de algunas de las medidas de gasto aprobadas cuya neutralización no tendría sentido, etc … En definitiva, múltiples cuestiones sustantivas en el aire sin que sea descabellado pensar que su modificación pudiera abordarse en próximas fechas.
¿Qué pasa entonces si nuestro cumplidor tributario hubiera cumplido con sus obligaciones con una normativa susceptible de ser modificada, en un sentido favorable, con posterioridad, dentro incluso del nuevo plazo de vencimiento aplazado hasta el 20 de mayo? Nos encontramos entonces con una nueva retahíla de problemas relativos a la eficacia temporal que pudiera otorgarse a las nuevas normas, cuya aplicación por el cumplidor tributario no sería en todo caso linealmente reconducible a través de las solicitudes de rectificación de autoliquidaciones. Pero él, o ella, había cumplido confiando en los criterios y posiciones de sus poderes públicos. En el plano técnico habría que arbitrar soluciones para evitar que surjan situaciones dispares que redunden en una “paradoja del cumplidor tributario” rayana en infracción de los principios de igualdad y/o capacidad económica, según los casos.
Si contemplamos a todo espectro constituido por los perfiles de contribuyentes al margen de lo que pueda ser el aplazamiento de los vencimientos hasta el 20 de mayo, se repite cada una de las consideraciones anteriores. En este caso la posición de “cumplidor tributario” no ha sido voluntariamente asumida. La única opción es cumplir según el calendario y la normativa “pre Covid-19”; sin embargo, ni se trata de contribuyentes a los que puedan resultar ajenas las modificaciones sustantivas que pudieran realizarse, ni tampoco debiera quedar relegada la función y papel que se les ha atribuido, por considerarse más asumible para ellos, en el patrón de contribución a las necesidades de gasto público en esta situación crítica.
Nuevo modelo de relación con las Administraciones tributarias
Como antes decía, creo que todos somos sobradamente conscientes de la enorme dificultad que comporta la toma de decisiones en un escenario tan urgente y complejo como el actual, y el inevitable devenir de modificaciones sucesivas que traten de salir al paso de los acontecimientos. Sin embargo, si algo quiere dejarse en pie de los principios que inspiraban el tránsito hacia un nuevo modelo de relación con las Administraciones tributarias, de algún modo técnico debieran plasmarse las consecuencias generadas en este crítico escenario de cumplimiento de las obligaciones tributarias.
Así, a mi entender, además de intentar apurar al máximo todos los efectos temporales que pudieran tener modificaciones sustantivas de posterior aprobación para evitar que se produzcan efectos paradójicos en orden a los principios de justicia tributaria, desde luego creo que es el momento en que debe apostarse definitivamente por configurar un “historial tributario” de los contribuyentes, (i) otorgándole al valor que merece al esfuerzo de cada cual en esta situación crítica, (ii) atemperando en el futuro, de modo efectivo, las relaciones con las Administraciones tributarias hacia un modelo de minimización del conflicto, (iii) operando como elemento de valoración en el régimen sancionador , y (iv) considerando, también de modo efectivo, la proyección de todo lo anterior sobre la colaboración social canalizada a través de los intermediarios fiscales.
Los hechos han venido a enfrentar, de modo cruento y abrupto, las ideas con las urgentes necesidades de ejecución de las mismas en el momento de toma de decisiones críticas, y nadie duda de todas las dificultades inherentes a ello, pero creo que es forzoso reconocer que de ningún modo es sostenible que el principio de confianza legítima del ciudadano en la palabra y la actuación de las Administraciones tributarias termine por generar una inasumible “paradoja del cumplidor tributario”, que pudiera salir malparado por no haber esperado hasta el momento final, o por haberse considerado que presenta un tamaño y perfil que le aboca a un mayor esfuerzo en un momento crítico. Esfuerzo financiero quizá, esfuerzo tributario más allá del patrón de justicia no podría ser calificado sino como una imagen en el espejo tan triste que rayaría en el esperpento.
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