Imaginemos un supuesto en que el sujeto comete un robo en una joyería en presencia del dueño y varios clientes. La policía le detiene cuando está huyendo del lugar. En este caso, en que se ha sorprendido al sujeto “in fraganti” con los efectos del delito y hay numerosos testigos que han presenciado el hecho de manera directa, el Juez tiene la tarea sencilla para dictar un pronunciamiento de condena. Cuenta con pruebas de cargo contundentes que le permiten desvirtuar la presunción de inocencia y alcanzar sin ambages la convicción plena acerca de la realidad del hecho que configura el delito de robo (no entraré en el grado de ejecución del mismo).
Sin embargo, la comisión del delito no siempre es tan evidente. Son muchos los casos en que no existe prueba directa sobre la realización del hecho delictivo, lo que obliga al Juez a acudir a otro tipo de prueba. Es la llamada prueba indiciaria. Esta prueba le exige la realización de un juicio de inferencia para llegar al convencimiento de la realidad del hecho. La actividad intelectual es la siguiente: a partir de la valoración de unos hechos indirectos que sí están plenamente acreditados (llamados “hechos-base”), deduzco como “hecho-consecuencia” la existencia del delito.
Este juicio valorativo puede sustentar un pronunciamiento condenatorio, si bien en este caso el Juez no puede limitarse a indicar en su sentencia las pruebas indirectas (como haría con las directas), sino que se le exige un plus de motivación. Debe explicar el proceso lógico a partir del cual alcanza esa conclusión condenatoria, para que podamos conocer si su razonamiento deductivo responde a las reglas de la lógica y las máximas de experiencia.
En ese discurso racional de condena a partir de hechos indirectos, el Juez tiene a su vez que descartar cualquier versión alternativa que -en su caso- haya ofrecido la defensa y que hubiera conducido a la absolución, debiendo razonar por qué carece de la racionalidad suficiente. Esa valoración jurídica alternativa de la prueba practicada favorable al acusado es la que llamamos los juristas “hipótesis plausible alternativa”.
Cuando esa hipótesis alternativa a la condena es razonable y posible de acuerdo a una valoración de la prueba lógica y coherente, el juez está obligado a absolver al acusado. La razón es muy elemental: si la hipótesis absolutoria se presenta como razonable, genera necesariamente sobre la hipótesis acusatoria una duda que también será “razonable”. Entonces la justificación de condena pierde la certeza objetiva. En estos supuestos, el Juez no puede decantarse por una u otra hipótesis en función de su convicción subjetiva, tiene la obligación constitucional de dudar. Y ante la duda, debe resolver a favor del acusado, en aplicación del principio in dubio pro reo. Dicho principio (por cierto) suele confundirse en la práctica con el derecho sustantivo a la presunción de inocencia, pero en realidad es una regla procesal de valoración de la prueba que le indica al juzgador la decisión que debe tomar en los supuestos de duda.
Sentados los conceptos anteriores, vamos a analizar el supuesto de hecho por excelencia en que la defensa propone una hipótesis alternativa favorable al acusado: se trata de las causas por delito contra la Hacienda Pública por incremento no justificado de patrimonio.
La razón de esta estrategia se halla en que en el ámbito penal, a diferencia de lo que sucede en el orden tributario, el contribuyente no tiene que acreditar que los bienes proceden de otros rendimientos o de una reinversión de otros activos patrimoniales para evitar la condena, sino que le basta con dar una explicación alternativa al origen de esos bienes que tenga un mínimo de coherencia y razonabilidad.
En las causas por delito fiscal, el Tribunal penal determina la cuota defraudada -que debe superar los 120.000 euros- ajustándose a la normativa fiscal: en base a los afloramientos no justificados de patrimonio respecto del periodo impositivo en que se descubran. Esta regla, que en mi opinión no deja de ser una presunción tributaria, es compatible con las exigencias de la prueba en la jurisdicción penal en tanto que parece coincidir con las reglas inferenciales que utiliza el Juez en la prueba indiciaria y, por tanto, no vulnera el derecho fundamental a la presunción de inocencia (al menos así lo ha entendido el Tribunal Supremo).
Por lo tanto, la detección de un incremento patrimonial no declarado por el contribuyente (hecho-base) se convierte en un indicio sólido de que se ha producido una ocultación de rentas con la consiguiente defraudación a la Hacienda Pública (hecho-consecuencia).
Pero ese indicio único -aunque robusto- no es suficiente para construir la condena. Necesita un refuerzo que lo convalide. Ese refuerzo es, precisamente, que el acusado no haya dado ninguna explicación acerca del origen de los bienes detectados.
Por eso es tan rentable en este escenario ofrecer una teoría que justifique la procedencia del patrimonio no declarado, que no tiene que quedar plenamente justificada, pero sí debe tener un mínimo de lógica y encontrar cierto apoyo en indicios favorables o en la prueba propuesta por la defensa, pues si es inverosímil o se demuestra falsa, la condena penal estaría justificada.
Al respecto, hace unos meses asumimos la defensa de una persona que había ingresado en su cuenta en el año 2007 un importe cercano al millón de euros, sin presentar la correspondiente declaración de IRPF de ese ejercicio dando cuenta de esa cantidad. Tanto el Ministerio Fiscal como la Abogacía del Estado le acusaban de haber cometido un delito contra la Hacienda Pública referido al ejercicio 2007 (en que obtuvo una ganancia –presuntamente- injustificada).
La explicación alternativa a la condena que ofrecimos resultó ser exitosa. Probamos mínimamente que esa cantidad descubierta en el año 2007 ya la tenía nuestro cliente desde tiempo atrás, en concreto desde los años 90, cuando vendió una empresa a un tercero que le pagó una gran parte del precio en efectivo. Con ese dinero, nuestro cliente le concedió un préstamo a una empresa propiedad de un amigo, a la que fue transfiriendo diversas cantidades de dinero. Años después, nuestro representado necesitó el dinero porque tenía que amortizar el préstamo de una casa que se había comprado, de forma que su amigo sacó en varias veces dinero de su empresa para devolvérselo a nuestro representado, cantidades que el mismo ingresó en su cuenta en 2007.
En definitiva, alegamos que, efectivamente, existió la ganancia no declarada, pero pertenecía a un periodo fiscal prescrito, por eso nuestro cliente no presentó declaración de IRPF en ese año 2007.
Ante nuestra versión de los hechos -esto como curiosidad-, el Juez llegó a plantear en su sentencia como posible que nuestro defendido hubiera organizado su defensa buscando en las cuentas de otra sociedad una explicación al origen de ese dinero cuando tuvo noticia de la denuncia en el año 2012, o incluso que hubiera preparado desde el principio una explicación coherente a la tenencia de ese dinero que ingresó en el banco en 2007. Sea Como fuere, lo relevante es que absolvió a nuestro cliente porque no pudo rechazar como cierta la explicación ofrecida.
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