El actual fenómeno social del "escrache" es objeto de un amplio debate en los medios de comunicación y en la colectividad en general y, como suele ocurrir con otros temas, hay opiniones para todos los gustos, unas favorables a su práctica como forma de manifestación democráticamente aceptada para expresar el sentir social de desacuerdo con determinadas medidas y actuaciones públicas adoptadas en el marco de la actual situación de crisis económica, y otras que consideran que este fenómeno es un ejercicio de coacción, propio de épocas fascistas, que constituye un claro ataque al Estado democrático de derecho. Pero aun los que se han expresado a favor del "escrache" y sus protagonistas, los "escraches", reconocen que hay determinados límites que no se deberían sobrepasar.
No cabe duda que los derechos de reunión y manifestación son derechos fundamentales, expresión del pluralismo y participación política de todos los ciudadanos, lo que les otorga el carácter de libertad preferente, sin las cuales – lo mismo que ocurre con las libertades de expresión e información – no se podrían ejercer adecuadamente otros derechos y libertades públicas, de manera que cualquier medida restrictiva de su legítimo ejercicio podría afectar a su "contenido esencial", algo que está expresamente prohibido en la Constitución (art. 53.1).
Pero otra cosa es que en el ejercicio de esos derechos fundamentales, como ocurre en otros casos, puedan cometerse abusos. Abusos que ya tienen su respuesta en el ordenamiento jurídico. Así, el código penal contempla el tipo penal de "reuniones o manifestaciones ilícitas", "intentar penetrar en las sedes del Congreso de los Diputados, Senado y otros órganos legislativos" y, en fin, los delitos de atentado, resistencia, o lesiones.
Ciertamente, muchos de esos casos en los que se sobrepasan los límites razonables del ejercicio del derecho de reunión o de manifestación, podrían tener consecuencias penales para sus responsables.
Aparte de las señaladas, debe recordarse que el Código penal vigente contiene, dentro del título XXI ("Delitos contra la Constitución"), los delitos contra las Instituciones del Estado y la división de poderes (arts. 492 a 509), que pretenden salvaguardar el normal funcionamiento de los órganos fundamentales de los distintos poderes del Estado de Derecho, como el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial, además de otras instituciones del Estado, como el Ejército y las Fuerzas de Seguridad.
Desde luego, ahora no ocurre ya como con ocasión de anteriores manifestaciones provenientes de partidarios del 15-M, en cuyo caso podría entrar en consideración el art. 494, que castiga, con la pena de prisión de seis meses a un año o multa de doce a veinticuatro meses, a "los que promuevan, dirijan o presidan manifestaciones u otra clase de reuniones ante las sedes del Congreso de los Diputados, del Senado o de una Asamblea Legislativa de Comunidad Autónoma, cuando estén reunidos, alterando su normal funcionamiento", pues hasta ahora los casos que se están produciendo son aquellos en los que los que "escraches" ejercen su presión ante los domicilios de políticos, hasta el momento de políticos siempre pertenecientes al partido que sustenta el Gobierno actual, el partido popular. Pero aun en esta hipótesis, de concurrir "fuerza, violencia, intimidación o amenaza grave", bien sea para "impedir a un miembro del Congreso de los Diputados, del Senado o de una Asamblea Legislativa de Comunidad Autónoma asistir a sus reuniones", o para coartar "la libre manifestación de sus opiniones o la emisión de su voto" (art. 498), el hecho puede ser constitutivo de delito, castigado, además, con una pena grave, pues puede llegar hasta los cinco años de prisión. Ello sin necesidad de acudir a otros delitos comunes que no hay que descartar, y cuya eventual aplicación dependerá de cómo se desarrollen las actuaciones concretas, como alguna modalidad de detención ilegal, amenazas o coacciones.
Pero más allá del problema sobre las consecuencias que, para quienes se exceden en el ejercicio de sus derechos, pueda tener este fenómeno social del "escrache", expresión del estado de conmoción que muchos ciudadanos sufren por la situación de precariedad que viven, en muchos casos por circunstancias ajenas a su propia responsabilidad, no es posible obviar el fondo de la conmoción social expresada a través del "escrache", que no es otro sino el de personas desahuciadas, desempleadas, familias sin suficientes recursos para salir adelante y, en fin, "indignados" por la injusta situación que muchos de ellos padecen, con aparentes escasas posibilidades de mejora en un futuro próximo. No es extraño, pues, que los "escraches" vayan de la mano de miembros de la plataforma de afectados por la hipoteca (PAH), del entorno del 15-M, e incluso de grupos antisistema. El Estado, sus gobernantes, no pueden permanecer impasibles ante la situación de verdadera exclusión social que sufren muchos de nuestros ciudadanos.
Esta situación confirma la necesidad de la racionalidad en las decisiones que se toman, porque así lo exige la sociedad actual, inmersa en una crisis económica que se prolonga en el tiempo y que obliga a una optimización de los recursos públicos con los que cuenta aquélla, dirigidos a objetivos prioritarios de la política interior. El empleo es un objetivo indiscutible, porque genera riqueza y reduce los niveles de conflictividad social. La salud de los ciudadanos debe protegerse, porque la vida, la salud y la libertad de las personas, constituyen la propia esencia de éstas. La educación representa el futuro y el progreso de la sociedad misma, y es el mejor mecanismo de prevención de muchos de los males de la sociedad que vivimos, como el fenómeno de la violencia de género, e incluso de la violencia política. Y la justicia, con todo el conjunto de normas que la sociedad, a través de sus legítimos representantes, ha acordado establecer para regular las distintas relaciones y aspectos de la vida social, es el instrumento que garantiza el adecuado funcionamiento de la sociedad, su existencia como tal. En palabras del importante sociólogo alemán Niklas Luhmann, defensor de la teoría funcional o de los sistemas, la sociedad es un sistema de interacciones – expectativas –, de manera que cada ciudadano tiene la expectativa de que los demás se van a comportar de acuerdo con determinadas reglas sociales de conducta; si no se cumple esa expectativa se dificulta considerablemente el desarrollo normal de la sociedad misma. Por eso el valor de la justicia, que comprende también la seguridad, y su salvaguardia, forma parte del conjunto de prioridades que el poder público debe proteger.
Causa una enorme perplejidad, en los tiempos que corren, cuando hay tantas personas sufriendo situaciones de desamparo por las limitaciones presupuestarias impuestas por la crisis, que dentro del propio Estado, en el que todos tenemos el deber de conocer el castellano, que según la Constitución es la lengua española oficial del Estado, tenga que dedicarse parte de nuestro presupuesto a traducciones de textos de otras lenguas españolas, por más que éstas estén reconocidas en sus respectivas comunidades y sea legítima y deseable su protección, o se dedique a que determinadas comunidades autónomas mantengan representaciones diplomáticas fuera de España, algo que sólo incumbe al Estado. Y resulta incomprensible que todo ello tenga prioridad sobre políticas de primer orden, como la salud, la educación, la atención social o el empleo.
No debe cuestionarse el sistema descentralizador que tenemos, pues la experiencia histórica lo desaconseja, pero hay que racionalizarlo, evitando duplicidades y gastos superfluos, siendo absolutamente necesario seguir en los presupuestos un orden básico de prioridades.
Y en lo que a la Justicia se refiere, indudablemente una prioridad permanente, pues es la garantía de todo Estado de Derecho, es bueno que también se imponga la racionalidad, como así se pretende con la reforma que se está tramitando actualmente de la ley orgánica del poder judicial, reducción que puede extenderse también al Tribunal Supremo, sobre todo a partir del momento en que los Tribunales superiores de justicia de cada Comunidad Autónoma asuman la competencia como órgano de última instancia judicial que les corresponde, quedando reservado este Tribunal a la alta responsabilidad como órgano unificador de doctrina que históricamente tiene atribuida. Y sería bueno también para el país que no se duplicaran, en el marco de las Comunidades Autónomas, instituciones estatales, como el caso del Consejo de Garantías Estatutarias, en Cataluña, que es como un Tribunal Constitucional a la catalana, los consejos consultivos, similares al Consejo de Estado, o el defensor del pueblo andaluz, el Sindic de Greuges de Catalunya o el Diputado del Común en Canarias, figuras similares al Defensor del Pueblo, además de un largo etcétera, pues todo ello genera un enorme gasto para las arcas públicas, tratándose de instituciones autonómicas de las que se puede perfectamente prescindir.
En fin, es razonable que se pida la mayor racionalidad posible y el mayor sentido común en las decisiones políticas, eliminando gastos superfluos, reforzando los órganos e instituciones que permiten hacer realidad el Estado de Derecho y aboliendo aquellos otros que, por innecesarios, nunca debieron existir.
No se puede negar que el Gobierno actual, en un momento de enorme dificultad y complejidad por la situación heredada de gobiernos anteriores, viene trabajando intensamente, como nunca se había hecho hasta ahora, para hacer frente a los problemas que se plantean, tomando medidas, ciertamente, difíciles, pero necesarias, como las medidas de eficiencia presupuestaria, medidas para la reforma del mercado laboral, para la protección de deudores hipotecarios sin recursos o para reforzar la protección de los deudores hipotecarios, acabando con las cláusulas abusivas en las hipotecas, medidas de flexibilización y fomento del mercado de alquiler de viviendas, viviendas sociales, etc. Medidas que ningún gobierno socialista se había atrevido a adoptar. Y son medidas que acaso sean insuficientes, y es legítimo que así se manifieste, pero a través de los numerosos cauces legalmente establecidos para ello.
Lo que no es posible aceptar de ningún modo es la presión sobre quienes tienen la legitimación del pueblo, como representantes, directos, que son de todos los ciudadanos, según los resultados de las últimas elecciones democráticas celebradas, ejerciendo sobre ellos un hostigamiento y ejercicio de coacción, que resulta absolutamente inadmisible.
Derecho de reunión, de manifestación, sí, pero pacíficas, y de acuerdo con las reglas que rigen el legítimo ejercicio de estos derechos fundamentales. Derecho de petición, que todos los ciudadanos tienen para poder así participar en los asuntos públicos, también. Y, en fin, otro mecanismo para que los ciudadanos que lo deseen puedan involucrarse directamente en estos asuntos es la iniciativa popular, que permite la participación directa de los ciudadanos en el proceso de producción normativa.
Pero lo que no se debe aceptar, porque ello incluso podría sentar un peligroso precedente para la sociedad en su conjunto, es que a través de la coacción se intente condicionar el voto libre de los representantes del pueblo, que son los diputados y senadores de las Cortes Generales y Asambleas de Comunidades Autónomas, vulnerando así palmariamente, como lo manifestaba recientemente el Ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, el principio básico de representación democrática, razón por la que los diputados y senadores gozan precisamente de una especial protección, así como también todas las instituciones del Estado, en el marco de los delitos contra la Constitución.
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