La valoración que las partes de un proceso hacen de las resoluciones judiciales acostumbran a ir vinculadas a su interés en el pleito: generalmente, las sentencias favorables se consideran acertadas y las desfavorables, desacertadas. Pero cuando se amplía el espectro al conjunto de la ciudadanía, cuando una persona que no tiene un interés directo en el pleito lee en un periódico que un tribunal ha decidido tal o cual cosa, se tienen en cuenta otros factores.
En esa valoración colectiva de la ciudadanía pesan muchos elementos: la empatía personal hacia los protagonistas de la resolución (a ningún médico le gusta leer que han condenado a otro), la relevancia pública de dichos protagonistas (como ocurre cada vez que un personaje público se sienta ante un tribunal), el momento social en que se produce (en un contexto de crisis como el actual se valora severamente la actuación de quienes realizan actos de corrupción política) y, entre otros elementos más, las cuestiones formales.
Es precisamente a las cuestiones formales a las que estimamos oportuno referirnos en este artículo, debido a dos razones fundamentales. Por un lado, porque son las más sencillas de explicar por parte de los periodistas y de entender por parte de los ciudadanos, puesto que ni a los unos ni a los otros cabe exigir un elevado grado de especialización en Derecho para analizar las resoluciones que se comentan en la prensa.
Por el otro, porque son las que el ciudadano percibe como más absurdas e injustificadas cuando resultan determinantes para el resultado del proceso. Que un Juez tome una decisión –cualquiera- cuando se ha probado con absoluta certeza la realidad de unos determinados hechos o que tome la contraria cuando, con idéntica certeza, se ha probado la realidad de otros, es percibido por el ciudadano como la consecuencia lógica del correcto funcionamiento del sistema. Al litigante vencedor le parecerá una gran resolución y al vencido le disgustará sobremanera, pero el observador imparcial lo verá como lo razonable.
Esto no ocurre, sin embargo, cuando la resolución es fruto de una cuestión meramente formal. Cuando la falta de presentación de un documento, la ausencia de una firma, o la inadmisión de una prueba concluyente por un defecto formal acaban siendo determinantes para la resolución del proceso, ese observador imparcial no alcanza a comprender cómo es posible que las formas lleguen a constreñir tanto a la Administración de Justicia y, por ende, a la administración de Justicia.
Vaya por delante la necesidad de que existan unas normas determinadas y hasta rígidas, especialmente en el marco de los procedimientos civiles. Teniendo en cuenta que éstos se basan en el enfrentamiento de intereses contrapuestos, es preciso que existan unas reglas a las que queden sometidas las partes, puesto que lo contrario nos llevaría a un escenario más difícil de comprender todavía.
Pero dicho eso, es necesario no olvidar que la búsqueda de la correcta aplicación del Derecho –que es lo más semejante que nuestro ordenamiento permite en el ámbito civil a la administración de Justicia- requiere facilitar al ciudadano el acceso a esa tutela judicial que le garantiza el artículo 24 de la Constitución, sin que los defectos formales puedan impedir dicho acceso.
El Tribunal Constitucional se ha pronunciado recientemente, en sendas Sentencias del día 8 de abril de 2013, respecto a uno de los supuestos que mayor controversia han generado en esta materia: la inadmisión de recursos contra resoluciones judiciales por la falta del depósito exigible para formalizarlos.
En un caso (Sentencia 73/2013), el justiciable formuló recurso de apelación sin aportar los 50 € exigidos para formalizarlo y, aunque lo hizo cuando el tribunal se lo exigió, el recurso no fue admitido por no haber hecho el depósito en el momento inicial; en el otro caso (Sentencia 74/2013), el apelante tampoco aportó el depósito con su recurso, pero lo hizo efectivo antes incluso de ser requerido para ello, a pesar de lo cual se inadmitió igualmente dicho recurso por el mismo motivo.
En ambos casos, el Constitucional ha entendido que el derecho a la tutela judicial efectiva, que tiene carácter de derecho fundamental, debe primar sobre los defectos formales, sobre todo cuando éstos tienen carácter subsanable y, además, se subsanan. Resultaría irracional –y difícilmente llegaría a entenderlo el conjunto de la ciudadanía- que un defecto formal de este tipo impidiera al recurrente obtener un pronunciamiento judicial sobre el fondo de la controversia en que se halla inmerso.
No obstante, conviene recordar que los tribunales no pueden suplir la necesaria autotutela de los propios intereses, que es exigible inicialmente a su titular. Por ello, del mismo modo que los olvidos, omisiones o defectos formales deben poder ser subsanados, como ocurría en los casos que acabamos de señalar, acaba siendo preciso poner unos límites: si se advierte del error y, a pesar de ello, persiste la conducta incumplidora por parte del interesado, es evidente también que tarde o temprano tendrá éste que pechar con las consecuencias. Y es que lo contrario, no lo olvidemos, sería injusto para la otra parte del proceso.
También sobre una situación de este tipo se ha pronunciado el Constitucional recientemente, en su Sentencia 90/2013, de 22 de abril: en este caso, no se aportó el poder del procurador junto con el escrito de formalización del recurso, a pesar de ser una exigencia legal inexcusable. Pero el problema no fue esta omisión inicial, sino la reiteración en la misma, ya que el interesado fue requerido para subsanar el defecto y, a pesar de eso, no lo hizo.
Lo que inicialmente era un defecto formal se convirtió, por tanto, en una conducta voluntariamente contraria a las normas, por lo que la consecuencia no podía ser otra que la inadmisión del recurso. Los tribunales deben garantizar el derecho a la tutela judicial efectiva, pero no pueden suplir la conducta de aquel ciudadano que, por las razones que sean, decide no ejercerlo con arreglo a Derecho.
Pero salvo estos casos en que es el propio justiciable el que perjudica conscientemente sus derechos, la norma general debe ser facilitar el acceso a la tutela de los tribunales y, también, facilitar que éstos puedan adoptar sus resoluciones primando sobre todo las cuestiones de fondo, con las que se estará o no de acuerdo, pero que serán en todo caso las que justifican la respuesta que el sistema judicial da al ciudadano. Cuando esa respuesta se condiciona o incluso se coarta por cuestiones o defectos de forma, es cuando difícilmente se puede esperar comprensión en la ciudadanía.
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