Los ingleses tienen una expresión muy característica, llamada la maldición china, que dice así: “¡Que vivas tiempos interesantes!”.
La gracia de la expresión está en la ambigüedad de su significado. Si alguien nos desea que vivamos tiempos interesantes, no queda claro si estamos ante una maldición o ante una bendición.
Personalmente, creo que en general preferimos que los tiempos sean poco interesantes.
De hecho, simplificando mucho, podríamos decir que la Historia es el despliegue de soluciones sucesivas encontradas por los humanos para hacer que la vida sea cada vez más previsible y, por ende, menos interesante. Así pues, me inclino por dar la razón a los ingleses cuando consideran que la expresión es una maldición.
Lo que sigue son algunas reflexiones e ideas acerca de esta cuestión.
Primera parte. La mejor época para vivir
Steven Pinker es un psicólogo canadiense de la Universidad de Harvard que en los últimos diez años ha escrito dos libros que le han convertido en el apóstol mundial del optimismo. En ambos volúmenes este profesor desgrana un rosario de datos que demuestran que nuestra época es, objetivamente, la mejor para vivir de toda la historia de la humanidad.
Pinker ha trabajado como una hormiga recopilando información de todo tipo de fuentes. Su método es muy riguroso, y su investigación ha recibido grandes elogios por su meticulosidad y alcance.
Me referiré a algunos de los datos que ha recopilado. Si consideramos la humanidad en su conjunto, hoy en día hay menos guerras y menos muertes por violencia que en cualquier otra época. Según estimaciones de Pinker, en la prehistoria el 15 por ciento de las muertes eran violentas, causadas por combates, luchas o peleas. Actualmente, incluso en unos años tan sangrientos como los de la primera mitad del siglo xx, esta tasa no supera el 3 por ciento.
Por otra parte, la esperanza de vida al nacer es la mayor de la historia: 70 años en 2012, más del doble que en 1900, y la tasa de mortalidad infantil, la menor. De cada 100 bebés nacidos en 1800, 43 morían antes de los cinco años; actualmente, esta tasa ha bajado hasta 4 de cada 100. Dicha disminución ha sido posible gracias al progreso consistente y sostenido de los últimos 25 años. De hecho, durante el último cuarto de siglo, cada día se ha reducido en 137.000 el número de personas viviendo por debajo del umbral de pobreza extrema.
Actualmente, un mendigo de un suburbio de Sudán tiene un teléfono móvil con más prestaciones que el aparato que usaba Michael Douglas en la película Wall Street cuando interpretaba a un tiburón de las finanzas.
Hoy en día incluso somos bastante más inteligentes que nuestros antepasados. Aunque parezca sorprendente, el coeficiente intelectual ha aumentado 30 puntos en 100 años. En la actualidad, un ciudadano medio obtiene mejor puntuación en un test de inteligencia que el 98 por ciento de los ciudadanos que vivieron un siglo atrás. Eso es gracias a que la gente tiene unos hábitos de vida más saludables, es más culta y está expuesta a más estímulos intelectuales.
En fin, quien tenga interés en cargarse de razones para convencerse de que esta es la mejor época para vivir, la época con menos amenazas, con más conocimiento, con más bienestar y con mayor control sobre la naturaleza, no tiene más que leer las casi 2.000 páginas de Pinker. O, si prefiere una fórmula más directa, puede acceder a las estadísticas de cualquier indicador social o económico del Banco Mundial o la OCDE. Verá que el gráfico siempre llega a la misma conclusión: jamás en la historia los valores de estos indicadores habían sido tan buenos como en la actualidad.
Lamentablemente, las buenas noticias no interesan a nadie.
Los tiempos se vuelven interesantes cuando, en lugar de tranquilidad, estabilidad y progreso, tenemos ante nosotros un horizonte de incertidumbres, inquietudes, riesgos y amenazas y, en definitiva, nos sentimos indefensos ante el futuro. Por desgracia, la época en la que nos ha tocado vivir es —en este sentido— una época bastante interesante.
Tal vez sea más una cuestión de percepción que de realidad. El filósofo alemán Heidegger pensaba que la historia estaba determinada, de una forma radical, por los estados de ánimo de los seres humanos.
Aunque la cabeza y las estadísticas nos digan que nuestra época debería parecernos estable y poco interesante, el corazón y nuestra percepción íntima de cómo van las cosas nos dicen que no es así, que la sociedad está inmersa en una importante crisis.
Segunda parte. Nubes en el horizonte
La concreción más clara de la crisis a la que me refiero es la fragilidad y delicada salud de las grandes instituciones sociales, el retroceso de las libertades civiles y la democracia, y el ascenso de los populismos en la práctica totalidad de los países occidentales.
El pasado mes de octubre la revista estadounidense The Atlantic publicaba a página entera, en portada y con letras muy grandes, una inquietante pregunta: “¿Está muriendo la democracia?”.
Antes me he referido a los hechos para documentar por qué la época presente es la mejor para vivir. A continuación voy a presentar algunas razones para justificar el titular de The Atlantic.
El laboratorio de ideas The Freedom House, un observatorio internacional que monitoriza el estado de las libertades civiles en el mundo, publica anualmente un análisis del estado de la democracia en el planeta. El título del último informe publicado, referido al año 2017, parece haberlo escrito un primo hermano del redactor de The Atlantic: “La democracia, en crisis”. Reproduzco un par de los fragmentos destacados:
“En 2017”, dicen, “la democracia se enfrenta a la crisis más grave de las últimas décadas. Sus características básicas, como elecciones libres y limpias, derechos de las minorías, libertad de prensa o el imperio de la ley, están bajo amenaza en gran parte del mundo”. Y un segundo titular: “Setenta y un países han sufrido considerables declives en derechos políticos y libertades civiles, mientras que solo treinta y cinco países han mejorado en este sentido. Eso significa que, por duodécimo año consecutivo, la libertad global ha disminuido” (1).
Según una encuesta realizada el pasado año en Estados Unidos, más de la mitad de los simpatizantes de Trump consideraban que el presidente debería poder anular aquellas decisiones judiciales con las que no estuviera de acuerdo (2).
Otra encuesta, realizada también en Estados Unidos, muestra cómo la democracia está dejando de ser algo relevante para los ciudadanos. Al ser preguntados sobre lo importante que es para ellos vivir en un régimen democrático, solo el 57 por ciento de los nacidos en los años 80 respondieron que es muy importante. El resto contestaron que les daba igual (3). Si nos fijamos en los más jóvenes, los milenials, las cifras son todavía peores.
Por lo tanto, la cuestión que plantea The Atlantic —“¿Está muriendo la democracia?”— es totalmente relevante. Y, entre las distintas razones que la hacen relevante, destacaría una: la emergencia paralela de los populismos en Occidente, cuya lógica es la polarización social y el uso de la democracia contra la propia democracia.
El populismo no es un fenómeno nuevo. Ha venido desarrollándose en Europa de forma constante desde 1960, si bien es cierto que, en los últimos diez años, su crecimiento ha sido exponencial.
Según Sitra, un laboratorio de ideas finlandés especializado en prospectiva, el populismo como discurso político está en su mejor momento de los últimos 30 años, con una representación media del 14 por ciento, y en crecimiento en gran parte de los parlamentos europeos (4).
De hecho, según Brookings, uno de los laboratorios de ideas de análisis político más respetados del mundo, “el ascenso del populismo, básicamente de derechas, es el desarrollo político más importante en la Europa del siglo XXI”.
Desde Estados Unidos, con Donald Trump, hasta Turquía, con Erdogan, pasando por la Rusia de Putin, la Venezuela de Nicolás Maduro, la Hungría de Viktor Orbán, la Italia de Matteo Salvini, la China de Xi Jinping, las Filipinas de Rodrigo Duterte o el Brasil de Bolsonaro, la irrupción de presidentes fuertes y radicales en sus ideologías está conformando una coalición internacional de apoyo mutuo entre iliberales, autócratas y pequeños dictadores que están cooperando en un lento y sutil cambio de las reglas del juego democrático.
Tercera parte. El porqué de la cuestión
Hasta ahora, hemos visto por qué la época en la que nos ha tocado vivir es interesante. Mi hipótesis es que una de las causas más importantes —puede que la principal— de este retroceso de las libertades y los valores democráticos es la incertidumbre. O, mejor dicho, la percepción general de que vivimos en tiempos inciertos.
Voy a poner un ejemplo para explicar en qué tipo de asuntos cotidianos se materializa este deslizamiento de un modelo de sociedad estable, cierta y previsible hacia un modelo de sociedad incierta: las oposiciones a notario. Pero antes me referiré brevemente a la inteligencia artificial.
Un sistema de inteligencia artificial es inteligente porque es capaz de hallar regularidades, relaciones y correlaciones entre cosas. Necesita enormes cantidades de datos para ser efectivo, ya que, cuantos más datos, más precisas serán las regularidades, relaciones y correlaciones que detectará.
Por ejemplo, la inteligencia artificial aplicada a la visión es la capacidad de reconocer objetos de una clase concreta entre objetos de todo tipo. Todo lo que necesita un sistema como este es una base de datos con miles de imágenes previamente etiquetadas. Es decir, imágenes de gatos, cada una de ellas con una etiqueta que diga “gato”.
Entonces, el sistema empieza a buscar qué es lo que tienen en común todas las imágenes de gatos y, cuando se le presenta una nueva, aunque sea diferente a las que tiene almacenadas, es capaz de identificarla correctamente. Ha aprendido lo que es un gato y sabe reconocer un gato cuando lo tiene delante.
Lo más inquietante de los sistemas de inteligencia artificial es que son lo que denominamos “cajas negras”. Es decir, llegan a conclusiones y dan respuestas sin justificar las inferencias realizadas. Aciertan, por lo que sabemos que funcionan, pero no sabemos realmente cómo lo hacen.
Pensemos ahora en el concepto de oposición, que los notarios conocen perfectamente. Una oposición es un procedimiento de selección transparente con unas reglas del juego que los participantes conocen. En el caso de los notarios, las pruebas eliminatorias son incluso públicas. Tienen un temario que delimita los parámetros de lo que deben prepararse para aprobar.
Los principios que encarna el sistema de captación por oposición van más allá de la demostración de conocimientos. Tienen que ver con valores como la constancia, la autodisciplina, el sacrificio, la perseverancia, el esfuerzo, la atención o la fuerza de voluntad. Y, sobre todo, la transparencia, que es la otra cara de la predictibilidad.
Imaginemos ahora que nutriéramos un sistema de inteligencia artificial con información exhaustiva de los perfiles de todos los opositores a notario de los últimos cincuenta años. No solo de aquellos que han acabado convirtiéndose en notarios, sino de todos los que empezaron a preparar las oposiciones.
Supongamos que pudiéramos introducir en ese sistema todos los datos de estos opositores reales y potenciales: su edad, su género, su lugar de residencia, el número de hermanos que tienen, la profesión y los estudios de sus padres, el colegio donde estudiaron el bachillerato y el itinerario que siguieron, las notas que sacaron durante la carrera, las optativas que eligieron, los cursos que realizaron en el extranjero. E incluso algunos datos sobre su salud, como los niveles de colesterol o el número de pulsaciones por minuto.
Con esta información, un sistema de inteligencia artificial podría llegar a proponer, en cada nueva convocatoria de oposiciones a notario, los candidatos que tuvieran más posibilidades de superar las pruebas. Con los años, iría perfeccionándose hasta ser capaz de predecir los resultados de una oposición antes de su realización. Por lo tanto, estrictamente, las eliminatorias dejarían de ser necesarias. Bastaría con seleccionar, entre todos los candidatos presentados, los nombres que nos diera el algoritmo.
Lo que hace un sistema de este tipo es introducir incertidumbre en la vida de las personas. Hace que las decisiones que afectan a nuestras vidas dependan cada vez menos de nosotros mismos.
De la oposición con temario cerrado y de las pruebas de conocimientos relacionados con el puesto de trabajo, hemos pasado a los test de personalidad, a las entrevistas en las que se habla de cualquier cosa menos de trabajo, a las dinámicas de grupo o, finalmente, a los sistemas expertos equipados con inteligencia artificial. Y cada paso adelante ha significado una vuelta de tuerca adicional hacia la pérdida de control de nuestra propia biografía.
La imprevisibilidad de nuestro tiempo —que es lo que hace que sea tan interesante— es también lo que nos impide confiar en que nuestros hijos tendrán más y mejores oportunidades que nosotros para prosperar.
Cada vez que pasamos por un arco detector de metales en un aeropuerto, cada vez que nos detenemos a la salida de un peaje por un control policial, cada vez que nos llegan recomendaciones sobre contratar un plan de pensiones porque el sistema público no podrá hacer frente al envejecimiento de la población, cada vez que la empresa nos recomienda realizarnos una revisión médica, en lugar de estar más tranquilos, lo que sucede es que nuestra sensación de incertidumbre aumenta.
Esa incertidumbre, que se extiende a más y más ámbitos de nuestra vida, se expresa en nosotros bajo la forma de una emoción: el miedo.
La gran recesión que empezó en 2008 ha descubierto ante nuestros ojos la volatilidad de todo aquello que parecía estable, sólido y duradero.
El Foro Económico Mundial, que es la fundación que organiza anualmente la cumbre de Davos, lleva años repitiendo que las capacidades que demandará el mercado estarán relacionadas con la adaptabilidad y el aprendizaje permanente.
La OCDE, por su parte, ha publicado recientemente un informe (5) sobre las habilidades que los gobiernos deberían promover entre sus ciudadanos. La receta: los adultos deberían ir adaptando continuamente sus capacidades y habilidades a la realidad cambiante.
Todo eso no hace más que inyectar presión a las personas. Además, pese a los beneficios que sin duda ha comportado la globalización, también ha generado auténticos leviatanes corporativos a nivel multinacional que intensifican la sensación de pérdida de control de la ciudadanía.
Según un informe reciente de Naciones Unidas, al que aludió un artículo de The Financial Times, en cualquier país del mundo las exportaciones de las 10 empresas que más venden al extranjero suponen, de media, el 42 por ciento de todas las exportaciones del país en cuestión. Las empresas son cada vez más grandes en todas partes.
Visto el panorama, no debe sorprendernos que los ciudadanos se planteen, legítimamente, si en lugar de ser ellos quienes deban estar cambiando constantemente, no sería más inteligente, tal vez, cambiar las reglas del juego para facilitarles la vida. En definitiva, no es de extrañar que se pregunten qué podría hacerse para que la vida fuera, de nuevo, algo menos interesante y algo más aburrida. Para que estuviera algo más “bajo control”.
Precisamente, el mantra de todas las propuestas populistas es “recuperar el control”. Atacar la incertidumbre. Los líderes populistas se refieren a un control que hoy en día está en manos, según dicen, de las elites, las plutocracias, los empresarios o los inmigrantes. Pero lo importante no es el término “recuperar”, que siempre hace referencia a una posición reaccionaria, sino el término “control”.
La incertidumbre se combate con control. Y ese control no tiene por qué venir de la fuerza, ni del recorte de derechos, ni de la seguridad policial, ni del aislamiento y la autocracia. El control, o la seguridad ante las incertidumbres, lo proporcionan unas instituciones democráticas fuertes.
Con esta idea entramos en la cuarta y última parte de esta reflexión.
Cuarta parte. ¿Cuál es el siguiente paso?
Hace un año, uno de los analistas políticos más importantes de Estados Unidos, Fareed Zakaria, publicó un artículo (6) en The Washington Post titulado “Dejen de tener miedo a más gobierno. Es exactamente lo que necesitamos”.
Para combatir la incertidumbre de nuestros tiempos, necesitamos instituciones de todo tipo que garanticen los derechos políticos y sociales que permiten a los ciudadanos vivir tranquilos.
Según el laboratorio de ideas Sitra, al que me he referido anteriormente, existen tres factores que explican el actual crecimiento del populismo en Europa (7):
1) El primero es la gestión de la inmigración, en particular de los inmigrantes de religión musulmana. Desde 1990 los europeos expresan de forma consistente, en diferentes encuestas, como mínimo su escepticismo respecto a los beneficios de la inmigración. Y los populismos se alimentan de esa percepción de conflicto entre culturas.
2) El segundo factor es la descomposición de la clase media. Según el politólogo estadounidense Francis Fukuyama, una clase media próspera y rica es la clave de bóveda de una democracia fuerte y estable. Por el contrario, una sociedad económicamente muy polarizada es un excelente caldo de cultivo para los movimientos que pretenden erosionar la democracia.
El periódico El País publicaba recientemente una entrevista al sociólogo alemán Oliver Nachtwey. Este joven sociólogo explicaba su exitoso concepto de “modernización regresiva”.
Viene a decir que en la historia no siempre se avanza hacia delante, y explica que el “ascensor social” que funcionaba en Europa desde la Segunda Guerra Mundial se ha averiado. Hay más trabajadores cualificados y más mujeres trabajando. Pero hay más desigualdad y más precariedad, sobre todo para ellas.
Existe una nueva clase social, la de los salarios bajos, que se ve obligada a vivir en la periferia, en pisos más pequeños, que tarda más en llegar al trabajo y no puede permitirse la vida de las clases medias, ni ir a restaurantes de alimentación saludable, ni llevar a sus hijos a buenos colegios privados ni a cursos de inglés o música.
Y muchos de estos trabajadores, dice Nachtwey, se convierten en votantes de Alternativa para Alemania, el partido de extrema derecha. Aunque ellos no eran sus “clientes” originarios, porque este partido fue fundado como partido liberal y burgués contra el euro. La precariedad laboral crea democracias más precarias.
3) El tercer factor que favorece el populismo es la desconfianza e insatisfacción con las instituciones, los gobiernos y los partidos políticos tradicionales. En este sentido, cabe destacar que durante los últimos diez años el Eurobarómetro pone de manifiesto un declive sostenido de la confianza en la Unión Europea y en los parlamentos y gobiernos nacionales.
Quisiera referirme a ese tercer punto. La evolución de ciertas libertades y de las instituciones en Europa ha sido desequilibrada. La integración europea ha permitido la eclosión del movimiento de mercancías, capitales y personas. Pero no se ha acompañado de una integración política. Este ha sido un error monumental del proyecto europeo.
La Unión Europea es un ejemplo de manual de cómo la falta de unas instituciones políticas comunes, fuertes, integradas y democráticas ha abierto un espacio de oportunidad a propuestas políticas reaccionarias, que ofrecen la estabilidad que el club europeo no ha sabido proporcionar.
Históricamente, la democracia y el estado del bienestar han aportado a los países desarrollados un conjunto de soluciones para hacer frente a las incertidumbres humanas. Han proporcionado un sistema de sanidad universal, unos sistemas de previsión social, como las pensiones, y unas plataformas de progreso personal, como la educación. Y eso ha sucedido, con mayor o menor profundidad y alcance, desde Estados Unidos hasta los países escandinavos.
Sin embargo, dichos sistemas empiezan a dar síntomas de agotamiento. La educación pública es incapaz de garantizar un acceso en condiciones competitivas al mercado laboral; los sistemas de previsión públicos y privados están sometidos a terribles tensiones por los condicionamientos demográficos, y los sistemas de salud tienen en el horizonte a una población cada vez más envejecida, con mayor esperanza de vida, y una medicina personalizada que promete multiplicar los costes de los tratamientos (para quien pueda permitírselos).
Según datos publicados hace unos días (8), la deuda de la Seguridad Social con el Estado ascenderá a 41.000 millones de euros este año, para poder pagar las pensiones.
De hecho, la población española sufre un inexorable proceso de envejecimiento que hará que el actual gasto público en lo que se refiere a las personas mayores se duplique, según datos recientes de Airef y Eurostat. La tasa de dependencia pasará del 25 por ciento actual a entre un 50 y un 60 por ciento en 2050. La tasa de dependencia es el peso de la población menor de 16 años y mayor de 65 años respecto al total. Se trata de las personas que no están en edad de trabajar y que, por lo tanto, dependen de la población activa.
Paralelamente, se producirá un aumento de la esperanza de vida hasta los 87 años en 2050 (hoy en día es de 83 años).
Actualmente, los estados occidentales no cuentan con instrumentos adecuados para hacer frente a los retos que tienen por delante, y recurren al endeudamiento como solución provisional. Pero este recurso, salvo si es puntual, es una forma insostenible de hacer políticas públicas.
Todo ello hace que el futuro sea cada día más incierto, y esa incertidumbre inquieta cada vez más a los ciudadanos.
El estado del bienestar surgió como respuesta para resolver las problemáticas sociales del siglo xx. Durante muchos años, fue un poderoso instrumento para hacer frente a las inquietudes planteadas por la democracia, la libertad y el libre mercado. Hoy en día debemos plantearnos la posibilidad de que, tal como se diseñó en su momento, haya envejecido. Y eso implica que, si no queremos renunciar a él, debemos repensar un estado del bienestar que encuentre nuevas fórmulas para proporcionar a los ciudadanos estabilidad, certidumbres y confianza en el futuro.
En definitiva, que actúe como contrapeso para los nuevos y singulares retos a los que deben hacer frente actualmente la democracia, las libertades y el mercado.
Nota: Esta tribuna pertenece al tercer número de 2018 de la revista La Notaría. Disponible para nuestros clientes en la base de datos de Lefebvre.
NOTAS
(1) https://freedomhouse.org/report/freedomworld/freedom-world-2018.
(2) “The Threard of Tribalism”. The Atlantic, octubre de 2018.
(3) https://www.washingtonpost.com/news/ wonk/wp/2016/12/08/yes-millennialsreally-are-surprisingly-approving-of-dictators/?utm_term=.e900fff9e073.
(4) “The era of populism. Seasonal fluctuation or permanent change?”: https://www.sitra.fi/en/ articles/era-populism-seasonal-fluctuationpermanent-change/.
(5) http://www.oecd.org/education/skillsbeyond-school/oecd-skills-outlook-20179789264273351-en.htm.
(6) https://www.washingtonpost.com/opinions/ stop-being-afraid-of-more-governmentitsexactly-what-we-need/2017/09/07/ e362177a-940a-11e7-89fa-bb822a46da5b_ story.html?utm_term=.f9d46cc7cb02.
(7) “The era of populism. Seasonal fluctuation or permanent change?”: https://www.sitra.fi/en/ articles/era-populism-seasonal-fluctuationpermanent-change/.
(8) http://www.europapress.es/economia/laboral-00346/noticia-seguridad-social-duplicadeuda-ultimo-ano-prestamos-estado-pensiones-20180928115434.html.
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