I.- Planteamiento General. Visión crítica de los delitos societarios[1].
Los denominados “Delitos societarios”, incluidos en el capítulo XIII del Título XIII del Código Penal, constituyeron una relevante novedad del Código de 1995 -EDL 1995/16398-, en un momento en el que ciertos escándalos financieros habían acentuado la demanda de la represión penal de la delincuencia económica, a la que se consideraba impune frente a los tipos tradicionales de los delitos contra el patrimonio.
Desde su origen, sin embargo, la forma de seleccionar y tipificar estos comportamientos (a través de la técnica de las leyes penales en blanco) resultó polémica, abriéndose incluso el debate sobre la conveniencia de la existencia misma de estos delitos. Se objetaba por cierto sector de la doctrina que, -como se verá a lo largo de este comentario-, la mayoría de las conductas descritas en el capítulo podían subsumirse en tipologías generales ya existentes (falsedades, coacciones, desobediencia, apropiación indebida, etc.)
Hubo también opiniones que, desde un punto de vista más pragmático, subrayaban el aspecto disfuncional de estos tipos delictivos, susceptibles de ser utilizados en ocasiones de forma espuria, a través de la instrumentalización del Derecho penal para la consecución de fines diversos. Creo que no puede negarse que la práctica gratuidad de la justicia penal (la imposición de costas al denunciante o al querellante resulta un hecho insólito) y su efecto estrepitoso (el proceso como instrumento de estigmatización pública), especialmente en sectores particularmente sensibles a la confianza del público, ha constituido un campo abonado para denuncias o querellas interesadas. La propia configuración de las conductas delictivas mucho nos tememos que ha contribuido a este resultado.
El transcurso de los años ha demostrado que la aplicación de estas figuras delictivas ha sido muy desigual. El delito de falsedad contable ha completado la tutela penal (quizás demasiado dispersa e imprecisa) frente a los incumplimientos por los empresarios de las reglas en materia de contabilidad. Mientras tanto, los delitos de imposición de acuerdos abusivos y lesivos, y el delito de privación de derechos de los socios, han fundamentado multitud de denuncias, interfiriendo en la vida de las sociedades como una vía alternativa o complementaria a la impugnación de los acuerdos ante la justicia mercantil, pero tenemos la impresión de que sólo en un porcentaje reducido de supuestos ha dado lugar a condenas, quizás en casos auténticamente patológicos, o extremos, marginales en todo caso, en los que concurría una grosera infracción de las normas societarias.
Sea de ello lo que fuere, y al margen de la opinión que cada cual tenga formada sobre la utilidad de estos delitos, el propósito de estas líneas es más modesto, pues me propongo tan sólo contrastar las normas penales con el estado actual de la legislación societaria. Creo que la tarea resulta de utilidad, pues sabido es que los jueces penales no pueden plantear cuestiones prejudiciales devolutivas, de manera que están obligados a aplicar, a los meros efectos prejudiciales, la ley mercantil, en la tarea de completar los elementos normativos del tipo.
La reforma de la legislación sobre sociedades de capital ha sido profunda en los últimos años. La mera relación de trabajos prelegislativos y de normas positivas que han ido modificando el panorama del Derecho societario español serviría para agotar el espacio de este comentario inicial. Si se toma, por ejemplo, la cuestión del gobierno corporativo de nuestras sociedades mercantiles, o más limitadamente, el sector de las sociedades cotizadas, o si se quiere, el de las entidades financieras, se comprobará lo lejano que resulta ya el escenario contemplado en los informes Olivencia y Aldama, y la influencia de decenas de normas, de origen e inspiración tan diversos.
En el año 2010 el legislador unificó en un solo texto, -la Ley de Sociedades de Capital, RD Legislativo 1/2010, de 2 de julio, LSC en adelante, EDL 2010/112805-, las leyes de sociedades anónimas y limitadas, incorporando también a su regulación a las sociedades comanditarias por acciones, pese a su escasa relevancia en la práctica. La unificación legislativa no pudo ser revolucionaria, pues se trataba de un texto refundido, con un objetivo limitado por su propio rango. Sin embargo, la situación cambió radicalmente con ocasión de la publicación de la Ley 31/2014, de 3 de diciembre, por la que se modifica la LSC para la reforma del gobierno corporativo -EDL 2014/202806-.
Con la reforma operada en la LSC por la Ley 31/2014, de 3 de diciembre -EDL 2014/202806-, se ha modificado de forma esencial las bases de los conflictos societarios que más frecuentemente se ventilan ante nuestros tribunales: de una parte, el binomio entre la regulación del derecho de información del socio y la impugnación de los acuerdos sociales basada en su infracción, y de otro las acciones tendentes a exigir responsabilidad a los administradores sociales.
Y paralelamente, el desarrollo en los últimos años del Derecho concursal, con una regulación detallada en la sección de calificación del concurso del enjuiciamiento de la insolvencia, y la posibilidad de imposición de un completo cuadro de sanciones (los arts. 172 y 172 bis de la Ley Concursal, LC en adelante -EDL 2003/29207-), complementan el panorama de normas que están llamadas a constituir el marco jurídico de referencia en el que deben de operar hoy los delitos societarios del Código Penal de 1995 -EDL 1995/16398-.
Mientras tanto, los delitos societarios apenas han sufrido los embates del legislador penal. Las grandes reformas penales, -la operada por la LO 5/2010, de 22 de junio, que introdujo la novedad de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, modificada por la LO 1/2015, de 30 de marzo-, apenas han afectado a los Delitos societarios, a salvo de la desaparición del capítulo del delito de administración desleal, que pasó a convertirse en un delito patrimonial, de carácter público (a diferencia de lo que sucede normalmente en los delitos societarios, art. 295 CP -EDL 1995/16398-) de más amplio espectro, desapareciendo así una de sus figuras más características. Según ha sido opción legislativa, los delitos societarios no se han visto afectados por el art. 31 bis, de manera que no pueden ser cometidos por personas jurídicas. Ello, en apariencia, resulta enteramente lógico, pues precisamente es la sociedad la que se ve perjudicada por la conducta del administrador o de los socios mayoritarios. No obstante, el hecho de que puedan ser administradores también las personas jurídicas deja una laguna, quizás no considerada por el legislador de la reforma.
II.- La “Parte general”: los elementos comunes a los delitos societarios.
1.- El objeto del delito. El concepto jurídico-penal de sociedad (art. 297)
La denominación del Capítulo XIII del Libro XIII -EDL 1995/16398- sugiere que el denominador común de estos delitos es la presencia de una sociedad, que se situaría como el entorno, el escenario, o el ambiente natural en el que deberían desarrollarse las conductas tipificadas en los diversos preceptos que lo integran. Más precisamente, como se verá, la denominación hará alusión al sujeto pasivo de las conductas delictivas, y servirá como elemento de interpretación del bien jurídico tutelado por las normas. Su identificación resulta muy relevante, pues cada tipo exige la precisión de su sujeto pasivo, sin que basten referencias generales al bien jurídico mediato de protección del tráfico mercantil. Nótese que se trata de delitos semipúblicos (art. 296), de manera que la identificación del sujeto pasivo servirá en muchos casos como requisito de legitimación activa para promover el proceso penal.
El Código de 1995 -EDL 1995/16398- optó por incluir una definición auténtica del concepto de sociedad, incluida en el artículo 297, que cierra el capítulo de los Delitos societarios. No deja de resultar llamativa la opción legislativa, -la decisión de la inclusión de una definición auténtica de sociedad, a los solos efectos de determinar el sujeto pasivo de los delitos comprendidos en el capítulo-, cuando otros delitos del Código Penal también pueden tener como sujeto pasivo a las sociedades u otras personas jurídicas, amén de que los tipos objeto de estudio tutelan también intereses de particulares. Por tal motivo, pudiera pensarse que la ubicación más adecuada para el precepto hubiera estado en la parte general del Código; pese a ello, la imprecisión de la técnica empleada para identificar las sociedades, hace saludar la decisión de contener sus efectos dentro de los límites del capítulo que analizamos.
Y aunque la vocación de la norma sea la de ampliar la tutela a casi todos los entes corporativos que actúen en el mercado, la definición de los tipos obligará a entender que, quiérase o no, el sujeto pasivo primario o fundamental lo son las sociedades mercantiles, y en particular las sociedades de capital. Así sucede claramente con el delito del artículo del artículo 294 -EDL 1995/16398- (obstaculización de actividades de supervisión), pero también, de una u otra forma, con en el resto de los tipos que integran el capítulo, que tipifican conductas que recaen sobre documentos o estructuras organizativas, o que utilizan elementos normativos que se refieren, casi exclusivamente, al funcionamiento internos de las sociedades de capital. La desaparición del capítulo de los delitos societarios del delito de administración desleal, en mi opinión, refuerza la conclusión del carácter superfluo del precepto.
Al margen de lo anterior, puede decirse que, en una primera aproximación, lo primero que llama la atención del artículo 297 -EDL 1995/16398- es la falta de precisión técnica del concepto de sociedad. O si se quiere, la opción por un concepto amplio de sociedad, que no se identifica con las concretas tipologías definidas en la legislación mercantil.
Un primer criterio de utilidad, que permite aproximarse al concepto amplio de sociedad como sujeto pasivo de los delitos societarios, es el de identificar los tres elementos intrínsecos, nucleares, que caracterizan a las sociedades en el Derecho privado: a) su origen contractual (desde este punto de vista, no son sociedades las comunidades hereditarias, u otras colectividades de formación imperativa, como sucede con la masa pasiva del concurso); b) la existencia de un fin común; y c) la contribución de todos los socios a su realización.
Desde esta constatación inicial, puede adivinarse la idea de que lo que se pretende, precisamente, es dotar de singularidad al concepto, proveer una categoría específica de sociedad a los efectos del Derecho Penal, apartándose de la simple remisión propia de los tipos penales en blanco. Por ello, el núcleo de la norma debe verse en su último inciso: son sociedades, sujetos pasivos de los delitos societarios, cualquier corporación que tenga como finalidad la participación permanente en el mercado. Esta será la expresión clave para entender el precepto y para determinar el ámbito de los sujetos excluidos. Por tanto, todas las tipologías de sociedades mercantiles se encuentran comprendidas en el concepto que, además, comprende a más sujetos, que no serían sociedades desde un punto de vista puramente mercantil. Se prescinde así de un concepto jurídico-formal de sociedad, que se sustituye por un concepto material, más conforme con los específicos objetivos de la norma penal.
Por tal motivo, no resulta excesivamente interesante ofrecer una clasificación pormenorizada de cada tipo de sociedad, a efectos de su inclusión o no en la categoría penal. Desde luego, todas las categorías de sociedades mercantiles estarían incluidas sin dificultad en el precepto. Tampoco me resulta de interés indagar la razón por la que se ha diferenciado expresamente las cajas de ahorros de las entidades financieras, bastando una remisión general a su disciplina reguladora.
“Participación de modo permanente en el mercado” suele interpretarse como exigencia de llevar a cabo de forma habitual actos de comercio. No bastaría, por tanto, una actuación meramente ocasional, aprovechando una oportunidad de negocio, o la realización de actos de intercambio de bienes o servicios, si no se conciben como una actividad dotada de permanencia o estabilidad. Ello al margen de que la finalidad específica de la entidad sea la de desarrollar precisamente estas operaciones; de este modo, una entidad que carezca de ánimo de lucro (por ejemplo, una fundación, que carece por definición de fin de lucro, según el art. 2 de la Ley de Fundaciones -EDL 2002/54299-) puede desarrollar una actividad económica de forma permanente. Igual puede entenderse respecto de las asociaciones, que aunque no se mencionan en el precepto, pueden perseguir un lucro objetivo, -llevar a cabo una explotación económica-, aunque tienen prohibido repartir beneficios (art. 13.2 LO 1/2002, de 22 de marzo, reguladora del derecho de asociación -EDL 2002/4288-). En la medida en que estas entidades desarrollen de forma permanente actividades económicas, pueden entenderse comprendidas en el concepto penal de sociedad.
El artículo 297 -EDL 1995/16398- debe interpretarse, pues, en relación con los fines perseguidos, pues de lo contrario la norma incluiría sujetos que claramente deben quedan fuera de su ámbito de protección. Así sucede, por ejemplo, con las comunidades de propietarios, que aunque puedan adquirir de forma habitual bienes o servicios, no participan como agentes económicos en el mercado, aunque ocasionalmente puedan llevar a cabo actividades de intercambio.
El criterio económico debe prevalecer sobre el meramente jurídico, de haber cumplido con todos los requisitos legales para desarrollar una concreta actividad. De ahí, por ejemplo, que en la definición de los tipos se use indistintamente la expresión de sociedad “constituida o en formación”. La sociedad en formación no ha completado el proceso para llegar a gozar de personalidad jurídica, pero en la medida en que intervenga en el mercado puede ser sujeto pasivo del delito, lo que va ligado a la forma en que debe interpretarse en el bien jurídico protegido. Veremos cómo esta insistencia también resulta perturbadora en relación con los concretos bienes jurídicos protegidos en cada uno de los tipos incluidos en el capítulo.
Por todo ello, si no se trata propiamente de un tipo penal en blanco, sigue resultando necesario detenerse en la consideración de algunos supuestos dudosos.
1.1.- Los supuestos dudosos
1.1.1.- Sociedad en formación
Durante el tiempo que transcurre desde el otorgamiento de la escritura pública que documenta el contrato social, hasta el momento de la inscripción en el Registro Mercantil y consiguiente adquisición de la personalidad jurídica, la sociedad se encuentra en formación. A la sociedad en formación aluden expresamente los tipos especiales de delitos societarios, por los que no cabe duda de su inclusión en el ámbito objetivo de la norma comentada. El art. 39 LSC -EDL 2010/112805- acota temporalmente la existencia de la sociedad en formación: sociedad en formación es aquella sociedad en proceso de constitución, cuando no se ha producido la inscripción en el Registro, pero existe voluntad de los socios de culminar el proceso fundacional. Existen normas especiales que determinan la responsabilidad por los actos y contratos celebrados en nombre de la sociedad en formación (arts. 36-38 LSC). Los conflictos que pueden existir dentro de su ámbito se han entendido, por tanto, merecedores de tutela penal.
Tanto las sociedades en formación, como la sociedad irregular, cuentan con personalidad jurídica, suficiente para actuar en el tráfico. En consecuencia, ambas pueden ser sujetos pasivos de estos delitos. En general suele considerarse que la inscripción en el Registro Mercantil sólo es necesaria para que las sociedades mercantiles adquieran su personalidad típica, en relación con el concreto tipo social de que se trate (que las dota de un estatuto jurídico propio, definido a partir de las dos notas que caracterizan la extraordinaria utilidad de la institución: la limitación de responsabilidad de socios y la personalidad jurídica separada), pero fuera de este efecto limitado, la sociedad no inscrita puede realizar actos en el mercado con relevancia externa.
1.1.2.- Sociedad irregular
La sociedad normalmente es un fenómeno externo: el ente corporativo se presenta como tal en el tráfico, como forma normal para el desarrollo de sus fines. Pero las sociedades internas son también sociedades. Pese a que el art. 1669 del Código Civil -EDL 1889/1- establezca que las sociedades internas se rigen por las normas de la comunidad de bienes, no significa que no puedan ser sociedades, mucho más a los efectos que aquí nos ocupan.
Las sociedades mercantiles exigen como requisitos de constitución el otorgamiento de escritura pública y su inscripción en el registro mercantil. Suele decirse que la experiencia enseña que ambas formalidades se cumplen normalmente en el caso de las sociedades de capitales, y menos frecuentemente en el caso de sociedades de personas, donde la gran mayoría son sociedades irregulares.
La sociedad irregular no lo es porque le falte la forma de la escritura pública, sino porque le falta la inscripción. Se trata fundamentalmente de un problema de publicidad o de relevancia externa. Hoy generalmente suele entenderse, por razones de protección del tráfico y de tutela de los acreedores, que la sociedad irregular goza de personalidad jurídica para desarrollar por sí misma relaciones jurídicas externas. Por tanto, en la medida en que interviene en el tráfico, puede ser sujeto pasivo de delitos societarios.
1.1.3.- Grupos de sociedades
Ninguno de los preceptos que analizamos contempla como sujeto pasivo al grupo de sociedades. Sin embargo, como se verá, la presencia de un grupo puede resultar fundamental para definir las conductas (tanto desde el punto de vista del tipo objetivo, como desde el análisis de los elementos subjetivos), o para identificar las diversas formas de participación delictiva. Una parte relevante de los conflictos que subyacen bajo los tipos en estudio se producen en el seno de los grupos.
El ejercicio de la actividad empresarial a través de varias sociedades vinculadas entre sí, constituye la forma habitual en el tráfico. Puede decirse sin exagerar las cosas que la regla general es la existencia del grupo, y el fenómeno excepcional es la presencia de una sociedad-isla.
Las fórmulas de colaboración empresarial pueden ser muy variadas. En ocasiones, las sociedades colaboran a través de un contrato, para perseguir un fin que desborda sus capacidades individuales (por ejemplo, en las diversas modalidades contractuales de joint-ventures, UTES, cooperativas, Agrupaciones de Interés Económico, etc.), pero en la mayoría de las ocasiones los grupos no tienen un origen contractual, sino que se presentan como una mera realidad fáctica, con o sin apariencia externa.
El grupo de sociedades carece de personalidad jurídica. Pero el hecho de formar un grupo presenta notables ventajas (limitación de responsabilidad de cada sociedad interviniente, diversificación, reducción de costes de control y de capital, facilitación de las transferencias entre las sociedades que lo integran, etc.). De la misma manera, son reseñables algunos peligros típicos dentro del grupo de sociedades, que pueden ser diversos en función de la forma elegida para la estructuración del grupo (así, los grupos de dominación plantean sobre todo problemas de explotación recíproca: en filiales participadas al 100%, el interés necesitado de protección es el de los acreedores de las sociedades del grupo; en las filiales de participación mayoritaria, el interés de protección será normalmente el de los socios externos, que no lo son de la matriz, y que tienen derecho a que los órganos sociales persiguen el particular interés social).
En el Derecho español, -tampoco en el comunitario-, no existe un concepto de grupo. Incluso cada sector de la jurisdicción puede decirse que maneja un concepto propio. Generalmente la definición del grupo de sociedades se mueve en torno a dos ideas esenciales, según se atienda al elemento de la unidad de decisión en el funcionamiento del grupo, o al elemento del control de unas sociedades por otras. La cuestión tiene relevancia práctica, pues si se define el grupo sobre la base de la forma en que se estructura, atendiendo a la unidad de decisión, pueden incluirse en el concepto los denominados grupos horizontales o de coordinación, en los que no es identificable una única sociedad matriz, supuestos que, por el contrario, quedan excluidos de definirse el grupo a partir de la existencia del control directo o indirecto de una sociedad respecto de otras.
En nuestro Derecho, tras la reforma contable operada por la Ley 16/2007 -EDL 2007/44157-, se ha optado por un concepto de grupo vertical, a partir de la técnica del control, derogándose el concepto más amplio de grupo que proporcionaba el artículo 4 de la Ley del Mercado de Valores -EDL 1988/12634-. Hoy el precepto clave para definir los grupos es el artículo 42 del Código de Comercio -EDL 1885/1-, (pese a su finalidad inicial, más modesta, de definir tan solo los grupos a efectos de consolidación de las cuentas de las sociedades que lo integran). Hasta tal punto ha llegado el valor del precepto, que la propia Ley Concursal -EDL 2003/29207-, soslayando las discusiones sobre la necesidad de construir un concepto autónomo de grupo a efectos concursales, optó, con la reforma operada por la Ley 38/2011 -EDL 2011/222123-, por una remisión general al concepto del artículo 42 del Código de Comercio.
Por tanto, hay grupo de sociedades cuando una sociedad está en disposición de ostentar el control de otra u otras, directa o indirectamente.
No se incluyen por tanto, los supuestos de control externo, basado en un contrato o en una estipulación estatutaria, ni tampoco los casos de control conjunto, con una pluralidad de sociedades dominantes.
1.1.4.- Sociedad civil
Se ha dicho que el bien jurídico protegido de forma inmediata en los delitos societarios es el patrimonio particular y el funcionamiento corporativo, pero estos bienes jurídicos se protegen en la medida en que afectan a un bien jurídico mediato, que suele identificarse con el orden socioeconómico, o con el normal funcionamiento de los entes corporativos como protagonistas principales del tráfico mercantil. Por ello, la distinción tradicional de la parte general del Derecho de sociedades entre sociedades civiles y sociedades mercantiles, debe adaptarse a las peculiaridades de los fines de protección de las normas penales.
Los delitos societarios, desde este punto de vista, protegen el funcionamiento de las sociedades que participan en el tráfico mercantil. Desde esta consideración, si bien es cierto que la sociedad civil constituye el marco general del contrato de sociedad, dentro de él las sociedades mercantiles constituyen una especie. Y dentro del particular ámbito mercantil, la sociedad colectiva constituye el marco jurídico mínimo al que pueden reconducirse todas las formas corporativas que no cuenten con una regulación típica especial. Por tanto, todas las formas sociales de entes corporativos que persiguen una actividad mercantil, que no cuenten con una regulación típica, se reconducen a la sociedad colectiva. Este será el marco jurídico de referencia a la hora de identificar cada una de las conductas tipificadas en los llamados delitos societarios.
Dicho en otros términos: el círculo de bienes jurídicos que tutela la norma penal es el de los entes corporativos que participan en el mercado, desarrollando de forma permanente una actividad económica. Si estos entes, -potenciales sujetos pasivos de los delitos-, actúan sujetos al régimen jurídico típico de alguna forma social mercantil, -que por definición determinan la mercantilidad del fin-, no se plantearán problemas. Si se apartan de éste régimen típico, pero participan en el mercado, se encuentran igualmente comprendidos en la tutela penal, y en sus relaciones jurídicas se someterán a las reglas de la sociedad colectiva, como tipo mercantil básico.
Debe tenerse en cuenta, que por razones de diversa índole, en nuestro Derecho existen actividades que tradicionalmente se han adscrito al ámbito civil, aunque se desarrollen en el mercado a través de formas corporativas. Es el caso de las actividades agropecuarias o de algunas actividades desarrolladas por profesionales liberales. Aunque estas actividades se persigan por una sociedad que responda al tipo de la sociedad civil, en la medida en que se trate de actividades que supone una participación de modo permanente en el mercado, se encontrarán incluidas en el art. 297 CP -EDL 1995/16398-.
1.1.5.- Comunidades de bienes
Las comunidades de bienes carecen de personalidad jurídica, pero ya hemos dicho que este dato en sí mismo no es relevante a los fines que ocupan. La sociedad es un contrato, y las comunidades de bienes se conciben simplemente como una forma de titularidad colectiva sobre ciertos objetos patrimoniales, aunque gocen de subjetividad fiscal. La sociedad es un fenómeno que se presenta hacia el exterior, como una organización personificada. El supuesto conflictivo, donde ambos fenómenos pueden coexistir, es en el ámbito de la sociedad interna, cuando la sociedad no se presenta como tal. Si una comunidad se manifiesta al exterior como forma de explotación de una empresa, participa de modo permanente en el mercado, y en consecuencia se le deben aplicar las normas de la sociedad colectiva, porque se trata de una sociedad mercantil irregular. En tal caso estarían comprendidas en la norma comentada.
1.1.6.- UTES
Las uniones temporales de empresas son uniones contractuales de empresarios que se asociación para acometer una determinada actividad, por causas diversas (abaratamiento de costes de explotación, acometimiento de inversiones que rebasan las capacidades individuales de los asociados, reparto de riesgos, etc.). Suponen la forma más sencilla de grupo de empresas (los empresarios, para los fines anteriores, pueden formar otras entidades de tipo mutualista, como cooperativas o agrupaciones de interés económico). Las UTES cuentan con una regulación parcial, de tipo fiscal, en la Ley de 26.5.1982 -EDL 1982/9184-. Como forma de asociación entre empresarios, y pese a que carezcan de personalidad jurídica, las UTES, por definición, participan en el mercado. La mayoría de la doctrina atiende al elemento de la temporalidad para afirmar su incompatibilidad con la exigencia de permanencia en el ejercicio de una actividad económica, de modo que no pueden ser sujetos pasivos del delito societario. A mi juicio, este dato es secundario (el objeto de la UTE, por ejemplo, una gran infraestructura, puede durar varios ejercicios); lo relevante para negar la posibilidad de que pueda ser sujeto pasivo de estos delitos es la falta de una organización común y de un patrimonio separado, así como de órganos específicos de administración en sentido propio (el gerente de la UTE no es un administrador). Lo que, claro está, no impide que las conductas delictivas cometidas en su seno puedan tipificarse como delitos diversos (por ejemplo, la conducta desleal del gerente, como factor común, puede integrar el delito de administración desleal).
2.- El círculo de los sujetos activos.
Aunque no todos los delitos societarios son delitos especiales desde el punto de vista del sujeto activo, en todos ellos los administradores de la sociedad están llamados a desempeñar un papel relevante, ya sea como autores directos o como partícipes. Los delitos de falseamiento de las cuentas (290 -EDL 1995/16398-), impedimento de derechos del socio (293), y obstaculización de la actividad supervisora (294), sólo pueden ser cometidos por administradores, de hecho o de derecho. El resto, en principio, pueden ser cometidos por cualquier socio, aunque los administradores normalmente se incluirán en el círculo de sujetos activos, de una forma u otra.
Mientras que el concepto de socio no suele plantear problemas de delimitación (su estatuto jurídico dependerá del tipo de sociedad de que se trate), la delimitación de los sujetos que pueden ostentar la calificación de administradores puede resultar más discutible.
En el análisis de los tipos de delitos societarios, suele ser habitual pasar revista a las diferentes formas de administrar las sociedades, desde el entendimiento de que se está en presencia de tipos penales en blanco. Sin embargo, es relevante matizar que en Derecho penal más que a un concepto de autoría formal en los delitos especiales, se acude a criterios funcionales del dominio del hecho, lo que en estos casos resulta más justificado desde el momento en que se admiten, como se ha visto, formas corporativas que no se estructuran con una administración formal, o que no se plasman en una clara diferenciación de las funciones de gestión o administración.
Pese a ello, sigue resultando útil realizar algunas consideraciones sobre el alcance del estatuto jurídico de los administradores societarios, particularmente para comprender la razón de su incriminación, y para delimitar el contorno de la infracción penal.
Como de sobra es sabido, el procedimiento de toma de decisiones en el seno de una sociedad se estructura sobre una división elemental de poderes: de un lado, los socios se reúnen en la junta o asamblea general, como órgano soberano y decisor, y en ella adoptan sus acuerdos por mayoría de votos, siguiendo un elemental principio democrático basado en la titularidad de una determinada cuota del capital; de otro lado, los administradores representan a la sociedad, y son el órgano ejecutor de las decisiones de la junta. Esta división elemental no resulta siempre clara desde el punto de vista empírico, pues en función del tipo de sociedad, la articulación de los poderes de la junta y del órgano de administración puede presentar matices: así, por ejemplo, la junta general de las sociedades de capital, -hoy con carácter general para todas ellas-, puede impartir instrucciones a los administradores en materia de gestión (art. 161 LSC -EDL 2010/112805-); de otra parte, en las sociedades cerradas, el socio mayoritario suele intervenir o asumir directamente la administración, mientras que en las sociedades abiertas resulta sólito que el socio significativo, -o cualquier otro dominus, titular de intereses particulares-, intervenga directa o indirectamente, designando a los consejeros dominicales del órgano de administración.
La titularidad del poder de gestión que ostentan los administradores sociales presenta una doble proyección, externa e interna: a) el poder de gestión faculta a los administradores sociales para la adopción y ejecución de las decisiones que exija el ordinario funcionamiento de la sociedad, sin necesidad de su previa adopción por la junta; y b) el poder de gestión implica también que los administradores sean los gestores del contrato social, pues resultaría inviable que los socios ejecutaran el contrato por sí mismos, precisamente porque sus decisiones deben adoptarse en un órgano no permanente como es la junta general. Por este motivo, los administradores son los encargados de tomar y ejecutar las decisiones que exija la relación entre los socios y la sociedad (pago de dividendos, modificaciones de capital, exigencia de dividendos pasivos, etc.), y para ello, necesariamente, deben estar dotados de un margen amplio de actuación, de poderes discrecionales, pues las decisiones se adoptarán en un entorno esencialmente cambiante. Ambos círculos de competencias se ven afectados por las normas penales.
Los poderes de los administradores presentan como contrapartida la imposición de dos deberes básicos. De un lado, los administradores deben a la sociedad la prestación de sus servicios de una manera diligente, desarrollada con pericia y dedicación, como lo haría cualquier arrendatario de servicios, con el objetivo de maximizar el valor de la compañía. Este deber general de diligencia implica, al menos, un deber de vigilancia de la marcha de la sociedad, y un deber de información previa a la adopción de decisiones.
De otro lado, los administradores, como representantes orgánicos de la sociedad dotada de personalidad jurídica, ostentan una posición fiduciaria: deben actuar en interés de la sociedad, y no en el suyo propio. La relación entre los administradores y la sociedad tiene su fundamento en un vínculo de fidelidad. Los administradores deben lealtad a la sociedad, como la debe a su principal todo gestor de negocios ajenos.
La diferencia entre ambos deberes no resulta sencilla en la práctica. Existen zonas de intersección en las que una misma conducta es susceptible de ser analizada desde las dos perspectivas: como conducta desleal o como infracción de un deber de diligencia en la administración. La cuestión presenta relevancia en el ámbito civil, entre otras razones porque los remedios disponibles para reprimir las conductas y las consecuencias de la infracción de los deberes son, tras la reforma societaria, claramente desemejantes.
El fundamento de la diferenciación entre el deber de lealtad y el deber de diligencia, y el distinto grado de responsabilidad que genera su cumplimiento puede explicarse del modo que sigue: existe mayor riesgo para los bienes jurídicos en presencia en el caso de las infracciones del deber de lealtad, porque el administrador tiene incentivos para su comisión (el beneficio personal), frente a las infracciones del deber de diligencia (neutras, desde este punto de vista o, en todo caso, con su realización el administrador se verá igualmente perjudicado en su crédito); sobre ello, el mercado supone ordinariamente un sistema de control adecuado para las infracciones del deber de diligencia (especialmente en las sociedades cotizadas), y las asimetrías informativas en cada infracción son patentes (las infracciones de la diligencia se detectan con facilidad, especialmente en sectores especializados, frente a la ocultación natural de las infracciones del deber de lealtad), por lo que la actuación del poder público, del sistema judicial, son más necesarias en éstas. A todo ello se suman las dificultades de prueba, las dificultades en el análisis de sus presupuestos, y los efectos perversos que pueden derivarse de un estándar, y de una judicialización, excesivos del deber de diligencia.
Por este motivo, en los delitos societarios, el deber de diligencia no tiene relevancia de ilicitud penal. No se contemplan supuestos imprudentes en los delitos societarios. Todos los tipos exigen su comisión dolosa, (en algunos se identifican incluso elementos subjetivos del injusto), y en todos ellos subyace, en mayor o menor medida, la infracción del deber de lealtad (sea por los administradores, sea el particular deber de lealtad de los socios), exigente además de la generación de un perjuicio económico a la sociedad o a los socios.
El ámbito de la tutela penal de los delitos societarios debe reconducirse en su justa medida, de forma pareja a la intensidad de la protección dispensada por las normas mercantiles. Precisamente, como se apuntó más arriba, la reforma de la LSC operada por la Ley 31/2014 -EDL 2014/202806- ha señalado como uno de sus objetivos esenciales el establecer un régimen de responsabilidad para los administradores más severo y eficaz. Esto se consigue a través de una configuración radicalmente novedosa del deber de lealtad, y con una agravación del precio de la deslealtad: facilitando la legitimación activa para el ejercicio de acciones de responsabilidad basadas en la infracción de este deber, declarando su compatibilidad con otras acciones civiles (acciones de impugnación de acuerdos, de cesación, de remoción, y de nulidad contractual), y estableciendo una penalidad adicional (la obligación de restituir el enriquecimiento ilícito).
De otra parte, en el plano penal, la protección del deber de lealtad cuenta con una tipología específica en el delito de administración desleal, que tras 2015 ha sido objeto de una profunda reforma, como ha quedado dicho. Su desaparición del capítulo de los delitos societarios justifica que no nos ocupemos aquí del tema, pero resulta conveniente insistir en que, en los tipos de delitos societarios cuyo sujeto activo es el administrador social, también resulta identificable la infracción del deber de lealtad.
2.1.- El administrador de derecho
La delimitación del administrador formal no debería plantear grandes dificultades, aunque en la práctica no son infrecuentes los supuestos anómalos (nombramiento caducado, nulo, no inscrito, renuncias, etc.) que podrían plantear problemas de delimitación subjetiva a efectos penales. No obstante, el criterio material o amplio del concepto de administrador de hecho normalmente hará que estas distinciones pasen a un segundo plano.
Administradores societarios son las personas, físicas o jurídicas, que han aceptado el cargo, habiendo sido designados por el órgano competente, y una vez inscrito su nombramiento en el Registro Mercantil. La competencia para el nombramiento es de la junta general, salvo el particular supuesto de la cooptación, de la designación judicial, o en el caso de la designación por los fundadores en el acto de constitución.
Producido el nombramiento de una persona (insistimos, física o jurídica) como administradora, se requiere la aceptación del designado, por cualquier forma, incluso tácitamente, momento a partir del cual surte efectos. Lo habitual es que la aceptación tenga lugar en la misma junta en la que se efectúa el nombramiento, especialmente si el administrador es socio. La inscripción del nombramiento no es constitutiva, aunque sí necesaria para que el cargo surta efectos frente a terceros.
Otros tipos penales, en cambio, delimitan tan solo como sujeto activo al administrador formal (delito de corrupción en los negocios del art. 286 bis -EDL 1995/16398-; o delito de blanqueo, del art. 302).
2.2.- El administrador de hecho
La inclusión del administrador de hecho dentro de la categoría de los administradores penalmente responsables fue mérito de la jurisprudencia penal, cuya senda han seguido otras jurisdicciones. En el ámbito mercantil su introducción en las sociedades de capital vino de la mano en la Ley de Transparencia (2003 -EDL 2003/29907-) y su implantación se generalizó en la Ley Concursal -EDL 2003/29207-. Pero pese a la aparente coincidencia, todavía puede afirmarse que en el ámbito penal rige un criterio propio de delimitación de la figura, que prima el aspecto fáctico o material, de ahí que se incluyan bajo tal concepto sujetos que en el ámbito mercantil difícilmente se calificarían como administradores de hecho (directores financieros, secretarios del consejo de administración, etc.) La principal dificultad para el Derecho privado se encontraba en el caso del denominado “administrador oculto”.
La Ley 31/2014 -EDL 2014/202806-, de reforma de la LSC introdujo definitivamente la figura, en el apartado 3 del art. 236 -EDL 2010/112805-, al disponer: “… tendrá la consideración de administrador de hecho tanto la persona que en la realidad del tráfico desempeñe sin título, con un título nulo o extinguido, o con otro título, las funciones propias de administrador, como, en su caso, aquella bajo cuyas instrucciones actúen los administradores de la sociedad”
Como puede verse, este precepto incluye los supuestos tradicionales que están en el origen del concepto: administrador con cargo caducado, nulo o extinguido por otra causa (nombramiento viciado por incapacidad o inhabilitación; esta era la primera aproximación formalista a la figura, con la finalidad de conservación de la empresa, como lo muestra la cita de la RDGRN 24.6.1968 -EDD 1968/718-), y al administrador nombrado que no inscribe, todo con base en criterios formales. Pero también se incluye expresamente (frente a opiniones doctrinales en contra,) la figura del administrador oculto, y la de quienes ostentando otro cargo o “título” no societario (apoderados, directores generales) desempeñen funciones propias del administrador. La nota decisiva será, pues, el ejercicio efectivo del cargo sin nombramiento formal válido, incluyendo los supuestos de coexistencia con el administrador formal, siempre que se desempeñen funciones inherentes a la administración de forma autónoma y habitual.
Lo relevante es el ejercicio de estas funciones, el comportarse “como si” fuera administrador, y no la denominación del cargo. El desplazamiento, sustitución, o suplantación del órgano formal de administración, de una manera sistemática o continuada, con intensidad cuantitativa y cualitativa. Se exige, pues, “cierta calidad” en las decisiones, no bastando con funciones de consejo o asesoramiento, en la fase previa a su adopción. En ocasiones el apoderado general actúa en tal condición, pero debe matizarse que no por el hecho de ser apoderado general se es administrador de hecho, salvo que exista un uso fraudulento de las facultades del apoderamiento y una independencia o falta de subordinación en su ejercicio. La clave de la cuestión estará en muchos casos en identificar una actuación independiente en quien administra de hecho, con autonomía de decisión, actuando con el respaldo de la sociedad.
Suele afirmarse que la responsabilidad del administrador de hecho no excluye la del administrador de derecho, si bien en el ámbito civil la afirmación puede resultar matizable. Por el contrario, la amplitud de las formas de la participación penal generalmente permitirá la coexistencia de supuestos. La figura del administrador de hecho incluye también al accionista de control o mayoritario, cuando se inmiscuya de tal forma en las tareas de administración, o incluso al administrador o administradores de la sociedad holding o matriz del grupo, en el bien entendido que la mera existencia del grupo de sociedades no implica necesariamente que la dominante sea administradora de las filiales, sino que resulta exigible identificar un plus de intromisión ilegítima en la gestión de éstas (dirección unitaria y gestión o administración efectiva no son términos equivalentes).
Sin embargo debe llamarse la atención sobre los excesos en la calificación como administrador de hecho de terceros que lo que buscan es más bien la protección de sus propios intereses (bancos que refinancian, proveedores relevantes…); en estos casos deberá atenderse al hecho de la coherencia o conformidad entre la posición como acreedor o prestador de servicios, y la injerencia asumida en la actividad de la empresa. Si no existe esta coherencia, en términos de lógica jurídica o empresarial, podrá calificarse la conducta como de administración de hecho.
En el análisis de los tipos penales de los delitos societarios resulta generalmente compartido que el administrador de hecho asume responsabilidad incluso por actos realizados con incumplimiento de la normativa interna (formulación de cuentas, no convocatoria de junta, infracciones cometidas en acuerdos sociales). Las relaciones entre el administrador de hecho y de derecho pueden reconducirse, como acaba de señalarse, a las diferentes formas de participación delictiva en función de las circunstancias del caso. Así, si el administrador de derecho actúa bajo las órdenes del administrador de hecho, aquél será autor y éste inductor. Si el administrador de derecho es un mero testaferro, y quien realiza la conducta típica es el administrador de hecho, éste será autor y aquél cooperador necesario o cómplice.
La tipificación expresa del administrador de hecho en los tipos del capítulo XIII conduce a esta interpretación, incluso en aquellos supuestos en los que la conducta sólo pueda ser cometida legalmente por el administrador de derecho, como sucede con el falseamiento de las cuentas o en la obstaculización de actividades supervisoras.
Si se admite esta tesis, la diferenciación de los supuestos de aceptación tácita, falta de publicidad del nombramiento, nulidad del nombramiento, o renuncia, no resultan problemáticos, pues bien como administrador de hecho o de derecho podrá aplicarse el tipo si se ha realizado la conducta.
2.3.- El administrador persona jurídica.
Como es sabido, el art. 212.1 LSC -EDL 2010/112805- admite con carácter general que el cargo de administrador pueda venir desempeñado por una persona jurídica, concurriendo idénticos requisitos de forma y capacidad que para las personas físicas. En tal caso, la sociedad administradora deberá designar a una persona física para el ejercicio permanente del cargo. En el ámbito societario la cuestión plantea algunos problemas, en la medida en que pasa a existir una triple relación, entre la sociedad administrada, la persona jurídica administradora, y el representante designado por ésta. Tras la reforma societaria de 2014, todo lo que haga la persona física representante es imputable a la persona jurídica con carácter solidario (art. 236.5 LSC), y el estatuto del administrador representante persona física es el mismo que el de cualquier administrador.
Por ello, no debería haber dificultad para predicar la posible autoría delictiva, sin especialidades, del representante de la persona jurídica administradora, solución a la que también se llega desde la aplicación del principio general de las actuaciones en nombre de otro del art. 31 CP -EDL 1995/16398-. No así de la persona jurídica, pues los tipos de delitos societarios no pueden cometerse por personas jurídicas.
2.4.- Presidente y secretario de la junta general
El presidente de la junta y el secretario podrán intervenir a título de partícipes en prácticamente todos los delitos societarios.
El presidente de la junta, -que puede ser o no administrador, en función de lo previsto en los estatutos; si nada dicen y el órgano adopta forma de consejo, presidirá la junta el presidente-, no constituye un órgano social. Se trata de una figura necesaria para la constitución de la mesa de la junta, pero al que se asignan relevantes funciones en relación a la configuración del órgano (examen de la legitimación de los asistentes, comprobación del quórum de asistencia, apreciar la existencia de conflicto de interés del socio, y en su caso privar del voto), como en la dirección de los debates, y en la aprobación y constancia formal de los acuerdos.
En esta condición, si no es administrador de hecho o de derecho, no debería ser considerado autor de los delitos societarios, aunque sí partícipe; la cuestión puede resultar problemática, pues existen tipos en los que la conducta presenta como autor natural a estos sujetos.
El grado de participación secundaria del secretario debería resultar todavía más evidente. Se trata de una figura apenas regulada en la práctica societaria, pero que desempeña un papel relevante particularmente en sociedades abiertas, donde desempeña tareas de asesoramiento, con un alto nivel de profesionalización. No puede ser considerado administrador, pero puede participar como cómplice en todos los delitos, en particular en el tipo del artículo 292 -EDL 1995/16398-.
2.5.- Fundadores y promotores
Fundadores y promotores, aunque no sean administradores en sentido estricto, pueden ser equiparados a los administradores a los efectos de ser considerados autores de los delitos societarios. Su intervención se produce en el momento constitutivo de la sociedad (sea en fundación simultánea o sucesiva) y durante estos períodos desempeñan funciones esenciales. Así, respecto de los fundadores, el art. 30 LSC -EDL 2010/112805- les atribuye responsabilidad frente a la sociedad, socios y terceros respecto de la constancia en la escritura de constitución de las menciones legales, y de la adecuada inversión de los fondos de constitución.
Los promotores, en la fundación sucesiva de la SA, tienen también expresamente asignada responsabilidad por la exactitud de las listas de suscripción que han de presentar a la junta constituyente, de los desembolsos iniciales exigidos en el programa de fundación, y de su adecuada inversión; también de la exactitud del programa y del capital social (art. 54 LSC -EDL 2010/112805-).
2.6- El Administrador Concursal
El administrador concursal (AC, en adelante), constituye un órgano fundamental en el concurso, y supone una de las novedades más características en el nuevo diseño de los procesos concursales tras la promulgación de la LC en 2003 -EDL 2003/29207-. Desde entonces se han sucedido las reformas también en el diseño de esta figura esencial.
Brevemente, pues destacarse que las reformas concursales (en particular, la macro-reforma operada por la Ley 38/2011 -EDL 2011/222123-) han ido pretendiendo una mayor simplificación del órgano, una mejora en la regulación de sus funciones, la búsqueda de una más intensa profesionalización, y una mayor objetividad en los nombramientos. Así, se ha pasado de un órgano generalmente colegiado (formado por tres administradores), a la preferencia casi absoluta por un solo miembro, con una posibilidad extraordinaria de designación de un segundo AC, cuando concurra un interés público que lo justifique.
La identificación del AC para el juez instructor no debe plantear problemas. El nombramiento y aceptación del AC tiene lugar en el inicio del concurso. La comunicación del nombramiento al designado en el auto de declaración es inmediata, y éste debe aceptar el cargo en el plazo de cinco días, compareciendo en el juzgado (caso contrario, si no acepta por justa causa, se prevé la sanción de la imposibilidad de su nombramiento en tres años). El letrado de la Administración de Justicia facilitará al designado una acreditación, y el AC debe facilitar al juzgado una dirección postal y de correo electrónico. Nótese que es posible la designación como AC de una persona jurídica, en cuyo caso deberá designar la persona física que materialmente desempeñará el cargo. El nombramiento del AC se publica en el Registro Público Concursal.
2.6.1.- El Administrador Concursal como sujeto activo de los delitos societarios
El concurso opera una distribución de funciones entre los órganos societarios y concursales. En principio, la regla general de la que parte la LC -EDL 2003/29207- es que el concurso no afecta al funcionamiento de la persona jurídica, que mantiene sus órganos “sin perjuicio de los efectos que sobre su funcionamiento produzca la intervención o la suspensión de sus facultades de administración y disposición”.
Estos efectos se establecen en la ley a través de un sistema que puede adjetivarse como flexible, revisable, y reversible.
Se parte de la diferenciación entre concurso voluntario y concurso necesario (art. 22 LC -EDL 2003/29207-), determinándose que en el concurso voluntario el deudor conserva la administración y disposición de su patrimonio, quedando sometido a la intervención de los administradores, mediante su autorización o conformidad, (términos que la ley emplea como sinónimos). La intervención por parte del AC equivale en la práctica al establecimiento de un control sobre la actividad económica del deudor. El criterio, no obstante, es el de la continuación de la actividad económica, razón por la que el art. 44 LC permite al administrador concursal el establecimiento de un catálogo de actividades que por su naturaleza y cuantía queden exonerados del necesario control. Para el intervalo entre la declaración de concurso y la designación y toma de posesión de los interventores, el deudor puede realizar los actos inaplazables (cabría pensar en la posibilidad de adopción de medidas cautelares).
Para el concurso necesario, la regla es la contraria, previéndose la suspensión para el deudor de aquellas facultades, siendo sustituido por la administración concursal. Como regla, por tanto, en el auto de declaración del concurso necesario se acordará la suspensión de las facultades patrimoniales del deudor y su sustitución de los administradores sociales por el AC. Ello supone que el AC sustituye al deudor en el tráfico económico y en el jurídico (arts. 51.2 y 54.1 LC -EDL 2003/29207-). No se trata tanto de una inhabilitación, como de una suspensión o sustitución en la toma de decisiones.
La regulación no pretende sancionar al concursado, sino que su fin es conservar el patrimonio, asegurar el resultado del procedimiento. Como elemento de flexibilidad del sistema la ley prevé que, por resolución motivada, pueda el juez determinar la suspensión de facultades en el caso del concurso voluntario y la mera intervención, con el régimen de autorización o de conformidad, en el caso del concurso necesario, “señalando los riesgos que se pretenden evitar y las ventajas que se quieran obtener”.
De igual forma, el régimen inicial de limitación o sustitución de facultades, puede ser modificado en cualquier momento ulterior (por ejemplo, atendiendo al comportamiento y grado de colaboración del deudor durante el proceso), también mediante resolución motivada, y a instancia de la administración concursal, y oído el concursado (no de oficio), con la exigencia de que a tal cambio se le dé la misma publicidad que fue dada a la declaración del concurso.
Terminado el concurso (revocación del auto de declaración, cumplimiento del convenio, pago o consignación de la totalidad de los créditos o íntegra satisfacción de los acreedores, inexistencia de bienes o derechos, desistimiento o renuncia de todos los acreedores), la limitación de las facultades concluye. En otro caso, se prolonga hasta la aprobación del convenio, que podrá establecer medidas limitativas o prohibitivas de aquéllas. Si el concurso concluye en liquidación, la apertura de esta fase comporta la suspensión del deudor (art. 145 -EDL 2003/29207-).
En general, puede afirmarse que sólo en los casos de suspensión de facultades del deudor, cuando el AC asume por sustitución las funciones de administrador societario, el AC será equivalente al administrador de derecho y asumirá exactamente la misma responsabilidad que éste, también a efectos penales. Por el contrario, en supuestos de mera intervención, el AC desempeña una función de supervisión que le deja fuera del círculo de sujetos activos, al menos a título de autoría principal.
Abierta la liquidación, -debe repetirse-, se produce la sustitución forzosa de los administradores societarios, sustituidos por el AC. Existen normas específicas en la LC que asignan funciones al AC que pueden determinar la ejecución de las conductas típicas. La LC, desde la reforma de 2011, ha optado por relacionar las funciones del AC en un precepto, el artículo 33 -EDL 2003/29207-, que las clasifica en distintos criterios (de carácter procesal, propias del deudor o de sus órganos de administración, en materia laboral, relativas a los derechos de los acreedores, de informe y evaluación, de liquidación, de secretaría, y “cualesquiera otras”). Por intensas que sean estas funciones, salvo en los casos en los que el AC haya sustituido al administrador social, no es posible incluirlo como sujeto activo de los delitos societarios que tipifican la conducta del administrador. Otra cosa será que la concreta conducta desarrollada pueda subsumirse en alguna de las formas de participación penal.
Nótese que determinados delitos (la imposición de acuerdos abusivos o lesivos, por ejemplo), pueden ser cometidos en concepto de autores por sujetos diversos al administrador. En particular, y aunque el AC no puede ser equiparado al socio, la concreta función atribuida por el artículo 48.5 LC -EDL 2003/29207- (atribución por el juez del ejercicio de los derechos políticos de la sociedad concursada en otras entidades, si resultan afectados los intereses del concurso) puede determinar la autoría de conductas tipificadas en los artículos 291 y 292 -EDL 1995/16398-.
Por último, es de interés hacer notar que aunque la intervención o suspensión de facultades afecta al órgano de administración, también la junta general puede verse limitada en sus competencias por virtud del concurso, en la medida en que los actos de la junta de contenido patrimonial o de relevancia para el concurso se someten igualmente a la exigencia de autorización o confirmación por el AC. En casos de suspensión pudiera entenderse que las facultades de disposición de bienes que puedan venir atribuidas a la junta (por ejemplo, la del art. 160, f) LSC -EDL 2010/112805-), deberían pasar al AC.
III.- “Parte especial”: aspectos mercantiles de los diferentes tipos de delito societario
1.- El delito de falsedad en documentos sociales (art. 290)
1.1.- Especialidades del sujeto activo
Como es sabido, el delito de falsedad contable complementa las falsedades documentales, dispensando una tutela específica a determinados documentos en relación con su potencialidad para vulnerar el bien jurídico protegido en los delitos societarios. Despenalizada con carácter general la falsead ideológica cometida por particulares, la falsedad contable societaria castiga la falsedad en la información contable, dado el relevante papel que ésta desempeña para el tráfico. A salvo, pues, de este supuesto, la mayoría de las conductas tipificadas en la norma caerían bajo el precepto general del delito de falsedad cometida por particulares, que además se configura como un delito público, frente al delito societario, exigente de denuncia previa del agraviado. Por ello, si no hay denuncia, cabría perseguir estas conductas bajo la cobertura del delito de falsedad.
El delito del artículo 290 -EDL 1995/16398- es quizás la figura más frecuente en la práctica, en la medida en que sirve también como medio para la comisión de otros delitos patrimoniales o contra la Hacienda Pública.
En el fundamento de la exigencia legal, -que convierte la norma penal en el incentivo último para la atención correcta de las obligaciones contables-, está la consideración de que la contabilidad mercantil, además de fuente de información para el empresario, constituye un sistema de información financiera homologado dirigido esencialmente a terceros (acreedores y Administración tributaria, en esencia), información que se refleja en una declaración de conocimiento que emite el empresario, que debe aprobar por el cauce legal establecido, en cumplimiento de un deber de carácter público y con base en un conjunto de normas imperativas imprescindibles para la comparación de la información ofrecida.
La tutela penal frente a los incumplimientos contables es una característica de nuestra legislación. En sede de las insolvencias punibles se castigan (art. 259 -EDL 1995/16398-) los incumplimientos formales en materia de contabilidad (no llevanza de contabilidad, doble contabilidad, destrucción o alteración de libros contables), y también los materiales (irregularidades relevantes), con una descripción de conductas exactamente coincidente, en muchos casos, con las contenidas en las presunciones de culpabilidad del concurso (arts. 164 y 165 LC -EDL 2003/29207-). Debe hacerse hincapié en que en el artículo 290 sólo se exige como elemento del tipo que la falsedad resulte “idónea para causar un perjuicio económico” a la sociedad, no a terceros, lo que restringe la tutela penal en relación con los fines de la contabilidad (como instrumento también de información a terceros).
El en delito societario de falsedad contable se sancionan las falsedades que recaigan sobre las cuentas anuales o sobre “otros documentos que deban reflejar la situación jurídica o económica de la entidad”. Esta mención, -la de los documentos que reflejen la situación jurídica-, debe entenderse matizada por la exigencia de idoneidad para causar un perjuicio económico a la sociedad, elemento del tipo, lo que restringe claramente el posible objeto de la conducta.
En las sociedades la obligación de elaborar la contabilidad incumbe a los administradores (art. 253 LSC -EDL 2010/112805-), que deberán formular las cuentas en el plazo de tres meses desde la fecha de cierre del ejercicio. El Código de Comercio -EDL 1885/1- contiene, en sus artículos 34 y siguientes las normas de elaboración de las cuentas para todo empresario (para las sociedades de capital este régimen se regula en los arts. 254 y ss. LSC), y desde el punto de vista material resultan esenciales las previsiones del Plan General de Contabilidad -EDL 2007/194098- y del Plan General para las PYMES -EDL 2007/194244-. Las cuentas han de aprobarse por la junta en el plazo de seis meses, y depositarse en el Registro dentro del mes siguiente.
La detallada regulación de las normas mercantiles, y los efectos previstos (en casos de concurso o en casos de normalidad) respecto de los incumplimientos formales en relación con la contabilidad, obligan a una interpretación restrictiva de las normas penales.
En casos de concurso, la obligación de elaboración de las cuentas dependerá del régimen de intervención o suspensión de las facultades del deudor. En el caso de intervención, las cuentas deben seguir siendo presentadas por el administrador societario, con supervisión del AC (supervisión que no es verificación o auditoría, sino un simple visado); en casos de suspensión, en cambio, la obligación de elaborar las cuentas pesa sobre el AC (art. 46.2 LC -EDL 2003/29207-) lo que refuerza lo que antes se dijo sobre la condición de sujeto activo del delito.
1.2.- Los documentos contables como objeto del delito
El objeto del delito son, por tanto, los documentos contables, en el bien entendido de que documento no se identifica con escritura, como es bien sabido (art. 26 CP -EDL 1995/16398-). Sólo los documentos con proyección exterior o pública -contables o jurídicos- constituyen el objeto de la conducta, no los documentos internos o la llamada contabilidad de costes, utilizada como instrumento de información del empresario.
El precepto castiga las alteraciones o falsedades en los libros obligatorios del empresario corporativo, en la medida en que puedan causar perjuicio a la sociedad. La conducta, por tanto, puede recaer sobre el libro diario, el libro de inventario, las cuentas anuales, el informe de gestión, o la propuesta de aplicación del resultado.
Las cuentas anuales se componen del balance (que, en general, ofrece una visión estática de la situación patrimonial y financiera), la cuenta de pérdidas y ganancias (que complementa de forma dinámica la información del balance), y la memoria. Estos documentos, en función de la concurrencia de ciertos requisitos, se completan con el estado de flujos de efectivo (que ofrece información sobre los cobros y pagos de la empresa, su origen, y sobre la utilización de activos monetarios como tesorería y otros instrumentos financieros convertibles), y por el estado de cambios en el patrimonio neto.
No se incluye en el objeto del delito el informe de auditoría, que no afecta a la elaboración de las cuentas, sino al proceso de su verificación, sin perjuicio de que los auditores puedan asumir alguna responsabilidad penal accesoria, en función de las circunstancias.
Pero a lo largo de la regulación societaria existen múltiples documentos que ofrecen información jurídica o económica, que pueden constituir el objeto de la conducta. Entre ellos pueden citarse los siguientes: a) el programa de fundación en la fundación sucesiva (art. 42 LSC -EDL 2010/112805-); b) los documentos exigidos por la legislación sectorial de cotizadas; c) los informes exigidos a los administradores en los casos de aumentos de capital (art. 300 LSC, por ejemplo); d) informes en los casos en los que se pretenda excluir el derecho de asunción preferente (art. 308 LSC); e) informe de los administradores para la emisión de obligaciones convertibles (art. 414); f) los balances inicial y final en situación de liquidación; g) los diversos informes exigidos a los administradores por la Ley de Modificaciones Estructurales -EDL 2009/25042-; y h) los documentos que han de presentar los administradores para solicitar el concurso y, en general, los documentos presentados al AC a lo largo del proceso concursal.
Esta amplitud de los posibles objetos del delito, así como de las diversas formas comisivas que caben bajo la cobertura del verbo típico de “falsear” obliga a exigir relevancia y materialidad a la infracción cometida en relación con la concreta finalidad de cada documento. Recientes pronunciamientos de la Sala Segunda TS no dejan de insistir en esta idea. La STS 94/2018 -EDJ 2018/19985- exoneró a un administrador respecto del que sólo se probó que firmó las cuentas, sin constancia de su participación en su elaboración. La STS 884/2016, de 24.11 -EDJ 2016/214097-, llama la atención sobre el hecho de que “irregularidad contable” no es falsedad, pues ésta se identifica con afirmar algo que no existe, o hacer pasar como inexistente algo que existe. La STS 439/2016, de 24.5 -EDJ 2016/74592-, hace notar que no son falsos los juicios de valor que toda contabilidad implica, aunque pudieran resultar incorrectos, insistiendo en la necesidad de la eficacia causal de la conducta para producir un perjuicio a la sociedad
2.- El delito de imposición de acuerdos abusivos
El delito de imposición de acuerdos abusivos ejemplifica las críticas que venimos haciendo a la configuración de los delitos societarios. Si la regulación extrapenal tutela suficientemente el bien jurídico, la pervivencia del delito resulta cuestionable. Sobre todo si no se delimita con precisión la conducta punible. La reforma de la LSC (Ley 31/2014 -EDL 2014/202806-) ha precisado la técnica legislativa respecto de la impugnación de los acuerdos sociales, de manera que puede decirse que nuestra legislación mercantil vigente se alinea con las más exigentes del entorno en la protección de los intereses de socios y terceros, frente a los acuerdos adoptados en los órganos societarios colegiados. Precisamente esta última reforma ha incluido expresamente la categoría de los acuerdos abusivos, en línea con la mejor doctrina, ampliando las posibilidades de impugnación y de tutela frente a la minoría. El contraste con el artículo 291 del Código Penal -EDL 1995/16398- resulta muy llamativo.
La reforma societaria, además, tuvo como uno de sus objetivos esenciales evitar la obstrucción de la vida societaria por parte del abuso de los socios minoritarios. La técnica legal ha sido la de introducir los llamados test de la relevancia y de la resistencia, de manera que no se permitirán impugnaciones con base en infracciones meramente procedimentales, no relevantes, así como aquéllas que no resulten determinantes para la adopción final del acuerdo (cfr. art. 204 LSC -EDL 2010/112805-).
La propia delimitación de los elementos o requisitos del tipo contemplado en el artículo 291 -EDL 1995/16398- da idea del escaso juego de la aplicación práctica de la norma. El principio de intervención mínima del Derecho Penal refuerza la conclusión, convirtiendo el precepto, en mi opinión, en prácticamente inaplicable o, en todo caso, en una norma limitada para la persecución de casos límite. La previsión expresa de una causa de exclusión de la tipicidad (que el acuerdo no resulte beneficioso para la sociedad) apuntala estas afirmaciones.
Las incertidumbres interpretativas afectan a otros elementos del tipo. Para algunos también constituye una aplicación restrictiva del precepto la exigencia de que el escenario venga determinado por una “junta de accionistas”, a lo que sin duda contribuiría una inteligencia restrictiva de los tipos penales. Sin embargo, ninguna razón justifica la restricción de la conducta a las sociedades anónimas o comanditarias por acciones, con exclusión del resto de sociedades. La propia definición del sujeto pasivo del artículo 297 -EDL 1995/16398- llevaría a desechar esta interpretación.
El delito de imposición de acuerdos abusivos, por ello, se debe entender como una ultima ratio para la penalización de conductas abusivas de la mayoría, en los supuestos más groseros de la actividad societaria que, sin forzar demasiado las cosas, consentirían su subsunción en otras normas penales (acuerdos por los que se gravan los bienes de la sociedad para garantizar deudas del socio mayoritario, aumentos desproporcionados de la retribución del administrador, indemnizaciones por cese, acuerdos denegatorios del ejercicio de la acción social de responsabilidad), lo que refuerza la idea de la irrelevancia del precepto.
2.1.- Especialidades del sujeto activo
En el delito del artículo 291 -EDL 1995/16398- el círculo de sujetos activos se amplía, comprendiéndose dos órdenes de sujetos: los administradores de derecho (respecto de los acuerdos del órgano de administración) y los socios mayoritarios (respecto de los acuerdos adoptados en la junta o asamblea). El administrador de hecho podría ser responsable a título de inductor o de cooperador. No es preciso, en mi opinión, que el administrador sea socio, pero sí que la administración esté organizada en forma de consejo, porque el delito exige la adopción de un “acuerdo”, como resultado de la formación de la voluntad del órgano colegiado. A ello no debería constituir un obstáculo la literalidad de la expresión “los demás socios” porque de lo contrario la mención a los administradores-socios resultaría redundante. Por tanto, sólo se comete el delito en las formas colegiadas de administración. No en los casos de socio o administrador único, ni en los casos de administradores solidarios o mancomunados.
Los socios o los consejeros (pese al plural, en la medida en que se trata de una mayoría de capital, puede ser uno solo) deben ser “mayoritarios”, en el sentido de ser capaces objetivamente con sus votos de imponer el acuerdo al resto, según el particular régimen de mayorías exigido legal o estatutariamente para la adopción del acuerdo concreto que se contemple, independientemente de que se ostentara previamente esta cualidad.
Los grandes grupos de casos que se incluirían en la esfera del tipo serían, esencialmente, las remuneraciones tóxicas (los arts. 217 y 218 LSC -EDL 2010/112805- ofrecen una pauta para la interpretación), la despatrimonialización de la sociedad en beneficio propio o de terceros (a través de la elaboración de informes, adquisición de bienes a nombre de la sociedad), y la realización de operaciones vinculadas ajenas a criterios de mercado, singularmente en el caso de las operaciones intragrupo.
2.2.- El concepto mercantil de acuerdos “abusivos” como pauta de interpretación de la norma penal.
El tipo tutela a los socios minoritarios de las lesiones patrimoniales sufridas por acuerdos abusivos, adoptados en beneficio propio o de un tercero, y siempre que no puedan entenderse como favorables para el interés social. Tradicionalmente, la doctrina penal ha interpretado el precepto como una norma penal en blanco, que incorpora un elemento normativo del tipo que debería llenarse con los conceptos del Derecho societario. Si así son las cosas, la reforma societaria de 2014 obligará a adaptar el concepto a la nueva categoría de los acuerdos abusivos (con ánimo de lucro propio o ajeno) como categoría específica de acuerdos lesivos, con exclusión de los acuerdos contrarios a la ley, a los estatutos, o incluso al orden público, tutelados en la esfera civil.
Según el artículo 204 LSC -EDL 2010/112805-, en su nueva redacción, la lesión del interés social (afectado por el acuerdo genéricamente lesivo) se produce también cuando el acuerdo, aun no causando daño al patrimonio social, se impone de manera abusiva por la mayoría. Y seguidamente se ofrece una definición auténtica de la abusividad, que especifica el concepto dentro de la categoría general del artículo 7 del Código Civil -EDL 1889/1-: se entiende que el acuerdo se impone de manera abusiva cuando, sin responder a una necesidad razonable, se adopta por la mayoría en interés propio y en detrimento injustificado de los demás socios (art. 204.1, párrafo 2º LSC).
El parentesco del concepto societario del acuerdo impugnable por abusivo con el delito que comentamos resulta patente: la “no necesidad razonable” puede identificarse con la indagación de la norma penal de que el acuerdo “no reporta beneficio para la sociedad”; la adopción por la mayoría en interés propio es equivalente al “ánimo de lucro propio o ajeno”, y la exigencia de detrimento injustificado del socio minoritario puede equipararse con la exigencia penal de que el acuerdo se adopte en perjuicio de los demás socios.
En definitiva, la norma mercantil pretende resolver los conflictos intrasocietarios en los que bajo la apariencia de persecución del fin social en realidad la finalidad que se busca por la mayoría es la obtención de fines espurios: aumentos de capital abusivos con el propósito de diluir la posición del minoritario, no distribución de beneficios (que hoy pueden dar lugar a un derecho de separación del socio ex art. 348 bis LSC -EDL 2010/112805-), modificación de la forma de convocatoria, abusividad en el seno de los grupos, retribuciones abusivas, y supuestos semejantes.
En todos estos casos, para superar la barrera penal no resulta válido operar con una interpretación extensiva del tipo del artículo 291 -EDL 1995/16398-. No es admisible llevar la norma penal hasta conductas que resultan ajenas a la tutela civil. La única forma de situar al precepto en su justo lugar será a través de la interpretación de la conducta típica: la imposición del acuerdo, lo que implica una carga valorativa que reduce la conducta a supuestos ciertamente patológicos. Algo semejante sucederá con el delito tipificado en el artículo 293.
3.- El delito de imposición de acuerdos lesivos
Mayor conformidad con las exigencias de última ratio de la norma penal presenta el delito de imposición o aprovechamiento de acuerdos lesivos, tendente igualmente a la protección del funcionamiento interno de las corporaciones que actúan en el mercado (entendido en sentido amplio, porque el bien jurídico mediato es la causación de un perjuicio ilícito a la sociedad o a un socio, no a terceros). Frente al tipo anterior, en el caso del artículo 292 -EDL 1995/16398- no bastará con la adopción de un acuerdo que pueda calificarse de abusivo (en el caso, de la categoría general de los acuerdos lesivos), sino que, más propiamente, se castiga la adopción de acuerdos perjudiciales para la sociedad o para los socios, pero a través de la realización de una conducta determinada, que altera grosera y dolosamente el mecanismo elemental del funcionamiento de los entes corporativos.
Por ello, mientras que el concepto de acuerdo “abusivo” está acuñado por la doctrina mercantil y puede entenderse como una norma penal en blanco, el acuerdo “lesivo” en términos penales es un término descriptivo, no conceptual, en el entendimiento de que lesivo es el acuerdo adoptado con grosera infracción de las normas de funcionamiento del órgano colegiado, que perjudica a la sociedad o a los socios, a través de la realización de unas determinadas conductas: la adopción del acuerdo por una mayoría ficticia (lo que no deja de ser una modalidad de falsedad), el abuso de firma en blanco, la atribución indebida del derecho de voto, o la negación indebida en el ejercicio del voto. El concepto de “aprovechamiento” como modalidad delictiva resulta sumamente polémico y extiende, como veremos, el círculo de sujetos activos a personas diferentes a los autores de las conductas típicas.
Se trata de conductas que tienen una relevancia interna-societaria, en el funcionamiento o en la adopción de acuerdos y que alteran el significado de éstos como expresión de la voluntad del órgano (falsedad en las representaciones o delegaciones de voto en blanco). La atribución o concesión indebidas del voto constituye una norma en blanco, que obliga a indagar cuándo resulta legítima la privación del voto, pero de forma grosera o evidente, irrazonable en la interpretación de la norma societaria (STS 14.7.2016).
La conducta incluye, pues, la adopción del acuerdo inexistente, en el sentido de que no pueden entenderse como tales, que solo tienen de acuerdo social una apariencia, y que al tiempo suponen una clara infracción de normas imperativas, que los haría contrarios al orden público.
Sobre lo anterior, el tipo extiende las modalidades comisivas a través de una discutible utilización de la analogía de la norma penal: “cualquier otro medio o procedimiento semejante”, y llamativamente deja a salvo la aplicación de las reglas del concurso de delitos (casi todas las hipótesis típicas serían modalidades de falsedad o estafa), dándose a entender que estos otros medios serían por sí mismos delictivos (amenazas, coacciones, falsedades, etc.).
En todos estos casos, el hecho de que el acuerdo fuere potencialmente beneficioso para la sociedad resulta irrelevante.
El círculo de los sujetos activos sufre también una evidente ampliación, pues además de la inclusión de los administradores de derecho y de los socios mayoritarios, las conductas típicas presentan como autores propios a los miembros de la mesa de la junta o asamblea, (incluso del órgano colegiado de administración), pues en gran medida se trata de conductas que se cometen en el ámbito de competencias del presidente o del secretario de la asamblea, aunque el acuerdo se refrende por una mayoría. El abuso de firma en blanco como modalidad comisiva, trasciende igualmente el círculo de estos sujetos activos, pudiendo incorporar a otras personas que se aprovechen del acuerdo inexistente actuando en nombre de la empresa (directores generales, apoderados); no obstante, otra interpretación aboga por un criterio sistemático, que limite la autoría a la propia del resto de delitos societarios.
4.- El delito de impedimento o negación de los derechos del socio
Donde el solapamiento entre las normas civiles y el Derecho penal llegan a su grado máximo de confusión es, en mi opinión, en el tipo del art. 293 -EDL 1995/16398-. En él se tipifica el impedimento o la negación, sin ningún requisito adicional, objetivo o subjetivo, de algunos derechos del socio. La exigencia de que se trate de un tipo doloso, permite avanzar que solo las hipótesis más groseras de infracción de derechos sociales pueden entenderse contempladas por la norma. Nótese que no se exige un daño patrimonial, o la obtención de un perjuicio ilícito, que alguna jurisprudencia ha exigido para restringir la barrera penal. La conducta se agota con el incumplimiento de la norma legal que atribuye al socio determinados derechos. Paradójicamente, la responsabilidad civil del administrador exige la causación de un daño patrimonial a la sociedad, que no se exige para la represión penal de la conducta.
La exigencia cada vez mayor de responsabilidad de los administradores sociales, en particular en el ámbito de las sociedades de capital, hace dudar de la eficacia de este delito, que queda naturalmente limitado a supuestos extremos, patológicos. Es este un matiz en el que no deja de insistir la jurisprudencia penal, que alude a la exigencia de una abierta conculcación de la legislación societaria, a la presencia de conductas obstruccionistas continuadas, a la persistencia en el abuso en definitiva.
Desde el punto de vista práctico, los supuestos sobre los que se ha pronunciado la justicia penal han versado sobre casos en los que previamente se habían dictado sentencias civiles condenatorias, o medidas civiles de otra clase (diligencias preliminares de exhibición, medidas cautelares, etc.), de modo que la conducta castigada suponía una desatención frontal, reiterada e injustificada, de las normas societarias. Por ello, desde el momento en que la conducta resulta mínimamente justificada o razonablemente discutible, los procesos penales se han visto abocados al archivo.
Desde el punto de vista subjetivo, el tipo se limita a los administradores, de hecho o de derecho, como únicos sujetos capaces de negar los derechos que el propio precepto menciona. No obstante, estas conductas pueden también ser cometidas con abuso de mayoría, lo que haría entrar en juego otras hipótesis que han quedado examinadas más arriba. Desde el punto de vista pasivo, el único sujeto protegido es el socio, no otros sujetos que puedan tener relación directa o indirecta con la sociedad (bonistas, obligacionistas, acreedores).
La selección objetiva de derechos cuyo ejercicio se niega o impide, resulta sumamente discutible. La LSC menciona en su art. 93 -EDL 2010/112805- unos derechos mínimos del socio, que no se encuentran expresamente relacionados en otras tipologías societarias. Este haz o contenido mínimo no se ve protegido penalmente en toda su extensión, sino que tan solo se seleccionan, con un criterio difícil de adivinar, determinados derechos.
Los derechos que se han de ver afectados por la conducta (negados o impedidos) son el derecho de información y el de suscripción preferente. Junto a ellos se menciona, de forma inespecífica, unos derechos de participación en la gestión o en el control de la actividad social respecto de los que no es difícil defender su reconducción a las diversas modalidades del ejercicio del derecho de información. No se menciona, en cambio, el derecho de participación en las ganancias sociales, el derecho mismo a impugnar los acuerdos sociales, o el derecho a participar en la cuota de liquidación.
El derecho de información ha ido cobrando mayor importancia y autonomía en las sucesivas reformas societarias, a la vez que su papel como fundamento de la anulación de un acuerdo social se ha visto reducido (cfr. art. 204.3 LSC -EDL 2010/112805-). La norma mercantil lo tutela de forma eficaz y pluriforme, de manera que las razones para su protección penal no sólo no están claras, sino que resulta sumamente difícil ofrecer criterios generales para definir las conductas típicas. Aunque el delito no exige una continuidad en la conducta, la evidencia de que sólo podrán castigarse las hipótesis más graves o groseras, lleva naturalmente a entender que sólo una infracción prolongada en el tiempo, previo intento efectivo del ejercicio del derecho por el socio, puede integrar el tipo.
El derecho de información no es un derecho permanente del socio. Es un derecho que sólo puede ejercitarse por el cauce establecido, en relación con la convocatoria o celebración del órgano colegiado de la sociedad. Si un socio desea información sobre determinado aspecto de la gestión de la sociedad, la única vía posible es solicitar la convocatoria de la junta (art. 168 LSC -EDL 2010/112805-). La normativa de las sociedades de capital contiene una detallada regulación sobre la forma de su ejercicio tanto en las sociedades limitadas, anónimas, y cotizadas, así como una regulación especial en relación con la información respecto de las cuentas anuales. La forma de ejercicio y de satisfacción del derecho puede ser oral o escrita, -su satisfacción normalmente debería ir pareja a la forma de su solicitud-, y el derecho puede satisfacerse antes, durante, o después de la celebración de la junta.
La forma en que la legislación societaria reconoce el derecho lleva naturalmente a interpretar que la negativa tutelada por la norma penal es la que se produce respecto del ejercicio del derecho de información antes de la junta general (argumento ex art. 197.5 LSC -EDL 2010/112805-, pues la negativa a facilitar la información en la junta sólo da lugar a una acción de cumplimiento y a la posible indemnización de daños), con exclusión del resto de supuestos.
Igualmente resultará necesario atender a las normas que facultan a los administradores a denegar la información solicitada, conducta que en tal caso resultará atípica (el art. 197 LSC -EDL 2010/112805- ha precisado las razones de la negativa para las anónimas, en criterios que pueden resultar útiles para justificar también a efectos penales la conducta en el resto de tipologías societarias).
El tipo viene, por tanto, integrado por una norma penal en blanco, lo que obliga a tomar en cuenta los supuestos en los que la ley o los estatutos sociales permiten rechazar el ejercicio del derecho de información, o delimitar contenidos materiales ajenos a su ejercicio. También resultará obligado atender a las razones de la negativa, en el sentido de que cualquier apariencia de legalidad o de oscuridad en la interpretación, excluirán la antijuridicidad. En suma, tanto la doctrina como los tribunales insisten en adjetivar las conductas como manifiestamente o claramente abusivas o conculcadoras de los derechos del socio.
La participación del socio en la gestión o en el control de la sociedad no es fácil de definir. El socio controla la sociedad a través del ejercicio del derecho de información y voto en las juntas generales. La norma encuentra un ámbito propio en las reglas legales para la convocatoria de las juntas (se han castigado conductas consistentes en su grosera infracción, que resultarían punibles por sí mismas como delitos de coacciones o amenazas), pero la posibilidad legal de solicitar su convocatoria judicial hace difícil pensar en la comisión autónoma de este delito (quizás en concurso con la desobediencia); resultará exigible en todo caso el haber agotado todas las posibilidades legales para lograr la convocatoria. Conductas claramente patológicas, como la de impedir físicamente el acceso al local o expulsar violentamente de la junta, integran el delito. Del mismo modo, integrarían el delito la negativa al nombramiento de auditores, y otros supuestos en los que la ley faculta directamente a los socios a examinar documentos sociales (contabilidad, proyecto de modificación estatutaria, fusión y otras modificaciones estructurales, ampliaciones o reducciones de capital, etc.).
La participación en la gestión se ciñe al derecho de la minoría a designar administradores en los órganos colegiados, -en algún caso se ha sancionado al administrador por no acudir reiteradamente a la junta (SAP Cantabria 20.7.05 -EDJ 2005/118572-)-, y encuentra un campo propio en las nuevas facultades de las juntas generales de dirigir instrucciones a los administradores, o de enajenar activos.
En suma, la completa regulación contenida en la LSC -EDL 2010/112805- servirá para delimitar las hipótesis típicas. En el resto de corporaciones que pueden resultar afectadas por el delito deberá atenderse a la normativa sectorial y estatutaria.
5.- El delito de negación del ejercicio de las facultades de inspección o supervisión.
La peculiaridad de este delito (en cuyo origen algunos sitúan apuntan directamente al caso Banesto -EDJ 2002/28164-) radica en la determinación del sujeto pasivo, que queda limitado a las sociedades sujetas a supervisión administrativa, bien por su propia condición, bien por el hecho de intervenir en mercados regulados. Todo ello en línea con la peculiaridad del bien jurídico protegido, que apunta directamente es el normal desenvolvimiento de los mercados regulados y de los organismos supervisores. La configuración típicamente administrativa de estas conductas (prolijamente desarrollada en la legislación sectorial) aconseja limitar la tutela penal a los casos más graves, lo que desemboca en su aplicación puramente anecdótica y a aventurar su ineficacia (frente a las normas administrativas), y su propio carácter redundante, pues no deja de constituir una modalidad de la desobediencia.
Para interpretar el precepto resulta necesario delimitar en cada caso la titularidad y la intensidad de las facultades de inspección o supervisión de sociedades mercantiles por parte de autoridades diversas. En ocasiones se trata de entes insertos en la administración general o territorial del Estado, o de las Comunidades Autónomas; en otros casos se trata de las agencias supervisoras (lo que aparente constituir su objeto más claro: CNMV, CNMC, -también las autonómicas, BdE, sociedades rectoras de bolsas, DG Seguros y Fondos de Pensiones, etc.)
Constituye, finalmente, especialidad del precepto la expresa previsión de la posibilidad de imposición de las sanciones del art. 129 CP -EDL 1995/16398- (suspensión de actividades, clausura de locales, intervención judicial, etc.), remisión que tras la reforma de 2010, con la nueva redacción de dicho artículo, aparenta haber quedado sin contenido (en la medida en que en su nueva redacción sólo resulta aplicable a entes sin personalidad).
[1] Ponencia publicada por el CGPJ en la colección “Cuadernos Digitales de Formación”.
Este artículo ha sido publicado en el "Boletín Mercantil", el 1 de junio de 2019.
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