COMENTARIO

Inejecución de sentencia sobre demolición de vivienda

Noticia

Comentario realizado por la Redacción de Lefebvre o alguno de sus colaboradores sobre una sentencia o consulta jurídica relevante

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EDE 2017/504386

Planteamiento

Tras procedimiento judicial iniciado por la Conselleria se obtuvo sentencia que declara la nulidad absoluta de una licencia de obras concedida para la construcción de una vivienda unifamiliar en suelo no urbanizable, sentencia que posteriormente fue confirmada por el TSJ. El demandado era el Ayuntamiento (el propietario de la vivienda no compareció) y el demandante la Generalitat Valenciana.

Pese a que la sentencia firme del TSJ es del año 2014, no se ha llevado a cabo la demolición. La Conselleria no ha pedido en ningún momento la ejecución forzosa de la Sentencia en vía judicial, si bien remitió escrito al Ayuntamiento indicando que la demolición era la consecuencia necesaria de la declaración de nulidad de la licencia, sin más trámite. No se nos ha permitido la personación "extra partes". Mi cliente, que es vecino, reiteradamente ha instado al Ayuntamiento para que proceda a dicha demolición, sin éxito. He optado por preparar un requerimiento de inactividad a fin de iniciar procedimiento judicial pero la duda que me surge es si es de aplicación el párrafo primero del art. 29 o el párrafo 2º -EDL 1998/44323-, y en consecuencia si el plazo de espera es de 3 meses o de 1 mes. ¿puede entenderse que se trata de la ejecución de un acto firme? 

Respuesta

En primer lugar, repasaremos la evolución de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional al respecto del asunto objeto de consulta. Así, podemos señalar una primera etapa, con el dictado de la Sentencia 67/1984, de 7 de junio -EDJ 1984/67-, donde no sólo vincula la ejecución de sentencias en el derecho a la tutela judicial efectiva, ligando la efectividad del mismo a la propia existencia del Estado de Derecho, sino que establece la obligación de los Tribunales de hacer ejecutar lo juzgado sin dilaciones indebidas.

En una segunda etapa, el Tribunal Constitucional intensifica el control “mucho más penetrante e incisivo sobre la labor ejercida por los órganos propiamente jurisdiccionales”. Ejemplo de ello es la Sentencia 167/1987 de 28 de octubre -EDJ 1987/167-, dando un paso más al reconocer en su fundamento jurídico segundo que, aun no siendo la competencia del Tribunal el precisar las medidas concretas que exige la ejecución del fallo, “sí le corresponde, en cambio, corregir y reparar las eventuales lesiones del derecho a la tutela judicial que tengan su origen en la pasividad o el desfallecimiento de los órganos judiciales para adoptar las medidas necesarias que aseguren el cumplimiento de sus propios fallos”, y ello por la razón fundamental de que es “aquí, en los incumplimientos administrativos disimulados o indirectos, donde se ocultan los mayores riesgos tanto para el sistema jurídico en general como para los derechos de los particulares”.

En una tercera etapa el TC muestra un equilibrio entre ambas posturas. Quizá el Tribunal, consciente de que el decidido avance experimentado por su jurisprudencia en la anterior etapa le hubiera llevado demasiado lejos, decidió por primera vez dar lo que podemos calificar de freno y marcha atrás. Sin dejar de vincular el derecho a la ejecución de sentencias a la tutela judicial efectiva (así, por ejemplo, el fundamento jurídico segundo de la Sentencia 219/1994 de 18 de julio -EDJ 1994/10567-, que resume la doctrina pacífica al respecto en la materia, y sin dejar de recabar para sí la posibilidad de control en última instancia, sí que limita notablemente su ámbito objetivo de actuación, pudiendo únicamente tomar en sus manos el asunto cuando las interpretaciones de los órganos judiciales fuesen arbitrarias, incongruentes o irracionales. Esa tercera vía es la que se mantiene prácticamente inalterada y un buen resumen de la misma lo ofrece el fundamento jurídico tercero de la Sentencia 211/2013 de 16 de diciembre -EDJ 2013/260744-, que pasamos a reproducir:

“Este Tribunal tiene declarado que “el derecho a la ejecución de Sentencias forma parte del derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CEEDL 1978/3879-), ya que, en caso contrario, las decisiones judiciales y los derechos que en ellas se reconocen no serían más que meras declaraciones de intenciones y, por tanto, no estaría garantizada la efectividad de la tutela judicial. No obstante, hemos advertido que el alcance de las posibilidades de control por parte de este Tribunal del cumplimiento de la potestad jurisdiccional de hacer ejecutar lo juzgado no es ilimitado, pues es también doctrina constitucional consolidada que la interpretación del sentido del fallo de las resoluciones judiciales es una función estrictamente jurisdiccional que, como tal, corresponde en exclusiva a los órganos judiciales. Por esta razón el control que este Tribunal puede ejercer sobre el modo en que los Jueces y Tribunales ejercen esta potestad se limita a comprobar si esas decisiones se adoptan de forma razonablemente coherente con el contenido de la resolución que se ejecuta. De ahí que sólo en los casos en los que estas resoluciones sean incongruentes, arbitrarias, irrazonables o incurran en error patente podrán considerarse lesivas del derecho a la tutela judicial efectiva En efecto, el derecho a la ejecución de las Sentencias en sus propios términos impide que en fase de ejecución los órganos judiciales lleven a cabo interpretaciones de los fallos que, por alterarlos o apartarse de ellos, incurran en arbitrariedad, incongruencia, irrazonabilidad o error. Y ello incluso aunque la variación o revisión de la resolución que debe ser ejecutada se produzca en supuestos en los que los órganos judiciales ejecutantes entendieren con posterioridad que la decisión adoptada no se ajusta a la legalidad, pues constituye una manifestación tanto del principio de seguridad jurídica como del derecho a la tutela judicial efectiva que las resoluciones judiciales firmes no pueden ser modificadas al margen de los supuestos y cauces taxativamente establecidos en la Ley. Esta regla general encuentra, no obstante, una excepción, pues ni la seguridad jurídica ni la efectividad de la tutela judicial alcanzan a integrar un supuesto derecho a beneficiarse de simples errores materiales o de evidentes omisiones en la redacción o trascripción de la Sentencia que puedan deducirse, con toda certeza, del propio texto de la misma ...”

Pues bien, tal era la situación cuando el máximo intérprete de la Constitución efectúa en febrero del año 2014 un nuevo freno y marcha atrás, con la diferencia de que en esta ocasión dicho organismo quizá no fue consciente de lo perniciosa que puede llegar a ser la doctrina vertida en una frase aparentemente inocua, pero de gran trascendencia práctica. Este pronunciamiento tiene lugar en las Sentencias 125/2013, de 23 de mayo -EDJ 2013/60758-, y 147/2013, de 6 de agosto -EDJ 2013/157763-. En ambos casos conociendo por vía de recurso de amparo las respectivas sentencias de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Asturias. Cuando el asunto llega por tercera vez al Tribunal Constitucional en menos de un año lo hace de forma diferente, ya que en esta ocasión el recurso de amparo se interpone no frente a una sentencia, sino frente al Auto de 24 de enero de 2014 de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Asturias que, al resolver precisamente un incidente de ejecución de sentencia, da por correctamente ejecutada la última resolución de dicho órgano judicial. El Auto de la Sala no deja de tener su miga, dado que, pese a reconocer de forma explícita e indubitada que la Administración no había, en puridad, ejecutado la sentencia conforme disponía el fallo, sin embargo, avala la solución adoptada con el sorprendente argumento de que, a la vista de la situación existente en el supuesto de hecho enjuiciado, la correcta ejecución acorde al fallo “no conduciría a ninguna solución práctica” (sic). Pues bien, el fundamento jurídico tercero del Auto 53/2014, de 24 de febrero -EDJ 2014/86253-, al enfrentarse al enjuiciamiento de la resolución del Tribunal Superior de Justicia de Asturias, parece acoger la doctrina que ha mantenido inalterada desde los años noventa, pero al cabo de unas líneas desliza un aserto que constituye una auténtica bomba de relojería ubicada en los cimientos del propio sistema de ejecución de sentencias, susceptible de acarrear consecuencias inesperadas de prevalecer una interpretación literal de la misma, dado que en tal caso podría dinamitar en el orden contencioso la ya escasa esperanza de llevar a efecto los pronunciamientos condenatorios frente a las Administraciones. En efecto, dice el Tribunal Constitucional: “Es más, debe tenerse en cuenta que el proceso de ejecución no es un procedimiento de aplicación mecánica del fallo; es un proceso en sentido estricto que sirve para adaptar ese fallo a las circunstancias que la Sentencia no pudo tomar en consideración (por acaecer después de que se dictase el acto administrativo enjuiciado o de la propia Sentencia)”.

Teniendo en cuenta que para el ciudadano medio la ejecución de sentencias contenciosas es equiparable a un campo de minas, la anterior afirmación puede constituir en manos de las Administraciones públicas una auténtica espoleta que literalmente, volatilice los intereses de los ciudadanos beneficiarios de una sentencia favorable.

Expuesta la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional respecto de la inejecución de sentencias, pasamos ahora a analizar la Ley 29/1998 de 13 de julio reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa -EDL 1998/44323-. La regulación material contenida en la Ley 29/1998 sigue prácticamente el mismo esquema en la materia que su antecesora de 1956, pues las novedades se limitan a meros retoques, manteniendo incólumes los pilares básicos en los que se sustentaba el sistema general heredado. Baste un ejemplo práctico que demuestra el hecho de que la idea de un auténtico proceso ejecutivo viene a ser una especie de anatema. Una de las teóricas novedades de la nueva ley es el establecer como objeto de recurso la tradicionalmente denominada “inactividad de la Administración”, que el art. 29 del texto legal concreta en la obligación (en virtud de una disposición general que no precise de actos de aplicación o en virtud de acto, contrato o convenio administrativo- de realizar una prestación concreta en favor de una o varias personas determinadas o en caso de inejecución de actos firmes). Pues bien, si nos atenemos a la dogmática administrativa, el acto administrativo goza de presunción de legalidad y de ejecutividad, características estas que, por mucho que pueda extrañar, no operan únicamente frente al ciudadano, sino también frente a la Administración. Por tanto, la lógica impele a que en caso de que la Administración no ejecute un acto firme o no realice una prestación a la que viene obligado, dado que el ciudadano carece de la facultad de autotutela, recabe el auxilio judicial mediante el correspondiente proceso, en el cual, y dado que el acto administrativo constituiría un auténtico título ejecutivo al no discutirse su contenido material, lo lógico sería acudir directamente a un proceso de ejecución de títulos judiciales, incluyendo en este sentido a los actos administrativos firmes entre los títulos que lleven aparejada ejecución de forma análoga al art. 517 de la Ley 1/2000 de Enjuiciamiento Civil -EDL 2000/77463-. Pues no señor, lo que hace la Ley 29/1998 es de forma inaudita remitir a un procedimiento declarativo, es decir, que se obliga al particular a recorrer un largo periplo judicial para que un órgano judicial confirme que tiene derecho a la prestación reconocida ya en un acto administrativo firme y consentido por la propia Administración. Pese a que esta situación fue criticada por Jesús González Pérez, defensor de la tesis de que lo lógico hubiera sido el establecer directamente la vía ejecutiva para estos casos, la filosofía última del texto legal ha calado hasta tal punto que es defendida incluso por propios magistrados que ejercen en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo. Pues bien, de esta forma aborda la Ley jurisdiccional de 1998 la inactividad administrativa.

A los dos supuestos de inactividad que en el art. 29 de la citada Ley -EDL 1998/44323- se recogen se puede añadir, aunque ya en otro plano (el de la ejecución de sentencias), un tercero, que es precisamente el de la inejecución de sentencias que condenan u obligan a la Administración a un determinado comportamiento (lo que Alejandro Nieto ha denominado inactividad «resistencial»). Estos supuestos están regulados en el art. 108 LJCA, en cuyo estudio no vamos a entrar aquí, porque, pese a su evidente conexión con el tema del control de la inactividad, no se plantea en ellos un problema de identificación de la exigibilidad de un determinado comportamiento por parte de la Administración. Su obligación de ejecutar las sentencias es inequívoca. Cuestión distinta es que las posibilidades de actuación del órgano judicial en caso de incumplimiento estén limitadas, en los términos del citado art. 108 LJCA.

En definitiva, en el caso que nos ocupa, al no ser ustedes parte del proceso judicial y, por tanto, no poder ir por la vía de la ejecución de sentencia del art. 108 -EDL 1998/44323- (sólo podría ir por esa vía quien fue parte en el proceso judicial previo, es decir, la Generalidad valenciana), tendrían, efectivamente, que invocar la vía de la inactividad administrativa para poder acceder a la jurisdicción contencioso-administrativa en el caso en que la Administración no atendiese su petición de ejecución de sentencia y la vía para reclamar tal inactividad sería la del apartado 1 de ese art. 29 al encontrarnos en el caso objeto de consulta frente a una inactividad material, cuyo ámbito de regulación es mucho más amplio que el de la inactividad formal que se recoge en el apartado segundo de dicho precepto, que se limita sólo al supuesto de inejecución de actos administrativos firmes. En el caso que nos ocupa nos encontramos con una sentencia que impone a la Administración una obligación de llevar a cabo una prestación concreta en favor de una o varias personas. En este caso, a favor de los vecinos, muy especialmente, los colindantes con la edificación contraria al ordenamiento urbanístico, por lo que de no llevarla a cabo la Administración urbanística actuante (el municipio) su inactividad es una inactividad material y no formal.